Cavilaba acerca del absurdo de la existencia y de pronto sentí deseos de matar a mi familia, a mi amada, a mis padres, a mis hijos, a mis amigos y a quien fuera. También quise ser adúltero, infiel, incestuoso, necrófilo, sadomasoquista, sodomita, blasfemo y demás monstruosidades condenadas actualmente en la sociedad. Quería que mis manos se convirtieran por unos momentos en las de aquel divino asesino que tanto me cautivaba en sueños y cuya sublime silueta siempre quise imitar en la realidad.
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Entonces supe, con cierto desconcierto y experimentando infinita lástima hacia mí mismo, que solo había querido ser yo en aquellos psicóticos instantes; que solo había deseado entregarme plenamente a mi corrompida naturaleza mediante el exterminio de los patéticos seres que me rodeaban. No tuve, así pues, otra opción: tenía que matarlos para desprenderme de mi execrable y humana esencia.
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Matar es en realidad el instinto por defecto que los seres humanos poseen, inclusive por encima del vivir y el fornicar. Matar le da sentido a la vida de los humanos, pues satisface mejor que cualquier otra cosa la búsqueda de una inexistente verdad en esta mentira adornada como beldad. Tan solo analicemos la historia y obtendremos la respuesta: el homicidio ha sido siempre la obsesión del ser.
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El adulterio es algo incluso deseable para convertirse en un ser completo, así como el resto de las conductas tachadas como indeseadas debido a la hipocresía y la caterva de falacias que reinan en la civilización moderna. Es tan indispensable como matar y embriagarse, pues ayuda a descongestionar esa gigantesca sombra que encerramos en nuestro interior, permitiéndonos mostrar, aunque sea por poco tiempo, qué somos en realidad.
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La mujer que se mantiene recatada y virginal le está haciendo un mal a la especie y se lo hace a sí misma, pues toda criatura en este mundo ha nacido solo para fornicar; o, al menos, ese es el único sentido del que podemos tener más pruebas y el más cercano a nuestra humana percepción de la verdad.
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Obsesión Homicida