Otra vez me hallo aquí en el pantano de la más infame absurdidad, delirando con pasajes oníricos que jamás serán realidad mientras permanezca vivo. ¿Por qué ha de serme tan difícil, pues, desprenderme de todo lo que odio y vomito diariamente? Hablo de este cuerpo, de esta civilización, de este mundo, de esta vida…
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Y, cuando finalmente mi espíritu halla cesado su fatídico andar, creo que entonces la lluvia negra caerá sobre mi tumba para emancipar mi esencia del cielo y arroparme con las rosas de la posesión. Los colores se fundirán en una vorágine de locura interminable y los sonidos desprenderán de mi carne todo rastro de mi antigua y miserable humanidad. Solo entonces podré librarme al fin de cada pensamientos, sentimiento y emoción para beber el cáliz de la inmarcesible verdad.
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Podría amarte de nuevo una y otra vez, pues para ti jamás tendrá un límite mi amor y nunca mi boca se deleitará tanto como en el dulce rocío de tu tesoro encarnado. Jamás olvidaré todo lo que me has enseñado y ten por seguro que el día de mi suicidio tu recuerdo será lo último que me haya purificado.
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Aquel ser sí que estaba enfermo y su locura a veces me desconcertaba, pero tal condición incluso era más mera consecuencia de un azar infame que lo arrojó al mundo humano sin haberlo dotado de suficiente humanidad. Aquel ser que tantas veces detesté, ahora me causa infinita compasión y no puedo sino intentar amarlo; aunque en el fondo lo odie con toda mi alma. Tan solo una cosa me altera al mirarlo en el espejo: aquel ser de ojos tristes y cara decadente que tanto ha arruinado mi existencia se llama yo.
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¿Cómo podría gustarme lo que soy si sé que soy humano y siempre lo seré? Más bien, debería odiarme aún más. Sí, odiarme tanto que un día finalmente pueda matarme y, así, evaporar toda mi agonía en un inefable grito suicida.
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Manifiesto Pesimista