Toda declaración de pesimismo es, en realidad, un frustrado optimismo suicida. Aquel que simplemente se ve ultrajado una y otra vez por la vida y que, pese a todo, no puede abandonar toda esperanza es el que estará siempre más propenso a matarse que quien de antemano ya siente estar muerto en vida y respira solo por inercia. Ciertamente, no podemos culpar a nadie por adoptar determinada actitud ante la existencia, ya que no creo que exista algo correcto o incorrecto, bueno o malvado, moral o amoral. Todo se reduce a un juego siniestro donde a cada momento estamos decidiendo nuestra propia suerte y esto sin tener más que la limitada información de nuestras triviales percepciones y sórdidas creencias. Así pues, quien logra vislumbrar la danza inmarcesible de infinitas probabilidades, ese muy probablemente ya no tenga un sitio seguro en los reinos de la cordura ni tampoco en las comodidades de la ignorancia donde tantos se regocijan hasta el día de su muerte. La situación está clara: vivir felizmente engañado o matarse tristemente iluminado; dicho de otro modo, es cosa de elegir entre libertad o felicidad.
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Tal vez creer que las cosas estarán bien y aferrarnos a ello de manera tan necia es el mayor espejismo que alguna vez hemos padecido todos, aunque la vida nos purga de nuestra humana estupidez precipitando sobre nosotros un sinfín de tragedias y agonías ante las cuáles no podemos sino añorar la muerte. No es que ser optimista sea malo del todo, es que por doquier pueden encontrarse vestigios y pruebas de que tal aptitud no se ajusta para nada con el caos que rige esta anómala dimensión. El tiempo, sin embargo, se encargará siempre de darme la razón; y ni siquiera a mí, sino al hecho que tanto nos empeñamos en negar con un miedo cerval y ridículo: no somos importantes y nuestras vidas, a lo más, son un acto de benevolencia digno solo de un bufón cósmico cuyo hastío, quizá, sobrepasó al infinito mismo para haber tenido que diseñar una creación como el ser humano y todas sus perogrulladas.
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Las infinitas formas de sufrimiento que se hallan contenidas en esta deplorable existencia no son sino la prueba irrefutable de que existir es tan solo una estupidez masoquista y una necedad inenarrable. No solo nunca hallaremos plenitud, consuelo ni magnificencia en ninguna de las cosas o personas de este mundo abyecto, sino que incluso en nosotros mismos pareciera tampoco hallarse algo así… ¿Por qué? ¿Acaso nuestro interior está ya también demasiado devastado e infectado por todas las mentiras y vicios que creemos necesitar para seguir viviendo? ¿Cuál sí sería el camino hacia la liberación? ¿Alguien alguna vez ha siquiera rozado algo así? O es que, de hecho, siempre la humanidad ha estado y estará condenada a pudrirse miserablemente en este pantano de inmundicia y egoísmo donde nos sentimos tan cómodos sin percibir todo el daño que sufre nuestro espíritu con el simple hecho de vivir un día más rodeado de seres que, ciertamente, hubiésemos deseado no haber conocido jamás.
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Al final, los sentimientos y las emociones siempre nos van a dominar. No importa cuánto apelemos a la lógica o al raciocinio, pues éstos cederán en la mayoría de las situaciones donde más los necesitemos y nos dejarán desprotegidos, completamente a merced de los primeros. Somos seres dominados por nuestros impulsos, esclavos de ideologías que manipulan nuestras emociones para hacernos creer que somos importantes a cambio de renunciar a nosotros mismos. Y, mientras no entendamos que el amor propio debe en todo momento guiar nuestros pasos, acciones y reflexiones, continuaremos siendo títeres de monstruosos engranajes que convergen en la pseudorealidad a la que tanto alimentamos día con día debido a la gran cantidad de tiempo, energía y voluntad que ponemos en cosas que en nada nos benefician y cuyo único propósito es despojarnos de una divinidad que ya de por sí está demasiado socavada y que parece extinguirse como una facilidad escalofriante conforme el ser más evolucionado imagina que es.
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Nuestra parte inconsciente supera por mucho a la consciente, de ahí que en infinidad de ocasiones nuestros actos no son del todo claros ni siquiera para nosotros mismos, pues somos guiados por una entidad que habita en nuestro interior y que desconocemos por completo. No hablo de entidades sobrenaturales, claro que no; hablo de la magnífica capacidad que posee el ser humano para arruinarlo todo en el momento preciso y para entregarse de manera inconcebible a sus más bajos y perversos instintos cuando más virtudes se esperarían de él.
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Manifiesto Pesimista