Cada vez que creemos ser felices por disfrutar de alguno de los banales y efímeros placeres de este funesto sistema, en realidad solo estamos reafirmando nuestra intrínseca miseria y cuánto amamos ser esclavos de la pseudorealidad. Y es así porque toda felicidad a la que podamos aspirar mientras estemos vivos estará irremediablemente condenada al absurdo y a la estupidez, de ahí que únicamente la búsqueda incesante de la verdad interna y la muerte puedan procurarnos una felicidad auténtica y sempiterna. ¿Cómo podría algo del exterior complacernos? E incluso la idea de que algo externo haga surgir algo que nos deleite y embriague espiritualmente no me complace del todo, aunque quizá en eso yace uno de los mejores paradigmas humanos que intentan explicar la sincronicidad de la realidad y nuestro propio ego.
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Pasamos de un autoengaño a otro, como si se tratase de los juegos mecánicos de una feria de muerte fulgurante. En cada uno nos divertimos y lo gozamos como si jamás fuésemos a volver a subirnos a él, coqueteamos con el tiempo y nos embriagamos con sonrisas efímeras. Luego, nos hastiamos en determinado punto y la reflexión nos hace sentirnos completamente miserables. Al menos eso a los espíritus reflexivos, pues a los otros, a los del rebaño, les fascina esta infantil travesía y hasta podrían subirse al mismo juego toda la vida; dar vueltas y vueltas sin jamás experimentar náusea alguna. ¡Los pobres diablos ni siquiera conciben las infames patrañas que originan sus nauseabundas y torpes risas! Y entre toda esta muchedumbre de curiosos títeres, siempre hay uno que anhela abrir su corazón y despegar sus alas hasta que la noche lo envuelva con las caricias del suicidio o el homicidio. Cualquier víctima es perfecta entre las luces, los sonidos, los colores, los dulces, las mentiras y hasta uno mismo se siente un poco cautivado con este escenario de singular y anómala contradicción.
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En la más insana desesperación y solo en ella es donde podemos saborear un poco nuestra sombría y verdadera esencia, pues es gracias a ella que repentinamente visualizamos por efímero tiempo los verdaderos colores y sonidos de nuestra alma; esos que siempre han sido opacados y silenciados por todo tipo de doctrinas, teorías y prejuicios que el exterior tan perfectamente nos ha inculcado para que olvidemos nuestra libertad y sabiduría interna. A algunos les aterra esto, a otros les fascina; empero, indudablemente a todos nos recrimina desde dentro un grito desgarrador e imposible de silenciar que sufre y se retuerce a causa de nuestra tonta humanidad.
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Entonces comprendí que el suicidio era lo único que me quedaba, acaso siempre fue así. Es decir, que debía de una vez por todas desprenderme de todo aquello que tan absurdamente me ataba a esta pestilente y absurda realidad. Todo deseo o anhelo mundano debía ser disuelto en la nada para luego disolver mi esencia más profunda también. ¿Qué era yo, al fin al cabo? ¿Quién era yo sino un esclavo más de todo lo que odiaba en mi corazón? ¿Qué había sido mi vomitiva y patética existencia hasta ahora sino un vil homenaje al fracaso? ¿Y qué sería del resto de ella si no conseguía dilucidar a tiempo los enigmas de mi muerte? ¿No era mi destino incierto todavía y no lo sería hasta que las estrellas en el firmamento se apagaran eternamente? Quizá dentro de cada persona yacía algo misterioso, algo que ni él mismo podía comprender del todo, pero que, de algún modo, siempre estaba ahí esperando a ser descubierto, escuchado y experimentado de maneras casi infinitas… A veces dolor, miseria y melancolía; a veces alegría, plenitud y tranquilidad. Pero ambas facetas, bien y mal, mezcladas de tal forma que separarlas simbolizaría la muerte del espíritu. Y quizá, he llegado a creer, lo que yace en el centro de ambos mundos es dios.
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¿Acaso moriría yo siendo un idiota más? Sí, era lo más probable. Cada vez me sentía más y más hundido en el abismo del que quizá jamás podría salir. Pero lo que sin duda me aterraba más que cualquier otra cosa era la delirante idea de morir siendo todavía tan jodidamente humano. Mas nada podía hacerse al respecto, nada podía ser cambiado cuando no existían motivos para otra cosa. Me seguiría acostando con mujerzuelas, embriagándome en tabernas, malgastando dinero en juegos y apuestas, vagando sin rumbo por las deprimentes calles de esta lúgubre ciudad… No tenía caso engañarse, yo era un alma perdida y así lo sería hasta la muerte. Y, pese a todo, esta crápula, decadencia y locura tampoco significaban nada. Lo humano y lo divino me parecían el mismo cuento: solo máscaras para evadir magistralmente la triste y horrible realidad, para olvidarse por unos instantes de lo solos y rotos que estábamos y, en última instancia, para posponer nuestro indispensable desvanecimiento mediante el encanto suicida.
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Sempiterna Desilusión