Los días seguían su curso, pero yo ya no esperaba nada de nadie, menos de la existencia. No creía en nada, mucho menos en mí, y no me hacía falta. Estaba raro, harto de todo y sin deseos de siquiera despertar. Pasaba los días tirado en la cama, contemplando el vacío al cual me entregaba cada vez con mayor placidez.
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Y, en una de esas ocasiones donde el asco de existir superó todos los límites, decidí tomar al fin la navaja y rasgar con absoluta felicidad y por amor propio mi acongojada garganta.
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No tengo la concepción de algo más divino que el hecho de suicidarse, eso sí que resulta puro y ajeno a la humanidad tan sórdida que nos envuelve. Porque suicidarse es aceptar el sinsentido de la existencia y la imposibilidad de un entendimiento supremo en el actual estado del ser. Entonces, si no ha de conseguirse la tan anhelada sabiduría, ¿qué sentido tiene continuar viviendo?
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Muchas teorías, creencias y dogmas, pero nunca nada certero que reavive la llama casi extinta en mi lastimado corazón.
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La decepción es la cara de la verdad cuando se han explorado las tediosas facetas de una vida absurda donde la repugnancia interna ha conquistado el temor a la muerte.
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La Execrable Esencia Humana