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Los mensajeros

El mensaje provenía de una dimensión desconocida, de un rincón del cosmos donde solo yo podía escucharlo. No creo que fuese mi enfermedad la que me permitía atisbar a esos seres de manos rojizas y ojos negruzcos, de tamaño pequeño y de cabellos grisáceos. Hacía tiempo que venían, que insinuaban deseos de muerte y que me proyectaban hacia un mundo paralelo donde no todo estaba perdido. Pero nadie me creía, nadie más parecía atender a sus lóbregas súplicas. Y, aunque al principio no entendía bien lo que deseaban, posteriormente me percaté de que tenían razón en todo lo que susurraban a mi trémulo oído. Los escuchaba principalmente en las noches de luna llena, bajaban de las estrellas más refulgentes y traían consigo extrañas poesías que recitaban con incipiente algarabía. Mas lo más sorprende era su mensaje: solo la muerte tenía sentido, la vida era una extraña alucinación del inconsciente. ¿Cómo decodificar sus motivos y explicarlos a una raza de tontos que respiraban sin razón?

Comencé a analizarlos, a sentirme parte de su cruento sufrimiento. Y entonces pude comprender por qué querían acabar con este mundo horrible que desde hace tanto estaba ya sumamente podrido. No tenían aún el poder suficiente para lograr tal empresa, pero pronto, tal vez, lo conseguirían. No era que quisieran salvarme, tan solo proyectaban en mi subconsciente el insano dolor por el que atravesaban sus corazones contritos. Su tristeza era infinita, mas habían aprendido a sobrellevarla y a transmutarla en un rencor de proporciones desmedidas. ¡Cuánta razón tenían! La humanidad debía ser exterminada a la brevedad, ya que nada bueno en ella había ya. Este mundo debía ser purificado cuanto antes, pues la maldad era todo lo que imperaba. Este absurdo existencial no podía continuar, las manecillas debían ser detenidas y la catarsis de destrucción impuesta como la nueva y fiel entelequia.

Sin embargo, un día ya no me visitaron más… ¡Qué lamentable había sido la despedida! No, ya no volvieron más para alimentar mi magnífica misantropía. Tal vez los medicamentos los habían alejado un poco, aunque lo dudo. ¡Quién sabe por qué desaparecieron tan repentinamente, sin comunicarme sus últimos deseos! Acaso había sido cerrada la puerta que comunicaba su mundo con el mío, acaso mi energía ya no era lo suficientemente pura como para establecer contacto. No voy a negar que los extraño, que quisiera volver a escuchar esas voces; tan parecidas a los melancólicos cantos de la muerte y que tanto estimulaban mi locura. Desde que no vienen me siento sumamente vacío y me hundo en la amargura; desde que no me hablan siento tanta desesperación en este manicomio donde sigo alucinando sin que nadie pueda escuchar aquel sagrado mensaje. ¡Qué tonta es la humanidad y qué insignificantes son sus obras! Me río porque yo sé la verdad, porque solo yo conozco a dios.

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Melancólica Agonía


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