Tan solo en la mentira, fuente principal de la vida, hallan los rebaños la funesta fuerza para soportarse y para adorar todas sus miserias. Cuando el velo caiga, empero, quizá ni siquiera la muerte sea suficiente para obtener el perdón divino por todos los sacrilegios cometidos. La humanidad será entonces desterrada al olvido y el vacío reinará por completo como siempre debió haberlo hecho. ¡Oh, misericordioso renacimiento espiritual! Lástima (fortuna) que la humanidad y cada una de sus patéticas creencias no sobrevivirán para contemplar tan divino estado de silencio, orden y paz. ¿Nos refugiaremos todavía en viejas doctrinas que prometen salvación a cambio de una completa adoración a inexistentes deidades? O ¿quizá nos arrastraremos tristemente por ideologías que resultan aún más humanas en sus más fundamentales concepciones y que nos orillan a renunciar a nuestra esencia más profunda a cambio de qué? No cabe duda de que, sin importar hacia qué parte del cielo miremos, encontraremos la misma respuesta: silencio e indiferencia ante los sucesos tan intrascendentes de nuestra aciaga y rutinaria existencia.
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No es en los otros ni en cosas del exterior en quien debemos buscar las razones para vivir o morir, más bien es en nosotros mismos. El problema es que la gran mayoría estamos ya tan consumidos por los espectrales aullidos de la pseudorealidad que vida o muerte incluso nos parecen la misma cosa y hasta llegamos a sentirnos indiferentes ante ellos. Olvidamos con bastante frecuencia que la verdadera batalla es siempre la que libramos en contra de nosotros mismos y que, por ende, solo nosotros decidiremos si el ser se condena o se reivindica en su naturaleza más intrínseca y en su sendero hacia una probable evolución del alma. A como van las cosas, parece que la guerra está más que perdida; parece que hemos usado la tecnología para embrutecernos aún más y hacer de nuestro tormento una magistral melodía de siniestro alcance. ¿Cuándo acabará todo esto? ¿Cuándo serán escuchadas nuestras plegarias plagadas de fatal y deprimente melancolía? ¿Cuándo el sinsentido no devorará nuestra mirada marchita o nuestro nostálgico espíritu? Esos sentimientos parece que no desaparecerán con tal facilidad, que no serán sino el preámbulo de un estado de desesperanza mucho más recalcitrante y trágicamente permanente.
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Si cuando escribes no puedes experimentar una profunda y devastadora sensación de libertad en cualquier perspectiva, temática o ideología, entonces tus escritos no sirven para nada. La literatura, la poesía y la filosofía que sí valen la pena son siempre aquellas que nos destrozan desde lo más profundo, que nos hacen enloquecer y querer arañar las paredes, que nos retuercen la mente y nos sacuden la razón. De no ser así, creo que preferible resultaría incluso no leer ni escribir absolutamente nada… Con esto, claro está, queda expresada de manera fehaciente mi sincera perspectiva de casi la gran totalidad de la literatura contemporánea y acaso también de toda la que se ha escrito e impreso absurdamente hasta ahora. No obstante, la humanidad misma, sin importar sus supuestas grandes obras o brillantes avances, ha sido siempre un amasijo de miseria, insustancialidad y decadencia. No podemos ganar la batalla interna, no podemos sino lamentarnos con insana amargura ante cada error cometido y el impensable perdón desde una perspectiva menos atroz o agónica. ¿Quién creó al ser? ¿Por qué le atribuyó precisamente las características actuales y no otras? ¿Por qué dos brazos, dos piernas, dos ojos, dos orejas, una boca, una nariz y un cerebro? A veces pienso que solamente somos uno de tantos diseños fallidos de un ser supremo demasiado hastiado y deprimido en su infinita y sublime eternidad.
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Pienso en ese tal dios cristiano como un señor celoso y rencoroso, envidioso del conocimiento que posee y sumamente caprichoso. El diablo, por el otro lado, me parece lo más similar a un caballero inteligente, benevolente y sumamente curioso; tanto que no puede conformarse con solo ser el diablo, sino que intenta a cada momento volverse un dios. ¿A quién de los dos debería parecerse más el ser? La respuesta es obvia para aquellos con alma de filósofo del caos y de poeta suicida… ¡Camus, Nietzsche, Cioran! ¡Oh, el diablo los tenga en su santa gloria! También nosotros deberíamos aspirar a ser como el diablo, a buscar siempre, sin importar el mecanismo, el superarnos a nosotros mismos y no conformarnos con recibir las inútiles alabanzas de seres inferiores y adoctrinados. Claro que todo esto es metafórico, puesto que, de existir un ser superior, dudo muchísimo que pudiera parecerse a cualquier cosa dicha, escrita y proferida hasta ahora por el horripilante mono parlante y todos sus delirios de grandeza. Quizá, lo único que hacemos es idear seres invisibles a los cuales rendir culto porque no podemos existir de otra manera que no sea sin sentirnos esclavos de algo o alguien y sin renunciar a nuestra libertad de un modo u otro. O tal vez es que nos sentimos demasiado solos y, al no hallar consuelo alguno en las miserias del mundo, preferimos mirar a los cielos y alucinar con entidades a las que asignamos toda clase de humanos atributos en un frenético esfuerzo por contrarrestar la vehemente desesperanza que nos consume tan grotescamente desde lo más profundo de nuestro enloquecedor y lóbrego abismo.
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Nunca permitas que nadie te diga que lo que estás haciendo o viviendo está mal, porque ellos nunca podrán comprender lo que tú sientes, piensas o vives. De hecho, nadie lo podrá hacer jamás. Solamente de ti depende estar en el cielo o en el infierno, hacer el bien o el mal, amar u odiar… Todo lo que los demás opinen de ti y de tus actos, así pues, debería ser más insignificante que la nada misma. Tú y solo tú eres tu propio juez y verdugo; no existe ningún dios o demonio que te incite a un lado o a otro. Tu vida y tu muerte serán solo tuyas; por lo tanto, tú decides con quien las compartes, cómo las experimentas y lo que sea que quieras creer al respecto de cada una. Todo depende absolutamente de ti y, quien opine lo contrario, no puede ser sino un necio fanático de doctrinas que únicamente contribuyen a esclavizar más a la humanidad y que ensombrecen repugnantemente nuestro enmarañado camino hacia la divina libertad del espíritu. De esto trata toda mi filosofía en su más pura y explícita esencia: libertad, soledad, muerte… ¿Es que serviría de algo una filosofía que apelara a la vida y la promoviera? ¡No, mil veces no! La verdadera filosofía, para mí, es solo aquella que nos acaricia con una sonrisa de muerte y nos embriaga con un elíxir similar al del encanto suicida. ¿No es la decisión de suicidarse, en última instancia, la única cuestión en la que deberíamos ocuparnos cada día y noche más que en cualquier otra fútil actividad o inicuo pasatiempo? Incluso en la actualidad, hasta el suicidio, como mil cosas más que antes parecían relevantes, se ha convertido en un contradictorio espejismo que el asesino del tiempo terminará por vomitar cuando ya nada quede por soñar, plasmar o imaginar.
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Lamentos de Amargura