Y creo que, aunque el ser viviera millones de vidas, su estupidez e intrascendencia jamás morirían; por el contrario, me atrevo a colegir que incrementarían y evolucionarían de formas que ni siquiera podemos colegir. Quizá por eso solo tenemos esta desabrida y efímera vida, porque es justo lo que merecemos para no extender nuestra repugnante y blasfema esencia hasta límites insospechados. ¿Quién sabe qué somos en realidad? ¿Quién sabe de dónde surgimos y en dónde culminaremos? ¿Quién puede dar respuesta a todas las desgracias que apabullan nuestra mente diariamente? ¿Acaso a alguien le importa todavía nuestro melancólico sufrimiento cuando el mundo es precisamente el teatro donde cada uno de nuestros actos y pensamientos se desintegran demasiado rápido? El tiempo avanza, pero nosotros no queremos ya avanzar con él. Preferimos quedarnos aquí, recostados con nuestra tristeza y cobijados por nuestra soledad. Y si entonces viniera la apacible sonata de la muerte a embriagarnos también, ¡qué afortunados seríamos!
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Simplemente ya no podía esperar ni un maldito segundo más para matarme, puesto que cualquier cosa en vida carecía ya de todo sentido y se tornaba en una miserable y patética utopía. La divina muerte era todo lo que me quedaba por conocer y saborear, pues era lo único que aún parecía tener un poco de sentido. ¿Estaba yo equivocado? ¿Había yo definitivamente entregado mis lágrimas ensangrentadas a la insensatez más aciaga? No tenía forma de saberlo, no era algo que estuviera a mi humano alcance. Mas entonces ¿qué hacer cuando ya ningún camino en la existencia nos cautiva lo suficiente como para siquiera intentar dar el primer paso? ¿Qué hacer cuando todas nuestras dudas, preguntas e inquietudes son respondidas únicamente con el más lúgubre y absoluto silencio?
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La vagina existencial de la que salimos para entrar estúpidamente a esta sórdida realidad debería más bien ser llamada la puerta a la más intrascendente miseria. Mejor sería nunca haber salido de ella y haber muerto en el vientre de la nada; ahí estaríamos mucho mejor, sin ninguna consciencia ni preocupación. Ahí, en ese sibilino pre-existir, ¡sí que podríamos sonreír sin tener que llorar por ello después! Pero no, estamos aquí y ahora; nos hallamos inmersos en este tártaro que cada vez se parece más a la congoja de un dios demasiado humanizado.
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Probablemente la humanidad sea solo un aparatoso traspié con el que se solazan entidades superiores que no se atreven a erradicarlo porque les parece demasiado divertido tan grotesco y masivo espectáculo de terrenal infamia, podredumbre y violencia. Yo mismo, si fuera una de esas indiferentes e incomprensibles entidades, tampoco querría poner fin a tan sublime y terrorífico espectáculo.
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La esencia del ser es la hipocresía más aberrante; solo así se podrían explicar las absurdas e infinitas contradicciones a las que este mundo nefando y sus podridos habitantes están sometidos en todos los sentidos. Amor y odio, bien y mal, verdad y mentira… Incluso todo esto parecen tan irreal y ridículo cuando se mira desde el espejo del alma. Millones de doctrinas y enseñanzas, pero ninguna que predique el amor a los opuestos ni la reconstrucción de la esencia humana desde las raíces. Apenas estamos despertando, ¿y para qué? ¿Tan solo para volver a dormirnos y esta vez sin ningún motivo para volver a soñar?
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Fui maldecido desde que nací con la peor de todas las maldiciones: la vida. Esta terrenal experiencia parece no encerrar nada interesante, al menos no para mí. ¿Qué encuentro aquí, en este plano mundano y miserable? Sexo, poder, dinero, vicios, pasiones y títeres que pululan incansablemente… No pertenezco aquí, no sé por qué estoy aquí. ¿Cuál es mi destino ahora y cuál será después? ¿A dónde iré a parar, a consolarme y a refugiarme si no es en los benevolentes ensueños de la muerte?
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Manifiesto Pesimista