La banalidad de este mundo terrenal es la magnífica forma en que el absurdo de la existencia intenta alejarnos del inefable resplandor producido por el encanto de la última verdad a la que puede aspirar el ser: el suicidio. Más allá de eso, dudo muchísimo que pueda haber algo realmente espiritual y sincero por llevar a cabo; pues cualquier cosa, de un modo u otro, será una constante afirmación de lo que es la vida y, por ende, un cínico recordatorio de nuestra bestial irrelevancia.
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En la soledad de las penumbras, esparcida por la esencia de mi sombría consciencia, pensaba cuán hermoso, poético y perfecto sería el siguiente momento: ese cuando perdiese el conocimiento por completo y de mi alma se apoderase el divino placer del silencio eterno. Y era así puesto que ya nada quería ni anhelaba en esta tormentosa existencia; todo se me antojaba sumamente ridículo y mundano, pero así eran aquí las cosas y las personas sin excepción alguna. Así era el anómalo juego de la vida: un sinsentido absoluto de cuyos infinitos látigos se desprendían constantemente espejismos de colores que lucían reales y de olores que parecían no ser simulados.
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Suicidarse es, quizá, la más sublime muestra de razón en el ser; misma que el absurdismo de esta existencia insípida le ha arrebatado sin ningún derecho. Aunque, para empezar, ya todo se torna en una ominosa imposición, pues nuestro nacimiento fue todo menos algo adecuado. Claro que luego podemos cuestionarnos, si aún nos queda la duda, de si tenemos o no libre albedrío… El chiste se cuenta solo, aunque para nuestra desgracia las piezas parezcan haber encajado de la peor manera. Vida y muerte… ¡Que ambas me dejen en paz de una vez por todas! ¡Que ambas se larguen a otro lado a molestar a alguien menos abatido!
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Sabía que la muerte también podría ser absurda, pero esa no era razón suficiente para permanecer vivo. Ninguna lo era, de hecho. Mas curiosamente yo era aún un torpe suicida viviente cuyos lamentos ya se habían prolongado más de lo que el tiempo estaba dispuesto a perdonar. Llegó el día en que yo ya no quería ni vivir ni morir… ¿Qué más, pues? Me dije a mí mismo que mi cabeza me estaba destruyendo con especulaciones más allá de toda lógica y que la geometría de mi alma era de una complejidad tal que intentar siquiera atisbarla representaba una necedad de magnitudes inconcebibles.
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Quería matarme porque esa era la más elevada prueba de amor que podía percibir hacia mí mismo. Y ¿qué podía importar más en mi vida sino solo aquello que yo más añorase? ¡Cuán erróneas eran las perspectivas humanas sobre el egoísmo y la compasión! La existencia misma era el acto más egoísta que se pudiese concebir; era una tragedia inconmensurable que solo podía entenderse siempre desde la subjetividad más recalcitrante. Pretender que algo más allá de lo que podíamos percibir tenía importancia alguna era la tontería más grande a la que pudiéramos entregarnos. Así pues, si yo decidía matarme, embriagarme, fornicar con mujerzuelas o cometer cualquier otra ruindad, nada de esto estaba mal en un sentido universal. La soledad, además, había sido mi refugio durante demasiado tiempo; más de lo esperado. Era ya ahora, ciertamente, de decirle adiós a esta amada insensata y darle la bienvenida a una nueva y sempiterna tierra de felicidad y suprema fantasía.
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La Execrable Esencia Humana