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Manifiesto Pesimista 60

Cada vez es más estúpido e irreal todo, pero creo es normal. Parece que las cosas se pondrán peor y sinceramente lo único que anhelo ya es no abrir los ojos por la mañana. Al fin y al cabo, esta existencia siempre fue un desperdicio que no pretendo matizar con nada. Es tiempo ya de decir adiós a tantas tonterías y actuar racionalmente por primera vez en mi vida: incrustaré una bala en mi cabeza y todo habrá terminado antes de otro absurdo amanecer. Sí, todo se irá al diablo en cuestión de nada y será como si nunca hubiese experimentado este ensueño demente. ¿Qué ha sido todo esto sino precisamente eso? Una tragicomedia adornada de realidad, una ironía del caos en la cual siempre se puede apelar a la insania. Crearse a uno mismo y, en el proceso, destruir el mundo mismo; he ahí lo único a lo que deberíamos aspirar en esta espiral de mentiras y verdades eternamente integradas… Pero no, preferimos abrazar los espejismos y tragarnos las argucias como manjares infames que, no obstante, no tenemos el valor de rechazar. Nos cautivan y atrapan demasiadas cosas de la pseudorealidad, tantas que nuestra esencia se difumina terriblemente y hasta terminamos sin saber quiénes somos ya o siquiera para qué seguimos respirando.

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En vida podemos delirar tanto como queramos y sentir que somos dioses, pero eventualmente llegará la muerte y nos restregará en la cara que no fuimos sino insignificantes gusanos. Nada estuvo ni bien ni mal, sino simplemente dependiente de nuestra perspectiva dentro del caos infinito y eterno orquestado por el vector multidimensional del tiempo; mismo que, en nuestra arrogante humanidad, creemos siempre como lineal. Pero ¿cómo podría ser esto? ¿Es que acaso hemos olvidado todas las veces en que nuestro corazón se partió en fragmentos de exquisita insensatez? Los ciclos son inevitables porque no aprendemos la lección, porque no podemos ser más conscientes de cada segundo en que podemos experimentarnos, hartarnos o amarnos. Quizá las estrellas lloran cuando más brillan, porque nos transmiten la dulce agonía que reluce detrás de cada sonrisa infestada de muerte y lágrimas ocultas. El anochecer habrá de encontrarnos irremediablemente, así de triste y desolados. Nada puede hacerse al respecto sino tratar de calmarse, tratar de no mirar el revólver que espera ansiosamente por besar nuestra cien y consumir nuestro espíritu en pólvora, sangre y una inexplicable tranquilidad. ¡Ay, qué cobardes somos todavía! ¡Cuánta humanidad fluye aún por nuestras venas y nos nubla el juicio! Somos pesimistas y lo manifestamos, pero nos aterra demasiado la muerte; aunque quizá no tanto como la existencia…

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La verdad, solían gustarme más los muertos que los vivos y pasaba más tiempo en el panteón que en mi habitación, pues encontraba mucho más interesante la compañía de los primeros que la execrable esencia de los segundos. El sabor amargo de la vida y de la humanidad ya suficiente me habían trastornado durante todo este tiempo, y ahora solo quería conocer las cosas del más allá, de la muerte… En su incierta naturaleza habría yo de sentirme reconfortado hasta unificarme con ellas y abandonar mi forma carnal; ¡ojalá tal momento llegara pronto! ¡Qué insoportable se había tornado todo en esta existencia blasfema y ridícula! Todos los humanos eran la misma basura, la misma estupidez sin límites. Todos estaban tan engañados, tan impregnados de ideologías nauseabundas y de mentiras tan recalcitrantes que siquiera pensar en relacionarse mínimamente con ellos equivalía a un suicidio filosófico del peor grado. La soledad era entonces lo único que restaba para los seres como yo, cuya sempiterna melancolía siempre terminaba por aislarnos y conminarnos a nuestra propia cueva de fiel algarabía interna. ¡Oh, ellos nunca podrían entenderlo! Yo escupo sobre todos ellos, sobre el mundo y todas sus artimañas, sobre la pseudorealidad y todos sus trucos. ¡Yo escupo sobre la vida y la muerte! ¡Yo escupo sobre mí y la larga sucesión de máscaras detrás de las cuáles siempre he evitado confrontarme conmigo mismo!

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No, te equivocas del todo. ¿Quién te dijo que aún te quiero? ¿Acaso no sabes que ya lo único que quiero yo es la muerte? Sí, quizás antes te llegué a querer bastante; te quise tanto que ello me orilló a un sufrimiento sin parangón. Una lucha interna conmigo mismo en la que terminé por despedazarme y olvidar mi verdadera esencia. ¡Nada tuvo sentido entonces! Pero, aun así, algo en mí se aferraba a ti con incipiente nostalgia; era como si mi destino estuviera contenido en la mística magia de tu mirada que me trastornaba el alma. Quizá yo estaba enfermo, quizá lo esté todavía y lo estaré por siempre. ¡Cuánta agonía fluyendo por dentro, como si mis venas fuesen a estallar en cuanto tu adiós se tornase definitivo! Y entonces solo hubo una cosa que me salvó de todo aquello: saber que aquel delirante amor tampoco sería eterno y que irremediablemente fenecería. La obsesión que habías despertado en mi corazón se esfumaría como cualquier otra cosa en esta existencia pestilente… ¡Debía entonces ir a buscarte en el reino de la muerte! No quería tu yo actual, sino tu yo futuro. No quería estar a tu lado solo un tiempo, quería estar contigo por la eternidad. ¡Qué más daba si yo estaba loco o no, te amaba y te amaría hasta que mi consciencia se diluyera en la nada!

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Por cierto, nuestro mayor aliado en nuestra irremediable guerra con nosotros mismos no podría ser otro sino el suicidio. Sabemos que contamos con él siempre que estemos a punto de perder el control y lo haremos no por cobardía, sino por sensatez. Será un suicidio reflexivo y no impulsivo, un suicidio de esos que liberan el alma y la purifican de las apestosas garras de la vida. No puedo decir cuánto añoro llevar a cabo este increíble y majestuoso acto, la magia delirante que invade mi mente al imaginarme diciendo adiós a todo lo que detesto y en todo lo que escupo placenteramente. El mundo es una estupidez, la humanidad una burla y el tiempo una tragicomedia; ¿qué papel podríamos nosotros jugar en él sino el de repugnantes bufones que, a su vez, padecen como nadie más la miseria más latente y auténtica en su interior? La pesadumbre del flujo parece torturarme en demasía, parece hacer añicos mi voluntad por avanzar y conquistar el firmamento sangriento. Ya no quiero que nadie venga a molestarme, que nadie opaque mi luz con sus sombras, que nadie interrumpa mi descenso a las fulgurantes cuevas de la muerte y la locura. ¡Ahora sí este es el fin, ahora sí abandono mi cuerpo putrefacto entre leves convulsiones y quejidos anómalos que me fascinan! Mi sangre escurre y baña las estrellas, el silencio se apodera de mi razón y mi corazón es absorbido por aquel misterio inmaculado que todavía nadie ha discernido.

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Realmente estaré decepcionado si la muerte es tan aburrida como la vida, pues cuento con ella como si se tratara de unas vacaciones permanentes en un misterioso más allá donde algo debiera tener sentido, o al menos más que aquí. Quizá termine también detestándola, quién sabe… En la incertidumbre que encierra se pueden hallar también indicios de bondad o de maldad según la perspectiva desde la cual se enfoque el telescopio del alma. Pero esto, ciertamente, acontece con todo y no solo con la muerte. Creo que con la vida acontece incluso mucho más, ya que a la vuelta de la esquina nos pueden aguardar nuevos horrores y alegrías; tan perfectamente entremezclados que incluso nos llevaría a la locura intentar separar los unos de los otros. Probablemente así es esta existencia: una eterna contradicción en la cual, a veces, podemos sentirnos más que suspendidos maravillosamente. Luego, al instante y sin previo aviso, somos arrastrados por un viento aciago y oscuro que nos viene a depositar en las más funestas cloacas de nuestra desesperada imaginación. Solo algo es seguro: aquí uno o se aburre o sufre; o mata simbólicamente el tiempo o espera a que este lo fulmine como un rayo cargado de irónica melancolía.

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Manifiesto Pesimista


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