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Sepulcral Desesperanza 02

Cada vez me parecía más difícil sobrevivir un día más, soportar un día más a otros y hasta a mí mismo; mientras que, por el contrario, la espectral silueta de la muerte me parecía cada vez más hermosa, cautivante y vivificante. Y el suicidio, ¡ay, dios mío! ¡Cuánto deseaba ser uno solo con él y largarnos los dos juntos muy lejos de esta putrefacta pseudorealidad! Que el mundo y la humanidad se hundieran en su infinita miseria, que se extinguieran todas las especies, que se derritieran los polos, que se contaminaran los mares, que estallaran guerras por doquier… ¡A mí todo eso me importaba ya un bledo, yo me mataría antes del amanecer! Con ello, culminaría al fin la agonía que por tanto tiempo me acribilló desde dentro; significaría al fin el silencio de todas las voces en mi cabeza y la maravillosa contemplación de todo lo que nunca pude terminar de soñar.

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Al besarte enloquezco, me convierto en un ser frágil y que se derrite ante tu espectacular talento para enamorar a mi espíritu completo. Pero, al mismo tiempo, sufro y me lamento; porque sé que, con cada beso, reafirmo aquello de lo que tanto quiero desprenderme: mi humano deseo de amar lo humano. Ya solo quiero matarme, no volver a saber nada de mí ni de nadie. La desesperación que fluye por mis venas me enferma, quizás incluso más que las patrañas de la pseudorealidad que con tanta maestría ciegan a los rebaños. Yo nunca quise existir, por ello reafirmaré mi sagrada voluntad mediante el encanto suicida. Y así, después de todo, es como se esfuman mis últimas ensoñaciones dementes dentro de este manicomio decadente en el cual se pudre con dulzura mi alma divagante.

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Se puede, quiere y debe vivir a costa de todo y sin necesidad de nada, salvo de una sola cosa: amor. No importa todo lo que se piense, reflexione, plasme, escriba, idolatre, desee o medite… Si no has amado o te has sentido amado al menos una vez en tu miserable y humana existencia, todo ha sido un completo error. Y es que, si pudiéramos besar cada día y fusionarnos cada noche con el ser amado, ¿querríamos hacer otra cosa que no fuera morirnos a su lado? ¿Qué nos importarían la poesía, la filosofía, el arte, la literatura, las ciencias, la tecnología, las religiones, el tiempo, el azar o la humanidad? Si pudiera conectar contigo, contemplarte y amarte solo por unos momentos, aceptaría con gusto y sin pensarlo dos veces mi eterna y devastadora aniquilación. Si pudiera soñarte en tu faceta más frágil y etérea, daría todo lo que tengo y lo que pudiera tener con tal de quedarme atrapado en tu sonrisa y de desangrarme lentamente en tu mirada. Y en tu boca, ¡ni qué decir!, en tu boca quiero yo suicidarme tantas veces como besos me debes desde nuestro último y definitivo adiós.

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La deseaba, eso era evidente. Deseaba tener su cuerpo y besarle la boca no una vez, sino muchas más. Mas no podía amarla, como nunca pude amar a nadie antes; como tampoco nunca había podido amarme a mí mismo en ningún momento. Pero había algo en ella que me atraía con una fuerza descomunal, que me hacía buscarla y siempre querer más de su calor y su cariño. No era que fuera la mujer más hermosa, ¡aunque vaya que lo era! Y no era solo mía, no estaba solo para mí, no se deslizaba su delirante cuerpo solo entre mis manos… Mas esto era lo de menos, ¡esto me importaba un bledo! Ya había tenido bastante de las ilusiones del mundo y del amor como para desear ahora algo real y sincero. ¡Que fornicara con otros todas las veces que quisiera! ¡Que la follaran dios y el diablo juntos! ¡Que la preñaran todos los místicos, filósofos, santos o poetas que alguna vez la conocieron! Me bastaba con tenerla solo una vez más, solo una noche más, solo un segundo más… Me bastaba, así pues, con saber que ella, mi vida y mi muerte eternamente entrelazadas en una supernova de fulgor incomparable, podían siempre ser encontradas dentro y no fuera de mi corazón enloquecido.

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Se trataba solo de aceptarlo, de resignarse y olvidar que nada de esto tenía sentido. Pero eso era precisamente lo que yo ya no podía hacer… Así es, yo ya no podía entregarme a la inconsciencia, a esa embriaguez existencial en la que la mayoría parecía refugiarse y de donde obtenían siempre las fuerzas para volver a vivir. No, yo no podía y no quería tampoco hacer eso. Yo no había sido hecho para las cosas de este mundo material y obsceno; algo dentro de mí se negaba a aceptarlo, a resignarse y olvidar la miseria y la desesperación que tanto me trastornaban. Algo dentro de mí se negaba a perseguir las mismas metas y sueños que las marionetas carnales en su gran mayoría perseguían: sexo, dinero y poder. Todo se reducía a un juego patético en donde yo tenía que jugar por obligación y del cual no podía simplemente escapar sin antes haber experimentado un profundo y desgarrador sufrimiento interno. El caos aullaba por doquier, pero yo ya no era un domador ni un sol, sino una sombra desgastada y arrastrada por el diablo a un rincón del averno en donde mis sollozos no podían ya ser escuchados por nadie.

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Sepulcral Desesperanza


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