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La Execrable Esencia Humana 33

Había algo en los humanos que los hacía ser únicos, que los diferenciaba de cualquier otra especie, que los impulsaba a seguir adelante en la vida… Y ese algo se llamaba estupidez.

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El ser, aunque absurdo y vil, preferiría vivir infinitamente antes que matarse y extinguir su blasfemia de una vez por todas. Hemos sido diseñados, según me parece, para sufrir y amar nuestro sufrimiento por encima de todo; incluso de nuestro bienestar.

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No conozco mayor desperdicio concedido al ser que la existencia. Debe haber sido un accidente tal acto, pues solo así puede entenderse tal abundancia de sinsentido y estolidez. ¡Qué se le va a hacer! Ahora ya no queda remedio alguno al cual atenernos sino buscar acabar con nosotros mismos tan pronto como nos sea asequible.

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Despertar y saber que esta miseria proseguiría un día más… Esa era la condena para los suicidas vivientes que, como yo, no aceptaban su destino en este patético mundo. Aquella ventana amarilla era fiel testigo de todo mi desasosiego y la sangre que en ella había botado directamente de mis venas dibujaba ya una sonrisa forzada. Algunas veces me musitaba alguien del otro lado que me matara ya, pero por alguna razón esperaba yo algo todavía… ¿Qué podría ser? ¿Acaso ella volvería algún día? ¿Acaso no era el color de la nada quien se filtraba por cada rincón de aquellos muros cargados de melancólica depresión? Si todo esto era solo una sacrílega simulación de mi mente, ¡vaya que había perdido el sentido de la realidad desde hace tanto!

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Mi pesimismo era la cosa más hermosa que tenía para regocijarme en la desdicha que significaba existir. Y, entre más me sumergía en aquel pantano de depresión y angustia, más tentación sentía por desgarrar la siniestra cortina detrás de la cual se hallaba el encanto suicida. Él esperaba, era más paciente de lo que yo hubiese deseado. Quizá si me hubiera incitado un poco más, si hubiese hecho de mí su prófugo soñador… Algún día él y yo nos encontraríamos bajo el cerúleo cielo donde nada puede volver a nacer ni a morir, y entonces le diría de frente: ¡oh, por qué diablos tardaste tanto en contarme tus secretos! ¿Es que toda mi vida solo fue una oda a la más inexpresable y artística confusión espiritual?

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