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La Execrable Esencia Humana 50

Si tan solo hubiera un motivo para continuar existiendo, si únicamente tuviera el deseo de luchar por algo o alguien. Pero ¿para qué? ¿Cuál sería el objetivo? ¿Con qué fin pretendería volver a autoengañarme tan absurdamente? La humanidad está acabada, puesto que ninguno de esos peones adoctrinados aceptará jamás que la única cosa rescatable en esta mentira execrable es la sublime fragancia de la muerte. Vayamos, pues, hacia ella y enterremos de una vez por todas cualquier vestigio que indique que alguna vez, por locura divina, vivimos…

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Y es que, aunque hubiese miles de motivos por los cuáles vivir o sentirme supuestamente feliz, la desesperación de ser y la angustia de existir siendo tan humano y en un mundo también tan humano habían ya marchitado mis nulas esperanzas en esta patética y fatídica pesadilla llamada vida. Ahora mi único anhelo era abrir la enorme ventana de mi habitación y arrojarme hacia mi verdadero y único destino: el encanto suicida.

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Lo único que sabía era que, si había más días como este… Si había más días en los cuáles esta sensación asfixiante y suicida crecía sin cesar desde el interior de mi ser y me desgarraba espiritualmente… Si había más días en los cuáles este vacío y antipatía no mermasen ni un minuto… Si había más días donde ya nada pudiera brindarme consuelo alguno ni efímera ecuanimidad… Entonces, tristemente, no me quedaría de otra sino huir de mí mismo para siempre. Desaparecería sin dejar rastro alguno y eso en sí sería para mí algo tan hermoso y perfecto que ya jamás me interesaría volver a ser en este plano anómalo y sepulcral.

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Todo lo que ahora experimentaba era una mera estupidez y una enloquecedora tragedia. Al fin y al cabo, bien sabía, y esto me proporcionaba una felicidad irónica, que toda la agonía y el hartazgo, el amor y el desamor, el bien y el mal; y, sobre todo, la desesperación en mi interior… Sabía, así pues, que todo eso y también las demás cosas y personas se tornaría en triviales y fantasmagóricas siluetas cuando el agua conquistase mis pulmones y ahogase mi alma en la divinidad de su sempiterno flujo. Ahí conocería a dios, pero no un dios humanizado como el de todas las religiones o doctrinas; más bien un dios imposible de definir en términos mortales, pero uno cuya inmortal esencia impregnaba cada acto por virtuoso o ruin que pudiera llegar a ser.

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Era tan simple como eso: una bala en mi cabeza haría que toda la basura que conocí como existencia se tornase irrelevante por la eternidad. Cada persona, cada momento, cada lugar, cada experiencia y cada emoción… ¡Absolutamente todo se iría al carajo en menos de un parpadeo! Y luego ya nada, luego ya solo oscuridad incesante y un silencio de catarsis infinita. ¡Ay, qué hermoso debe ser ese estado de ensimismamiento final! Tanto lo anhelo que me aterra incluso que se termine demasiado pronto y que, por casualidad, vuelva yo a encarnar alguna otra forma de limitada y triste palpitación.

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Quizás ese era el tragicómico destino de todos los seres de este mundo aciago y enfermo: la insustancialidad. No obstante, muy pocos conseguían reflexionar a un nivel tan etéreo y profundo como para aceptarlo. La gran mayoría, naturalmente, buscaría cualquier tipo de actividad o persona con la cual autoengañarse el mayor tiempo posible. La vida misma era eso en sí y nada más: un constante flujo de autoengaños, uno cada vez más absurdo que otro, que solo culminaban con el óbito o la insania. Nosotros éramos meros y estúpidos títeres manejados siempre por intereses oscuros y repugnantes que se encargaban de absorber nuestra energía mediante todo tipo de inenarrables estratagemas y sospechosos mecanismos.

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