Todos usamos una máscara, a veces muchas. No hay quien no lo haga y quien no tenga necesidad de ello. Y es así porque ni siquiera sabemos quiénes somos en realidad más allá de lo que el exterior ha dictaminado. Siento infinita lástima por esos pobres idiotas que se proclaman auténticos y/o únicos, pues indudablemente son los más adoctrinados. Pero así es el teatro de la absurda existencia humana: un lugar donde uno debe siempre elegir la mejor máscara en función del contexto y de los estúpidos seres que nos rodean. Incluso cuando estamos a solas, creo que ni siquiera en tales instantes nos desprendemos de todas las máscaras que nos hemos creado; ¡y quién sabe si algún día bajo alguna circunstancia podamos hacerlo! Y, si lo hacemos, ¿qué quedaría entonces? ¿Quiénes seríamos? No es la mentira, irónicamente, ¿nuestra única y más profunda verdad?
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El sistema está tan bien pensado que, incluso si tuviéramos todo lo que siempre hemos deseado, terminaríamos irremediablemente deseando algo nuevo. También, esto se debe en gran medida al egoísmo innato en el ser y a su ridícula obsesión por poseer más de lo que su humana naturaleza podría requerir. Tal conducta no es sino el mejor símbolo de aquello que jamás debió haber sido: este mundo y los monos que lo habitamos sin sentido alguno. ¡Que nos manden a todos al infierno de una vez! ¿Para qué perder más tiempo? ¿Para qué fingir que algo bueno resultará de esta tragicomedia aciaga y ridícula? No tiene caso que algo así prosiga su anómalo rumbo; mejor resulta cortarlo de tajo y arrojarlo muy lejos de donde nada ni nadie pueda volver a sacarlo.
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Cualquier año, mes, semana, día, hora, minuto o segundo era ideal para matarse desde que se había tomado plena consciencia del sinsentido existencial que simbolizaba esta carnal experiencia humana y de la gran estupidez que siempre imperaría en las adoctrinadas mentes de las masas. Esta realidad, si es que se le podía considerar tal, no era sino una sacrílega parodia protagonizada por abyectos monos parlantes cuyos vicios, impulsos y obsesiones siempre terminaban por asquear y hastiar en mayor o menor medida. Sería mejor que todo esto fuera eliminado sin dilación, pues cada vez las cosas se tornan más repugnantes y deprimentes. Y cada vez me siento más y más atraído por las cosas del más allá, por todo aquello que no tenga que ver con la vida y lo humano.
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No sé si deberíamos sentirnos agradecidos con la vida que hemos llevado hasta el momento, puesto que, muy probablemente, las peores cosas aún están por venir… Esto, empero, no podemos comprenderlo en nuestro actual estado evolutivo; somos todavía demasiado ingenuos y torpes como para percatarnos del error que simboliza la vida misma y cada uno de sus lóbregos artificios. La pseudorealidad está siempre ahí, respirándonos en la nuca y avasallándonos con incipiente fortaleza; ante ella no podemos sino refugiarnos en el amor propio con la vana esperanza de morir muy pronto. ¡Ay, ojalá tuviéramos una soga o un revólver cerca de nosotros ahora mismo! Así actuaríamos y no solo escribiríamos versos melancólicos para desahogarnos de nuestra aberrante tristeza interna. Tal es el sórdido modo en que yo veo las cosas: la muerte es mi único consuelo y no quiero ya nada más que probar sus exquisitos labios y bailar con ella hasta el amanecer… Hasta olvidar que, por desgracia, aún existo en este mundo horriblemente absurdo y mundano.
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El llamado del vacío ensangrentado hacía eco en mi compungido interior y me costaba tanto seguir ignorándolo… Por muchos años hice caso omiso a sus excelsas súplicas, pero hoy en verdad sé que solo él posee ese atisbo de la gran verdad. Siempre lo supe, ciertamente, pero me había cegado a tal punto de creer que valía la pena seguir existiendo… Erradicarse para siempre de todo lo que es y será es la mejor manera de hacerse el amor a uno mismo; y eso es precisamente lo que aquel sublime y profundo llamado me pedía con tanta premura: arrojarme a la nada de una vez por todas para poder ser y sentirme libre por primera vez en toda mi miserable y humana existencia. Debía disolver toda creencia, pensamiento y emoción en aquella vorágine inmanente de locura y divinidad; debía fundirme con las infinitas partículas de luz y oscuridad que siempre iban y venían sin parar dentro de aquel manantial efervescente y multicolor. Mi alma tenía tanta sed y quería beber de él por la eternidad; quería no retornar a esta dimensión malsana jamás. Quería quedarme allá por siempre, lejos de todo sufrimiento, angustia o infernal desesperación. ¿Por qué había sido enviado aquí? ¿Para qué esta carnal y funesta experiencia? ¿Para qué seguir con vida? ¿Por qué no colgarse esta misma noche de melancolía sempiterna y silencio mortal dentro de mi amarga y solitaria existencia?
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Claro que la mayoría de las personas necesitan, como si sus vidas dependieran literalmente de ello, creer en alguna especie de inexistente entidad superior. Le rezan, le oran y se arrodillan en honor de extrañas divinidades que supuestamente les retribuirán algo a cambio. ¿Qué podría ser? ¿La gran verdad como dicen ellos? No podría concebir algo más patético y ridículo que un Dios que se preocupara constantemente por los actos de seres tan banales y repugnantes como nosotros. Y que, encima, exigiera un amor tan obsesivo y enfermizo; rayano en la esclavitud emocional… A todas esas personas que creen que sí, que conciben incluso a esta deidad como el principio guiador de sus horribles vidas les sugeriría encarecidamente lo siguiente: busquen otra manera más efectiva de perder el tiempo y comiencen a amarse a sí mismos antes que intentar amar o ser amados por otros seres, reales o imaginarios.
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Infinito Malestar