Todas las personas siempre buscarán, de un modo u otro, influenciarnos tontamente; o, peor aún, contaminarnos con su pestilente esencia y mundanas perspectivas. Y esto es así dado que, lamentable, casi todas las personas de este miserable mundo son estúpidas y patéticas. De esto se puede deducir el inconmensurable y sagrado valor que tiene la soledad cuando nos embriagamos de su exótico silencio y nos rehacemos en su sepulcral melancolía. Creo que, de existir un posible camino para el autoconocimiento más profundo y lo más próximo a la verdad, sería pasar al menos unos 10 o 20 años en absoluto aislamiento. No importa si es en el desierto o en una cueva en las montañas, lo esencial es arrancar poco a poco todo lo que otros monos adoctrinados nos han inculcado desde nuestro funesto nacimiento y que hemos creído como la verdad absoluta hasta ahora. Pero aquel que quiera ir más allá de las fronteras de la razón, más allá de todo conocimiento mundano y teoría terrenal, deberá primeramente purificarse y aislarse de todo y todos. Solo así podrá hallar su propio camino, podrá vislumbrar las infinitas posibilidades con total plenitud y sabrá, sin lugar a duda, cuál es aquella que deberá seguir hasta la muerte; es decir, se unificará con su destino impertérrito. Enfocarse en las cosas, personas y situaciones de este mundo material e ilusorio; para mí ese es el gran y tremendo error que los humanos no pueden dejar de cometer una y otra vez desde el origen de su absurda y repugnante concepción.
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Casi siempre somos tachados de malas personas o de egoístas simplemente porque no cedemos a la manipulación o el chantaje de aquellos que nos acusan así tan ridículamente. Y es que así es la humanidad: una raza de tontos incapaz de amarse a sí misma, que busca a toda costa controlar a otros en un absurdo afán por sentirse valiosa o importante. Buscamos siempre en lo externo la respuesta, porque jamás se nos ocurre mirar dentro e intentar hallar ahí algo que pueda hacernos volar y soñar con nuestra esencia libre e inmaculada en las montañas donde el fénix renace eternamente tras siglos de devastación y ruindad. También es interesante analizar la tremenda facilidad con la que renunciamos siempre a nuestra persona, tiempo y perspectivas a cambio de abrazar los múltiples autoengaños y mentiras que resultan frecuentemente más cómodas y que mejor nos envuelven en lo más banal y aciago. Repito, así es la humanidad; así que esto, más que sorprendernos, debería tranquilizarnos. Buscamos que otros nos amen, nos brinden su cariño y atención; puesto que, de antemano, hemos renunciado a la idea de amarnos a nosotros mismos y de ser autosuficientes. La gran trampa del sistema es esa precisamente: volvernos dependientes de todo lo externo y hacer que olvidemos, a veces definitivamente, que en nosotros se hallan ya todas las respuestas para la salvación o la perdición.
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Al fin y al cabo, las personas a nuestro alrededor (esos monos parlantes que lamentablemente existen en la misma realidad que nosotros) tal vez sí tengan una función: la de ilustrarnos de manera continua y perfecta todo aquello que no debemos ser y que debemos exterminar en nosotros mismos. Son los atroces y repugnantes espejos en los cuales se refleja toda la ignominia y miseria que puede esparcir un simple mortal en su anómala divagación por este infernal y cruento sinsentido existencial. Y, cuando en extrañas ocasiones los contemplo más allá de unos cuántos minutos, no puedo sino sentir náuseas ante todo lo que ellos son. Entonces huyo a las lejanías de mi hermosa y lúgubre soledad, a refugiarme de todo el malestar y la putrefacción que la humanidad propaga sin detenerse un solo instante. Pese a todo, no espero que ellos puedan entender lo que aquí escribo; ¡sé que no podrían! Sus mentes están todavía demasiado subdesarrolladas, acaso atrapadas en la prehistoria o sumergidas en la más funesta podredumbre. Por suerte, esta especie tan tragicómica, este experimento fallido de un dios que se mató hace tanto, solamente existe por un periodo sumamente efímero y estúpido. En menos de un parpadeo de lo eterno, todo este sufrimiento inicuo habrá sido silenciado por el réquiem del vacío y será arrojado a las catacumbas del olvido sempiterno. Nosotros, los poetas-filósofos del caos, añoramos y oramos que eso acontezca a la brevedad posible; porque realmente no podemos soportar ni una milésima de segundo más respirando el contaminado y siniestro aire de este plano aberrante.
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Tu vida, así como la mía y la de todos, es solo un completo desperdicio. No existe ninguna razón para seguir soportando todo esto, mucho menos para sonreír ante los efímeros simulacros de felicidad que ocasionalmente se nos presentan solo para después experimentar un sufrimiento aún mayor. Mejor que todo termine ya, que se detengan nuestros corazones o que se abran nuestras muñecas. El sufrimiento jamás se irá y la libertad es solo una ilusión, como tantas otras que han encantado tan terriblemente nuestra miserable mente. Pero sabemos perfectamente de los artificios de la pseudorealidad y nos rebelamos ante ellos mediante la autodestrucción espiritual. Solo cuando hayamos comprendido lo que significa el absurdo y la nada es que tendremos el valor para renunciar definitivamente a la vida y sus espectrales embustes. Mientras tanto, proseguiremos existiendo sin saber para qué y contaminándonos de la humanidad que se filtra por cualquier rincón de nuestro agobiado ser. El tormento no cesará, sino que inclusive se tornará en algo peor cada día que decidamos no matarnos; tal es el único posible destino al que aspiran títeres irremediables como nosotros, quienes en su fatal decadencia pretenden rozar lo divino. ¡La ironía se halla en nuestra esencia efímera, insignificante y vil! ¿Cómo podríamos entonces, a partir de esto, alcanzar un estado de magnificente supremacía que no nos permita volver a abrazar los ominosos espejismos de la pseudorealidad? Religiones, doctrinas, cultos, sectas, teorías, filosofías, ciencias, ideologías, política, ejércitos, economías, corporaciones, organizaciones, leyes, dinero, sexo y poder… Todo eso y más en la misma canasta de estupidez terrenal, pues simboliza las infinitas mentiras detrás de las cuales el mono se parapeta y cree, en la cúspide de su atroz y pestilente ignorancia, haber descubierto la verdad.
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Tú eras todo para mí, nunca dudé de eso ni un instante. No sé si yo era todo para ti, jamás tuve certeza alguna de ello. Pero creo haberte amado tanto como me lo permitió mi triste y roto corazón, tanto que mis lágrimas y mi dolor no pudieran sostenerme por más tiempo. Sé que nunca nada fue suficiente para ti, pero hice mi mejor esfuerzo y espero no quedarme con remordimientos. Ahora debo quitarme la vida, no tengo opción y realmente no tengo deseos de seguir aquí. Espero puedas perdonarme algún día por todo el daño que te hice y, si es que existe algo más después de esta vida (espero que no), al menos quisiera poder volver a contemplarte desde la lejanía y sonreír tontamente como sonreí el día que considero fue el más feliz de toda mi existencia: el día que te conocí. Jamás olvidaré tu rostro, totalmente incompatible con la sordidez de la naturaleza humana e infestado de un extraño misticismo en el cual mi espíritu siempre se perdía irremediablemente. Amaba, en particular, los pliegues que se formaban alrededor de tus ojos acendrados; pues te conferían una extraña sabiduría, como si al mirarte fijamente estuviese mirando a un ser supremo, divino y más allá de todo posible bien o mal. Y cuando te besaba, ¡esos labios de inmarcesible sabor y mágico encanto!, me hechizaban hasta la demencia; me hacían sentir que estaba acariciando algo que no podía compararse con nada de este mundo infame, con algo parecido a la fuerza de mi sombrío destino. Yo te amaba, mi eterno e imposible amor; y te amaré hasta que el suicidio me haya extirpado por completo de este delirante y terrible pesadilla.
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Sempiterna Desilusión