Llovía, pero ya no era tan malo; no hoy que había decidido poner fin a este sacrilegio existencial. Normalmente, los días lluviosos me deprimían aún más que la vida, pero hoy ya no. Incrustaré lentamente la navaja en mis venas y la sangre brotará, esparciéndose por las tuberías de la ciudad con ese sabor tan característico. Entonces todos allá fuera sabrán que alguien murió esta tarde lluviosa en plena agonía. Sí, todos sabrán que alguien se suicidó esta noche luctuosa, víctima de la infinita desesperación que causa este mundo absurdo y repugnante.
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No creo poder seguir ni un día más así, pues en verdad necesito hallar un mínimo resquicio de equilibrio en mi agobiado ser, pero sé que es imposible mientras siga con vida. Esta tragicómica realidad es, ciertamente, algo que haría a cualquier ser sensato enloquecer; y especialmente a mí me ha hecho vomitar ya tantas veces que no quiero recordar más lo que he sido, ni mucho menos imaginar lo que podría llegar a hacer en aquellas disociaciones maniáticas cuando no era yo quien ocupaba mi cuerpo y cuando me sentía tan lejos de mi depravada mente.
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Y mi suicidio fue aún más deprimente puesto que no sentí nada, tal vez porque ya estaba muerto por dentro desde hace tanto.
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Todo lo que explotaba de manera incognoscible en mi interior era exactamente lo que conjugaba mi melancólica y devastada esencia en el exterior: aquellos delirios oníricos en los cuales ya no podía diferenciar la realidad de los sueños. Entonces supe que lo que creía que era real no era sino una patética ilusión de mi humana consciencia para mantenerme preso en esta cárcel existencial donde mi único destino era el eterno sufrimiento de mi alma.
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Supongo que no era tan malo si lo veía de ese modo: un día más vivo, pero, al menos, un día menos en este mundo absurdo y cruel. Un día menos de tener que soportar a todas esas estúpidas y ridículas personas cuya simple existencia me resultaba algo de lo más miserable, patético e inútil. Pero, sobre todo, un día menos de tener que lidiar conmigo, pues me odiaba más que a todos y tan solo suplicaba por el exterminio de mi vomitivo ser.
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Y era precisamente en esas raras ocasiones donde podía asomarme un poco hacia la supuesta felicidad humana cuando verdaderamente me daba cuenta de lo hundido que me hallaba. Y cada vez me hundía más, pues cada vez me costaba más trabajo siquiera rozar la superficie. Era como si una fuerza desconocida se aferrase a mí e intentase, a toda costa, mantenerme ahí abajo. Y un día, cuando apenas vislumbré un poco más, decidí al fin mirar a la cara a la extraña entidad que tanto me consumía desde hace años: su nombre era depresión.
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Romántico Trastorno