Todos mis lamentos no sirvieron de nada, pero la verdadera tragedia estaba apenas a punto de comenzar: mi vida era un barco descompuesto y no había manera de arreglarlo; el agua era demasiado ligera para ahogar, pero demasiado insistente para no mojarse. Los delirios de mi mente atolondrada eran las sugestiones en las cuales depositaba todavía algo de esa esperanza tan irrisoria y críptica. Los fundamentos que otrora sostuvieran mi cordura ya no sostenía más mis concepciones y lo humano que yo era todavía me producía un desasosiego incuantificable; por ello, había decidido perderme y luego matarme… ¡Sí, matarme como el ruin gusano que yo era! Nunca llegaría a ser una hermosa mariposa que vuela libremente y que resplandece con incomparable fulgor. No, yo estaba condenado a una vida absurda y miserable; una vida en donde reinarían la tristeza, el sinsentido y el vacío. Llorar no servía de mucho, sino que me parecía hasta indecente en mi actual estado. Hacer brotar la sangre de mis venas sería lo más adecuado, lo que mi espíritu añoraba y requería para abandonar este funesto pandemónium y sonreír fantásticamente ante tal acontecimiento.
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En todo caso, somos inocentes de todo lo que hagamos o pase con nosotros aquí. ¿Por qué? ¡Porque nunca pedimos nacer ni experimentar toda esta caterva de asquerosas y absurdas contradicciones! Al menos es lo que pienso y siento en mi limitada percepción, porque solo eso es lo que tengo para seguir adelante. ¡Y cómo detesto seguir! Lo que quisiera más bien es esfumarme por completo, extirparme de esta vomitiva pesadilla de la que me harto sin parar. ¡Todos deben morir! Debemos recrear el paraíso perdido, aunque ello implique la purificación más violenta y cruel. La existencia en sí misma es ya un acto de vil crueldad, totalmente indiferente a nuestros designios o caprichos. Nos aplasta, nos somete, nos tortura y, a veces, nos consuela en una paradójica sucesión de dulzura y sufrimiento perfectamente entrelazados. ¡Ay, no podemos percibir claramente el entramado de agonía y desesperación en el que nos perdemos infinitamente en cuanto aceptamos seguir existiendo! Y quizá yo esté equivocado, puede que al final las cosas hasta estén, de alguna extraña manera, bien. Y nuestra única lamentación será haber vivido siempre sin haberlo deseado y sin haberlo sentido.
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¡Qué hermosas eran esas tardes donde hablaba conmigo mismo sin parar! Donde reía, soñaba y discutía solo conmigo y con nadie más, donde ningún otro repugnante y estúpido ser humano me fastidiaba con sus pláticas y su mediocre compañía. ¡Qué lindo era estar a solas conmigo tanto tiempo y fantasear con que algún día, acaso muy pronto, la soledad me presentaría a su toda bien amada compañera la muerte! Luego, pasado algún tiempo, cometí la gran tontería de ir con los humanos, de involucrarme en sus ridículos pasatiempos y triviales actividades. ¡Qué gran error! Terminé en un estado mental mucho peor, casi al borde de un colapso mental y espiritual del cual no ha habido hasta ahora precedente. ¿De qué servía hacer todo lo que ellos hacían? Eran meros títeres y nada más, monos parlantes carentes de sublimidad y talento. Eran marionetas perfectas de la siniestra pseudorealidad que se alimentaba de sus putrefactos interiores y que, al mismo tiempo, se encargaba de alimentarlos con más podredumbre; así se completaba el ciclo infernal y perfecto para el adoctrinamiento masivo y la perdición absoluta. ¡Oh, todo lo humano me producía solo náuseas! Si estuviera en mis manos, indudablemente aniquilaría a esta raza inferior y abyecta en un abrir y cerrar de ojos.
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Solo no quería seguir relacionándome con las personas; ese era mi crimen. Odiaba este mundo y pasar todo el día encerrado en mi habitación, a veces sin siquiera escribir una sola línea, se sentía como un oasis en un infernal desierto. En esta cloaca de amargura me pudría yo catastróficamente, sentía como mis fuerzas se esfumaban y la navaja me llamaba cada vez más la atención… Su peculiar resplandor parecía conquistarlo todo sin dejar lugar a ninguna duda, sin que ninguna travesura del azar pudiera devolverme el anhelo de vida. Así es como debía ser, aunque mejor sería jamás haber sido humano ni haber venido a este mundo nauseabundo. El absurdo era lo único que saboreaba con contradictorio placer desde hace tanto, desde que todas mis ilusiones se desfragmentaron en el atemporal vacío interno de donde resultaba imposible recuperarlas. ¡Ay, todo estaba perdido! Era momento de silenciar cada desvarío, de diluir cada espejismo y de verter mi sangre putrefacta en aquella copa dorada que serviría como elíxir para la deidad hermafrodita en la cual convergen y divergen todos los destinos posibles.
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Cada vez que pienso en la posibilidad de volver a vivir me entra un miedo tal que tengo que pedirle al psiquiatra algo más fuerte, una dosis cada vez más elevada. A veces funciona y a veces no; y cuando pasa esto último solo puedo acertar a pedirle a cualquier dios que exista que me coloque en la lista de aquellos individuos cuya mente y alma se desintegrarán en la nada eternamente. Supongo que no seré escuchado, pero al menos tengo la esperanza de ser anotado en la lista de espera prolongada si es que existen más vidas a futuro. Ojalá que no, sería tan lamentable que algo como el ser persista dada su incipiente inutilidad y aberrante esencia; lo humano debe fenecer para que lo sublime pueda originarse de aquellas lóbregas catacumbas. Quizá de lo más terrible, horrible e inferior si puede surgir lo increíble, lo hermoso y mucho más elevado; aunque solo si la muerte funge como la divina metamorfosis entre el eslabón de caótico y siniestro remordimiento en el cual solemos a menudo perdernos durante eones y resucitar cuando menos debemos.
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Sempiterna Desilusión