No existe mayor condena que hallarse atrapado en un mundo que detestas rodeado por seres que aborreces en una realidad que odias. Y, lo peor, en un cuerpo que te asquea aún más que todo lo anterior. El infinito malestar que esto produce puede acaso solo equipararse al peor de los castigos divinos o al más incierto estado de abrumador desasosiego existencial. Lo único que pido es escindirme de la realidad a través de las atemporales vorágines donde musitan cánticos anómalos aquellos quienes pretendieron no ignorar el sublime réquiem del vacío que ya no podemos percibir sin que nuestro corazón quiera detenerse y colapsar de inmediato.
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En última instancia, el “yo” termina siendo, como todo, un producto social influenciado y adoctrinado por lo que más convenga a intereses exteriores. De ahí que, sin importar cuán especiales o únicos creamos ser, siempre seremos tan solo marionetas de nuestro propio ego. Somos funestas caricaturas que algún siniestro artista ha osado zaherir con cada tragicómico giro del destino y con cada manecilla perdida en la irrelevancia de lo cotidiano. ¿Por qué nos aferramos a la idea de que esta triste experiencia humana valdrá la pena? ¿Qué nos hace seguir adelante, siempre cobijándonos con una mentira tras otra? ¿Qué nos hace pensar que el suicidio, ciertamente, no podría ser la mejor y ya la única posibilidad para seres tan destrozados y solitarios como nosotros?
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Y, cuanto más crecía mi odio hacia las personas, más crecía mi odio hacía mí mismo también. Era así porque, en el fondo, aunque lo negase una y otra vez, probablemente yo era igual que ellos: un ser acondicionado, irrelevante, patético y, sobre todo, demasiado humano. Tan solo buscaba acabar conmigo y con mi imperante agonía, fundirme con el color de la nada y destruir cada memoria que todavía me atara a este mundo enfermo y nauseabundo. Las horas previas al gran suceso, así pues, fueron como gotas de sangre que se filtraron en mi alma para despegar con ironía los últimos deseos de mi carnal imaginación.
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No podía evitar experimentar una intensa y profunda melancolía que me carcomía las entrañas al pensar en la muerte, especialmente en la muerte de nuestro amor. Cada momento se tornará insignificante y digno del olvido, nada quedará para consolarnos. Será lo mejor, pero a la vez me aterra tanto. Me desquicia imaginar que, cuando eso pase, jamás volveré a perderme en el bello resplandor de tu mirada ni a embriagarme con el dulce sabor de tu boca. Jamás volveremos a vernos y será como si nunca nos hubiésemos conocido, como si nada de esto jamás hubiera pasado; será como si el tiempo que compartimos nada haya significado y como si aquel nuestro primer beso hubiera muerto antes de haber nacido.
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Todo está destinado a desfragmentarse poco a poco y, eventualmente, a morir. Siendo así, ¿qué más da, pues, que muera nuestro amor hoy, mañana o algún día? La vida se encargó de hacernos coincidir efímeramente, pero la muerte se encargará de separarnos para siempre. No se puede ni se debe hacer nada para evitarlo; solo resta dejarse llevar por el viento del destino y aterrizar en un lugar donde tú y yo ya jamás volveremos a sonreír ni recostarnos bajo el mismo cielo.
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El Color de la Nada