Había algo en el ser para la muerte que me atormentaba al mismo tiempo que me regocijaba, un constante vaivén de emociones contradictorias que siempre terminaban por distorsionar mi percepción de la realidad. Era como si pudiera encapsular toda mi vida en un último suspiro y proyectarla hacia el abismo en donde se ocultaban mis anhelos de sangre y sexo. Pero era ese algo, esa extraña sensación que no dejaba de rondar en mi cabeza: la sensación que todo podría terminar esta misma noche del modo más abrupto y que todo lo que yo era finalmente se consumiría en la críptica ceremonia del imposible y demente amanecer. ¡Oh, cómo quería abrazar ese exquisito momento cuanto antes! De todo lo humano estaba ya más que harto y todas las personas habían conseguido solo fastidiarme. Las únicas a quienes quizás aún soportaba eran a las mujerzuelas con quienes fornicaba como un animal cada noche y en cuyas vaginas infectas eyaculaba grotescamente… ¡Fuera de eso más nada, solo amargura y miseria en grados inenarrables!
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¡Qué tenue es la línea entre la libertad y la locura! Quizás incluso aún más tenue que el amor y el odio que se pueden experimentar paralelamente por una persona… Los sentimientos humanos son algo asquerosamente hermoso, algo que casi siempre nos tortura más de la cuenta; pero, si no fuera por ellos, quizás entonces nuestras vidas sí que serían un completo e infame desperdicio. O puede que ya nada quede por experimentar, que nada pueda remediar el vertiginoso colapso interno que padecemos consciente o inconscientemente después de cada tormentosa agonía y desesperanzadora mañana. ¿Cómo es que podemos seguir adelante estando tan consumidos por las mentiras más sórdidas y por los espejismos más aciagos? Tal vez, en el fondo, el ser está diseñado para asirse lo más que pueda a la podredumbre más infernal. ¿Cómo se podría explicar entonces el mundo actual y todas las aberraciones que acontecen y de las que, por fortuna o desgracia, no tenemos que enterarnos ni mucho menos experimentarlas? Este mundo es solo un error, una broma cósmica que no sé a qué clase de retorcida mente maestra se le pudo haber ocurrido. Y, desde luego, que no quede la menor duda: quien sea que nos haya creado de esta manera, nos hizo con ello la mayor ofensa posible.
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Tal vez el verdadero valor de la vida esté en todo aquello que siempre hemos rechazado, en todas aquellas situaciones que siempre hemos evitado y, en resumen, en todo aquello que siempre hemos creído que era lo menos importante. Quizá sea en la muerte donde se hallen todas las respuestas y no en esta realidad onerosa donde tan desesperadamente buscamos un improbable consuelo a todos nuestros dolores y agonías. ¡Qué ingenuos e imbéciles somos todavía! Y acaso lo seremos por siempre, porque tal condición está en nuestra naturaleza y emana directamente de los rincones más profundos en nuestro repugnante interior. ¿De qué sirven nuestros actos, pensamientos o palabras? Meras falacias para impresionar a personas aún más absurdas y odiosas que nosotros; para asumir que nuestra abyecta existencia tiene un fin y posee un valor algo decente. No obstante, no hay nada que pueda respaldar esto más allá de fantasiosas teorías y doctrinas obsoletas. Que el ser siempre será algo que sería mejor haber evitado, que su origen y su fin nos serán siempre del todo desconocidos y que suicidarse será por la eternidad lo más hermoso y adecuado para seres inferiores y adoctrinados como nosotros.
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En todas mis crisis, nunca me pasó por la cabeza solicitar la ayuda de algún otro ser humano. Nadie podía ya ayudarme, nadie podría entender nunca mi sentir… La fatalidad y la tragedia siempre fueron mi sino, los emblemas donde tantas veces se balanceó mi cordura y donde se desfragmentó mi deprimente alma. Ahora, esta es mi crisis final; este es el fin de todo cuanto he conocido, padecido y odiado. Tal vez en realidad lo amé más de lo que siempre lo negué y es que quizá mi vida no fue sino un parpadeo de incertidumbre enclaustrada en medio de un infernal amasijo de locura e irrelevancia cósmica. Pero moriré feliz, porque precisamente eso fue lo que siempre añoré: mi completa desaparición de este mundo anómalo e intrascendente. Sí, claramente hubo momentos en donde creí que podría sentirme bien y ser feliz; empero, siempre terminaban demasiado rápido y eran solo el siniestro preámbulo de una oscuridad mucho mayor y, por ende, más terrible que cualquier otra. ¿Por qué tuve que existir? ¿Acaso lo sabía y me autoengañaba para creer que no? O ¿no lo sabía y eso era lo que me acribillaba internamente con la fuerza de mil alacranes endemoniados emponzoñando mi melancólico corazón? De nada servía ya cuestionarse cosas que no podrían ser respondidas jamás por un simple ser humano y los dioses… ¡Ay, si tan solo los dioses no fueran también solo una humana y risible quimera!
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No era que odiara a los demás, era que simplemente no me interesaba su compañía. Más aún, no me interesaban sus vidas ni tampoco sus muertes… Mi vida tampoco me interesaba, pero mi muerte sí y mucho. De hecho, era ya mi única esperanza para experimentar algo menos humano, menos trivial y, sobre todo, menos falso. Porque indudablemente aquí, en este plano ominoso, todo hedía a falacia inenarrable, a perogrullada indeseable. ¡Qué absurdo creer que algo de esta horrible pesadilla trascendería! La culpa en todo es nuestra por habernos entregado tan patéticamente a nuestros más aciagos impulsos, deseos y obsesiones. Quizá, tristemente, el mono necesita ser gobernado por otros, porque es incapaz de gobernarse a sí mismo. Peor aún: busca desesperadamente ser amado por otros, puesto que, en el colmo de la máxima insensatez, es completamente incapaz de amarse a sí mismo de una manera honesta y pura.
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En cierto modo, todas nuestras reflexiones no sirven de nada; tan solo son lamentos inútiles y desesperados en nuestra implacable morriña por un periodo perdido en el tiempo donde la inexistencia fue nuestra madre y nos cobijó amorosamente. Ahora, lamentablemente, de eso no queda ni una maldita pizca; ahora es la existencia nuestro funesto hogar. Esta dimensión aberrante plagada de contradicciones y dolores que parecen no conocer límites; aquí es donde hemos sido condenados a existir por un efímero lapso de catarsis y reflexión. Nada está bien ni mal, sino solamente sometido a los designios de quien lo impone a las masas. Aquel que tiene el poder para gobernar en esta tierra maldita puede darse por muerto en el infierno, porque ahí es donde cada vaticinio divino se metamorfoseará en el infinito mismo. Nuestros anhelos más profundos, no obstante, no pueden permitirnos atisbar lo que nuestros sentidos se niegan en reconocer como real. Pero ¿qué es real sino solo aquello que la pseudorealidad ha querido que creamos? Y si para conocer la realidad primero es indispensable desprenderse de todo lo que ella podría ser, pero que no es, ¿qué haríamos entonces? ¿A dónde nos llevarán nuestras mentes en su esencia más intrínseca sino al divino vórtice en donde las paradojas son la única verdad? Debemos reconocernos fuera y dentro sin prejuicios, cadenas ni ataduras de ningún tipo. Todavía no es tarde, pienso que aún podemos componer un último poema.
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Lamentos de Amargura