La pseudorealidad en realidad es incluso más inherente a nosotros que nuestra propia humanidad, es el vaho que impregna nuestros corazones y la razón por la cual continuamos, justo ahora, respirando, pese a saber de antemano que solo el suicidio podría traernos un mínimo rayo de paz.
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Todo cuanto soy me parece una verdadera náusea. Jamás creí que llegaría el día en que ya no me soportaría ni por un segundo más. Y, aun así, aún tengo miedo de colocar la navaja en mi cuello, de extirparme desde la raíz este malestar interno. Ya no quiero que el espejo se burle más de mí cuando planto mi marchitada alma en los recovecos de sus insanas fauces, ya no deseo despertar y trastornarme por seguir siendo lo que más detesto: yo mismo.
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Me enamoré de ti como un estúpido, pero como uno que adoraba esa estupidez y hallaba en ella un temporal remedio para esta putrefacta herida en mi alma, misma que solo tu calidez y tu aroma podían sanar en los mínimos instantes en que me condecías lo más hermoso: tus ojos sobre mi repugnante humanidad posar.
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Ahora entiendo por qué el amor es también solo otra herramienta más de la pseudorealidad. Justamente lo supe hoy cuando a otro te vi, con lujuria extrema y en la sombra del cariño, tu espíritu obsequiar.
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Si te beso, entonces podría entrar en un dilema eterno del cual solo conseguiría escapar loco, enamorado o muerto, o todo a la vez.
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La miseria existencial no acabará nunca mientras permanezcamos en este plano humano. Todo lo que resta por hacer es saborear lentamente este vomitivo tormento hasta que las dulces y exquisitas lágrimas del suicidio nos liberen en el apocalipsis de las almas trastornadas.
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Libro: El Halo de la Desesperación