¿Qué es el amor propio sino el controvertido susurro del alma en su forma más pura pidiéndonos que le permitamos de una buena vez abandonar este nauseabundo traje de carne y huesos que no es sino una tortuosa prisión dentro de otra más grande llamada realidad? O, mejor dicho, pseudorealidad: esa avasallante ilusión dentro de la cual somos absorbidos diariamente y descuartizados son nuestros pensamientos más intrínsecos. Más allá de lo superficial, es lo intangible lo que se adormece con mayor vigor. ¡Ay, para despertar de tal vigor será necesario quizás hasta matarse unas mil veces seguidas!
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La onírica puerta que conduce a la última verdad del ser es la muerte; la llave, desde luego, es el suicidio sublime. Quien no lo entienda así, jamás podrá cruzar y será un eterno prisionero de la pseudorealidad es todas sus vertientes: cuerpo, mente y alma. La esclavitud ronda por doquier, casi que se abalanza sobre nosotros y nos impide siquiera concebirnos como seres libres e independientes de esta sórdida miseria. ¿Hasta qué fatal día esto cambiará? ¿Seremos sus prisioneros irremediables por la eternidad? ¿O acaso nos dignaremos, por piedad, a soñar efímeramente con nuestra divina emancipación? De ser así, entonces el puente volverá a armarse y los pétalos de la bondad consciente nos envolverán hasta haber alcanzado la oscuridad que no puede morir y la luz que no quiere ya vivir.
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Ser uno mismo, mientras se está con vida, es algo prácticamente imposible. En especial si consideramos que, entre más vivimos, más nos alejamos de nuestra verdadera esencia. ¿Qué se lleva entonces la muerte de nosotros? ¿Se lleva algo incluso? ¿Recoge algo más que un despojo nauseabundo de carne putrefacta y mentiras punzantes? ¿Podríamos decir que fuimos, a lo largo de nuestra trivial existencia, algo más que eso?
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En verdad no podía comprender que se me atribuyera locura por parte de un conjunto de seres que, para mí, eran ellos quienes estaban completamente locos. Hablo de esas personas que se dicen sanas tan solo por querer vivir y pensar que todo tiene un sentido, ¿puede concebirse mayor grado de estúpida locura que esto? ¿Qué tanto debemos despreciarnos como para no atisbar el siniestro engranaje detrás del cual se difuminan lentamente nuestros espíritus?
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Buscamos desesperadamente rodearnos de personas que, en la mayoría de las casos, no nos importan en absoluto; mas lo hacemos tan solo para evadir la soledad y, así, no tener que estar con nosotros mismos. Nada nos incomoda más que esto último, porque simboliza un infierno peor que el de cualquier fantástica concepción.
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La Agonía de Ser