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Lamentos de Amargura 05

Quien se deprime en soledad, ¿cómo diablos puede afirmar con tan risible seguridad el sentirse feliz en compañía? ¿Cómo puede experimentar felicidad con la compañía de otros si con la suya propia no puede? O ¿es que acaso su felicidad proviene de los otros, de lo externo, de la realidad y no de sí mismo? Cabe preguntarse si una felicidad así valdría la pena o si tal vez se trate únicamente de un autoengaño más de entre los casi infinitos autoengaños con los cuales suele atraparnos repugnantemente este anómalo sistema de putrefacción física, mental y espiritual. Estoy convencido de que el suicidio siempre será lo mejor, aunque no resulte tan fácil acabar con uno mismo para quien ha entrado en el halo de la desesperación y está infestado de dudas y lamentos. Los murmullos del tiempo invertido y las concupiscentes sombras de lo eterno parecen volcarse sobre nuestros inciertos pasos y fusionarse con nuestro tormento sibilino; es ahí cuando nos percatamos abruptamente de la soledad, la tristeza y el deseo de muerte que nos rodean. Todos se han ido, nos hemos quedado absolutamente solos. No hay ningún Dios, pero tampoco ningún Diablo; en su lugar hay algo peor: una nueva y terrible libertad capaz de conducirnos a la locura o, quizá, a la verdad… Y nada nos atormentará más que esto: la libertad que tanto se sabe a soledad, que nos obliga a salvarnos o condenarnos por cuenta propia y sin intervención alguna. ¿Es esto una sentencia final bajo la mortecina incógnita del anochecer o un primaveral llamado en un nuevo y dorado amanecer?

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Cualquier qué no viva como si fuera a morir esa misma noche, ese con toda seguridad es un ser cuya vida no vale ni un centavo; un ser que ha sido consumido por la pseudorealidad y cuya existencia es más insignificante que cualquier otra insignificante pantomima del azar. Y, a veces, hasta nosotros mismos entramos en tal estado; ¿por qué? Hay algo detrás de la existencia que se activa y nos doblega, que nos consume desde dentro y nos priva de todo acto creativo o artístico. Ese algo se llama rutina y es mucho más poderoso que el tiempo y la voluntad; es un monstruo que no conoce fronteras ni sabe de razones. Un día simplemente llega y se apodera de nosotros, nos cobija con infinitas tinieblas hasta que ya no podemos percibir ningún rayo de luz. Nuestro sol antes resplandeciente y precioso queda bloqueado por una sombra tan espesa y aberrante que intentar luchar contra ella se torna en una guerra que, con toda seguridad, terminaremos perdiendo. ¿Es que no puede haber otro camino? Estamos quizá condenados a perdernos a nosotros mismos y divagar en el sinsentido hasta que el encanto suicida vuelve a iluminar nuestro abismo casi eterno; entonces sonreímos y volvemos a sentir los latidos de nuestro melancólico corazón, todavía aferrándose a una tenue brisa de esperanza proveniente de los más misteriosos ecos de lo divino y lo inmortal.

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Tanto tiempo desperdiciado y aún no se ha logrado comprender la lección más fundamental de la vida: el absoluto desapego de todos sus engaños e ilusiones, así como la posterior y exquisita unión espiritual con la divina silueta de la muerte. ¿Cuándo los arrogantes y sacrílegos monos que habitan este nefando mundo comprenderán esto? ¿Hasta cuándo el velo caerá de sus nauseabundos ojos y atisbarán un poco más allá de los espejismos de esta existencial trivial y malsana en la que se regocijan cual repelentes moscas en la basura? Me temo que, según lo que percibo día a día, ese momento de completa iluminación nunca llegará para la gran mayoría: nacerán, vivirán y morirán víctimas de su propia ignorancia, estupidez y execrable humanidad. Esta raza de tontos no será sino un parpadeo demasiado corto para que alguien la recuerde, para que algo se digne venir de las estrellas y reflexionar sobre su miseria y lobreguez. Todo esto ha sido un regalo, una obra de teatro en la cual reírse era la única opción. Tomarse demasiado en serio la vida conlleva a una abismal obnubilación del juicio y el alma; ¿para qué hacerlo? Sería como querer extraer algo valioso de aquello que, en su más pura esencia, no lo es ni lo será. ¡Cuántos de nosotros daríamos lo que fuera con tal de regresar el tiempo! En mi caso, yo lo daría porque mi tiempo avanzase con la mayor rapidez hacia su irremediable y hermoso ocaso.

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No es que odie a la triste humanidad, es simplemente que ya no me interesa su nefanda existencia ni mucho menos tener algo que ver con ella (ni conmigo). Dicho de otro modo, no tengo nada que hablar con nadie y tan solo en mi inefable ostracismo puedo sentirme ya pleno y verdaderamente feliz. ¡Cuánto tiempo desperdiciado siempre con charlas vulgares e interacciones superfluas! ¡Cuántas horas malgastadas con personas que ahora no quiero volver a ver jamás! Pero, sobre todo, ¡cuánta energía invertida en una existencia de la cual difícilmente se puede esperar algo agradable o benévolo! ¿Qué ha sido toda esta inmundicia de lamentos amargos y cómicos deslices en la que nos desfragmentamos lentamente hasta convertirnos en meros cadáveres andantes, en muertos vivientes que se niegan a ser sepultados y olvidados por la eternidad? ¿La muerte significará algo para seres tan rotos y deprimentes como nosotros? ¿Será el final o el comienzo? ¿Será alegría o miseria? ¿Será salvación o condena? Nuestro irrefrenable apocalipsis espiritual se aproxima y lo único que podemos hacer es esperarlo desde nuestra cloaca de decadencia inaudita… ¡Que acontezca ya, que nos lleve en su regazo como niños demasiado espantados por la terrible agonía de haber existido tan absurdamente! Esta noche al fin y por fortuna todo habrá culminado y ya ningún ridículo amanecer volverá a robarme mi inmanente y sempiterna tranquilidad.

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No hay momento de mayor espiritualidad qué aquel donde únicamente nuestra propia compañía nos parece digna y aceptable. Sí, ese sagrado instante en donde saboreamos con gozo incuantificable el éxtasis de la soledad bajo cuya esotérica máscara se parapeta siempre la coqueta sonrisa de la dulce y frenética muerte. ¡Que todo muera, así pues! ¡Que todo muera inefable y placenteramente! También vivir fue siempre bueno, así como lo será morirse. Únicamente nuestra terrible traición interna nos hizo tanto daño; sí, ese horrible sentimiento de autodestrucción y falso bienestar al que ya no podíamos entregarnos antes de enloquecer por completo. ¿Acaso no enloquecimos desde hace tanto? ¿Cuál ha sido el sentido o sinsentido de nuestro efímero lapso en esta oscuridad recalcitrante donde nuestra esperanza se ha roto más de mil veces? ¿Por qué existimos? ¿Qué nos trajo aquí y nos despojó de la propiedad de inexistencia absoluta en la que tan irónicamente parecíamos ser? Muchos misterios abrumándonos, preguntas que jamás podrán ser respondidas por nadie… Y la soga que espera por nosotros desde el domingo pasado, desde que decidimos que ya nada volvería a lastimarnos hasta nuestro bienaventurado suicidio.

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