Me hallaba en un ataúd a punto de ser enterrado, aunque aún estaba vivo. Sabía que estaba vivo en los términos que me habían sido inculcados para comprender tal condición. No obstante, algo se sentía distinto, parecía no ser yo mismo. Así transcurrieron unos minutos hasta que, presa de una sórdida desesperación, intenté abrir la maldita caja sin conseguirlo. Me estaba ahogando y gritaba inútilmente, pues nadie vendría a ayudarme. O eso creía hasta que, milagrosamente, sentí el roce el aire chocando con mi pálido rostro. Me levantaba y lo primero que hacía, naturalmente, era reconocer en dónde diablos me encontraba. El lugar era por demás extravagante y con un halo de decadencia tras las agrietadas paredes y las telarañas viscosas. Salía del ataúd tan solo para descubrir torres megalíticas que mi visión escueta no me permitía seguir hasta la cima. Eran infinitas, había miles y miles de ellas y se extendían hasta perderse en la penumbra. El aire era helado y tres soles negros era todo lo que coronaba el supuesto cielo.
De vez en cuando algún relámpago caía y chocaba furiosamente contra alguna ventana de las torres, pero sin que la lluvia, también extrañamente viscosa, se tornase en tormenta. ¿Qué era aquella ciudad y cómo había yo llegado allí? ¿Por qué había despertado en un ataúd y quién había acudido para ayudarme? Además de las torres inmensas, nada más quedaba sino el vacío. No había casas, árboles, bancas, parques, … Un silencio perturbador era el único aliado, en conjunto con los soles negros que siempre giraban. Comencé a caminar, apesadumbrado y confundido por aquel pandemónium inexplicable. Y es que, de hecho, estas torres sumamente elevadas eran horribles, más próximas a cárceles que a viviendas.
Cuando estuve lo suficientemente cerca de un edificio infinito, mi cabeza fue aturdida por un sonido estridente que antes era imperceptible. Al instante me desmayé y, cuando desperté, el panorama había cambiado someramente. Ahora podían observarse los fantasmas de humanos, pero parecían sumidos en hondas cavilaciones, iban de un lado a otro y no prestaban atención a su alrededor. Por otra parte, las numerosas ventanas de las torres que antes se hallaban apagadas ahora estaban encendidas, pero la luminosidad, en gran parte opacada por el tipo de cristal, solo permitía vislumbrar un rojo que identifiqué inexorablemente con sangre. Entonces empezó la demencia: las ventanas se abrieron y un tropel de sombras salieron riendo y bramando, lideradas por una monstruosa criatura como jamás ha existido otra… Pude contemplarla plenamente unos segundos, menos que eso, pero fue atroz el golpe psíquico. Lo que más me aturdía era la sensación anómala de que aquella pesadilla era más real que la supuesta existencia en la dimensión humana donde aborrecía estar. Sin embargo, solo acerté a correr profiriendo maldiciones y entonando mantras en un lenguaje absolutamente extraño y que, por una u otra razón, yo dominaba.
Esta criatura, por lo que observé, poseía alas imposibles de contar; tan variadas e inmensas que me parecía como si abarcase todo el universo. Por ellas fluía sangre y una sustancia de un azul tan oscuro como desconcertante. Poseía tentáculos etéreos que, por desgracia, tuve la ocasión de contemplar cómo y para qué eran empleados. Tan largos e igualmente infinitos, se distribuían alrededor de esferas en el supuesto cielo, o lo que sea que estuviese por encima de mí. Precisamente el lugar donde yo me hallaba aparentaba ser solo uno de los casi ilimitados mundos, físicos o espirituales, donde aquellos tentáculos eran arrojados. Fue así como descubrí que aquellos títeres aparentemente vivo y humanos eran ensartados en el ano por un tentáculo, el cual se introducía hasta salir por la boca. Durante el tiempo que esta operación duraba, la víctima experimentaba contorsiones horribles, su piel se tornaba putrefacta y un haz de luz oscura lo señalaba. Algo, no sé qué, era extraído del sujeto en cuestión, pues el tentáculo palpitaba y enviaba hacia la entidad siniestra y enorme una sustancia iridiscente. Al mismo tiempo, una explosión acontecía y lo que fuera antes arrebatado era suplantado, ocasionando una tranquilidad inaudita en la persona. Este proceso se repetía sin cesar, y, aunque todos se negaban en un comienzo, eran penetrados tarde o temprano. Y, entre más resistencia presentasen, más violento era el desgarramiento anal.
Entendí que, comparado con aquella criatura ignota y majestuosa, yo era menos que un insecto, comprobando únicamente la percepción que tantas veces planteaba en mi cabeza: la existencia de la humanidad carece de sentido y es sumamente miserable y estúpida que, a lo más, podría solo tratarse del vómito, el excremento o el más ignominioso error de alguna entidad que, librada de toda concepción adquirida por sus infames creaciones, no sería ni buena ni malvada, simplemente superior cualquiera que fuese su naturaleza. La entidad que contemplaba se agitaba y sucedía entonces un fenómeno que en mi limitada consciencia no discernía, pues en ella estaban mezclados el bien y el mal, así como toda otra dualidad discutida y analizada por los tontos monos. Además, cuando me concentré lo suficiente en la sombra que era proyectada sin ninguna razón en el suelo, apareció una constitución inefable y tan maravillosa que creí enloquecer aún más.
Se trataba de aquella criatura, la cual podía adoptar diferentes tamaños en el mismo intervalo de lo que yo creía era el tiempo. Y no solo eso, podía también absorber el tiempo mismo, manifestándose a la vez en todas las épocas y en ninguna. Y así, poseía propiedades que sobrepasaban por eones la miserable, nimia y absurda mente que en mi retorcida y vacua animalidad aún creía poseer. No sabía, sin embargo, la inquietante manera en que yo, un patético humano, podía resistir la visión de algo tan complejo y supremo, pues más allá de lo que físicamente me anonadaba, era lo que interiormente aquella cosa me impelía. Era como si conociera cada una de mis formas, cada una de las personalidad que convivían en mi interior y a la cuales estaba tan acostumbrado a satisfacer y alimentar para luego dejarme dominar por ellas. Entendí, asimismo, que yo no era yo, o al menos no era quien había creído hasta ese momento.
No supe si había vivido infinitamente o nunca, si aquella era la verdad o la más perfecta falacia en el multiverso que presenciaba en las diminutas e infinitas galaxias que se acurrucaban y eran apenas perceptibles en las megalíticas alas de aquella divinidad que, al mismo tiempo, inspiraba a lo demoniaco. Finalmente, era como si lo bueno y lo malo nunca hubiesen estado separados, como si solo criaturas tan carentes de sentido y tan imbéciles como los humanos pudiesen tener tales concepciones. Empero, en realidad, nada era bueno ni malvado, nada era correcto o equívoco. Todo era dual, todo estaba permitido, y eso tenía un halo de superioridad que en esos instantes comprendí por qué a la humanidad le había sido prohibida tal revelación. Los humanos vivían creyendo que sus actos eran importantes, que ellos mismos constituían la forma más evolucionada y que algún día, pese a la miseria de sus espíritus, dominarían el insignificante sistema solar. La única verdad se refería a la inmutabilidad del ser, a la absoluta indiferencia ante los factores que hacían sucumbir a la mayoría. Si se pudiese reducir aquella iluminación que acercaba al soñador a la máxima definición de la verdad, esta sería: no desear nada, excepto la muerte.
No obstante, aún no creía haber llegado al fondo del túnel, cuando la criatura poseedora de la dualidad eterna expandió todavía sus alas y yo, un estúpido mortal, quedé cegado por su magnificencia. Lo que me sublevó fue la sexualidad tan inquietante, tan embriagante que se me mostraba. El hermafroditismo ideal, las proporciones mejor confeccionadas, el pene y la vagina más gloriosos insertados el uno en la otra, porque, en efecto, esta siniestra y sublime esencia magnificente se penetraba y se fecundaba a sí misma, y la lluvia de esperma no era sino la llovizna que incitaba la germinación de las semillas cuya existencia ni siquiera podía ser susurrada. También las manos de la divinidad demoniaca eran hermosas, bañadas de aquella luz oscura que llenaba el cuello, las piernas, los senos y el rostro. El resto del cuerpo estaba cubierto por una gruesa capa de ignotos diamantes espirituales cuyo brillo variaba según el universo desde el que se le interpretase. Y, finalmente, antes de desmayarme, miré su rostro.
No tendría palabras, ni siquiera en aquella lengua que malsanamente hablaba sin recordar cómo la había aprendido, para describirlo. Lo único que mi estupidez y mi ignorancia me permitieron mínimamente intuir fue que aquello sería lo más bucólico y antihumano que alguna vez hubiese atisbado. Fueron sus ojos, en cuya profundidad se asomaban los destinos del todo que eran transmitidos a los tentáculos, los que me demostraron la inutilidad de mi existencia con esa combinación de violeta que hacía alucinar con el principio del fin. Entonces mi alma desfragmentada no resistió más el impacto y me desplomé, sintiendo cómo el esperma ardiendo caía y me bañaba, pero también con ello experimentaba yo una paz excepcional. Era casi como estar muerto, o al menos esa era la ilusión que aún preservaba, pues creía que aún eso me quedaba para sentirme menos miserable en mi nauseabunda y vil existencia humana.
No sé cuánto tiempo transcurrió desde que me desmayé, pues tal concepto solo permanecía fijo en mi cabeza. Curiosamente, la entidad divino-demoniaca ya no coronaba el firmamento, pero sentí temor cuando al dar media vuelta casi caigo en un vacío desprendido de un ojo luminiscente. ¿Dónde demonios estaba? ¿Acaso al borde del multiverso? ¿No era todo parte de un sueño solamente? Comencé a caminar y estaba decidido a averiguar más de aquel enigmático lugar cuando algo me arrastró. Y si digo algo, aquello, entidad, esa cosa, entre otras expresiones inadecuadas, es precisamente por la incapacidad de mi estrechez para dilucidar con qué clase de criaturas y en qué mundo me hallaba inmerso. Entonces ese algo me tomó desde dentro y me arrastró hacia una puerta en lo alto de un monte. Pasamos todas las torres megalíticas con las ventanas de matices ensangrentados sin detenernos. A veces, cuando podía ligeramente observar el interior, notaba que ocurrían depravaciones que harían perder los estribos a cualquiera.
Algunas escenas dentro de las torres mostraban a personas siendo violadas, descuartizadas, masacradas, torturadas o en cualquier acto deplorable que, bien sabía yo, se cometían diariamente en la sociedad humana. En mi interior sentí crudeza y creo que vomité una masa negruzca que, para mi sorpresa, se introdujo nuevamente en mi ser por el ano, lo cual me hizo dudar si también yo había sido desflorado mientras dormía. Como sea, un griterío muy vago me atormentaba, las escenas eran tan bestiales, tan crueles como solo la humanidad sabía serlo. Me percaté de que conforme íbamos subiendo hacia el monte, sin saber aún quién o qué me llevaba contra mi voluntad, lo atroz de los actos aumentaba. Sin embargo, lo que consumaría la extravagante y siniestra visión recién comenzaría.
En la cúspide de aquel monte sombrío del que parecían emanar las más sórdidas lamentaciones y en donde se originaba una vorágine de una pestilencia incomparable, me hallaba yo postrado y jadeante. Las megalíticas torres de ventanas ensangrentadas y con imágenes nauseabundas se habían esfumado. La lluvia continuaba y me empapaba, pero su olor era peculiar, como el olor que tienen las flores que crecen cerca de las tumbas de los muertos. Era eso o tal vez que yo me sentía hasta entonces más muerto que vivo, pero naturalmente aquello era solo un absurdo sueño, y, cuando terminase, volvería a la misma miseria de siempre, a la monotonía insana de la vida humana, con su triste y agobiante ritmo, con su pérfida y asquerosa rutina, con la sensación molesta de tener que despertar y enfrentarse con un nuevo día en un mundo que no tenía ninguna razón para continuar existiendo. Y, encima de todo eso, lo más complicado era saber que aún no tenía el valor para cruzar la puerta, que no era ya sino un cadáver andante rodeado de títeres. Así reflexionaba sobre lo miserable que era vivir hasta que observé cómo un abismo infinito rodeaba el trozo de roca donde me hallaba. Es interesante analizar la naturaleza humana en situaciones tan extravagantes que la imaginación no suele pintar, pues en esos momentos se revela el verdadero yo que se cobija debajo de las numerosas máscaras que las personas utilizan por el temor que tienen de saber qué son en el fondo.
Esto, según entendía, había sido siempre así desde el comienzo de los tiempos: las personas siempre habían tenido una marcada tendencia a ser miserables, estúpidos e ignorantes en todo aspecto. Eran solamente inmundas criaturas a las que se controlaba magníficamente con alcohol, fútbol, espectáculo y cualquier contenido similar. La existencia de las personas giraba en torno al dinero, las posesiones materiales, los cargos laborales, los ahorros en el banco, las fiestas, la televisión y demás bagatelas. Además, se hallaban tan inmersos y adoraban a tal grado aquello mismo que les esclavizaba que, triste o felizmente, sus vidas transcurrían en el tedio y el sinsentido sin que ellos se percatasen o se cuestionasen profundamente la razón de su mísera esencia.
No obstante, la pseudorealidad estaba diseñada para evitar que sus miembros evolucionaran más allá de lo deseado; en realidad, todo estaba controlado, y hasta aquello que se creía iba en contra del supuesto sistema, terminaba por formar parte de él y en un grado insospechado. Estas cavilaciones me hacían sentir sumamente patético, pues no concebía cómo podía yo ser portador de marca alguna más allá de saber que el mundo se sostenía debido a que la hipocresía y la mentira eran más grandes que el deseo de la verdad en todos sus habitantes. Así, aquello que se negaba fervientemente, en el fondo y en los momentos de soledad o de mayor lobreguez estallaba en los humanos, enloqueciéndolos hasta el punto de violar o matar a quien fuese, sin importar edad o raza. Sin embargo, esta era solo una de las muchas consecuencias que la pseudorealidad dejaba en el interior de los humanos que negaban rotundamente sus más profundos anhelos. Al fin y al cabo, la humanidad estaba condenada a ser miserable y, por ende, cualquier cosa estaba permitida, lo cual dejaba únicamente la opción de ser indiferente y fingir estar vivo. Sí, eso era: había que olvidar que se estaba vivo para poder continuar viviendo.
De pronto, sin percatarme, me hallaba al borde del precipicio. Al voltear, atisbé infinitas hormigas que jamás cesaban de moverse, como los humanos que nunca dejaban de hablar tonterías. Eran apenas muy diminutas luces mortecinas, tan opacas y ridículas que ni siquiera valía la pena mirarlas. Por algún motivo, tuve la convicción de que yo también formaba parte de esa babel de luces exangües, de que yo era solo uno más en el absurdo general de la humanidad. Ahora entendía que ninguna vida era demasiado importante, que lo mismo daba matar que ser asesinado, puesto que, de cualquier manera, nacerían nuevos seres para suplir a los primeros. Todo era así: irrelevante. El error de los monos consistía en creer que sus actos trascenderían, que una raza tan miserable y pestilente podría ser la única en el caos universal. Y, aun así, lo más gracioso era saber que, incluso en este triste mundo humano, no había paz ni libertad ni felicidad, pues ilógicamente el momentáneo poder de dominar a un conjunto de imbéciles cegaba la mente de unos cuántos seres llevándolos a implantar sistemas y realidad alternas que atrofiaran la percepción de las víctimas.
Fue así como miré asqueado el abismo, cansado del mundo y de mí mismo, lamentando solo una cosa: haber existido. Sabía, empero, que esto nunca cambiaría. Y que, aunque muriera, mi existencia no podría ser eliminada por completo, y eso me atormentaba más todavía que el hecho mismo de existir absurdamente. Tan abstraído me hallaba en aquellos instantes que no noté un agujero en el suelo por donde torpemente caí. Al recuperar el conocimiento, todo lo que recordaba era ese abismo con las insignificantes luces al que me sentía inexorablemente ligado. El silencio era absoluto al igual que la oscuridad, por no mencionar el vacío en el que me parecía hallarme. Era como si hubiese sido excluido del resto de la humanidad tan solo para contemplar mi propia banalidad. Por suerte, al fin había luz, la observé mientras me separaba un poco del sitio donde el agujero me había arrojado; aquel agujero apestoso e irreconocible. No sé cómo no noté antes esa extraña oquedad en el suelo, quizá porque estaba absorto entendiendo qué era esa inmensa colección de luces tan poco centelleantes, casi extintas, como el talento en los humanos. Pero ahora, sin estar preparado para el final de la visión, cruzaba con indiferencia una abertura que parecía dar a un recinto repleto de formas descarnadas.
Cuando me recuperé someramente del sobresalto que me produjo el lugar, volví a ensimismarme debido a la criatura que aparecía frente a mis ojos y el exótico mar de figuras que se arremolinaban en torno a ella. Se trataba de un lastimoso cuadro del horror, tan inexplicable como cruento. De ganchos que estaban fijados en el techo pendían numerosos cuerpos en avanzado estado de descomposición, con las partes sexuales magulladas y gangrenadas, vociferando imprecaciones y solicitando cuanto antes ser sodomizados. Aunque la escena fue realmente espantosa, pues moscas inmensas arrancaban trozos de carne de aquellos desdichados, los cuáles ya ni siquiera experimentaban dolor alguno, nada me había advertido lo que acontecería después. Del suelo emergió algo que, en un principio, hizo que mi corazón palpitase vigorosamente.
Se trataba de una criatura que nunca había visto, con matices desconocidos para mi humana percepción combinándose alrededor de todo su cuerpo, el cual era y no era a la vez real. Tenía el aspecto de una rata, pero algo no encajaba con la normalidad de los animales conocidos, y es que esa cosa poseía ojos alrededor del lomo y las extremidades; ojos raros que nunca se cerraba y siempre giraban y giraban. Además, en lugar de cola tenía tentáculos o lo que sea que fueran esas onduladas hebras que se retorcían pérfidamente. En resumen, era una criatura repugnante y horrible, ajena a las concepciones humanas y cuya naturaleza me inquietaba. No era tanto que su forma física fuese vomitiva, era lo que alteraba en el interior por lo que me anonadaba y le temía.
Sí, yo le temía. O creía hacerlo hasta que se acercó a mí y, sin modificar su expresión siniestra ni cambiar sus matices, me contempló. Fijó tanto su mirada en mí que sentí como si esa entidad fuese yo mismo. Ahora surgía una conexión más clara y atroz, puesto que efectivamente, por algún motivo, parecía estar vinculado a ella. Pero ¿cómo y por qué? ¿Qué demonios significaba esa cosa emergida de los sitios más ocultos de mis sueños y de mi mente? ¿Por qué me inquietaba tanto que clavara sus ojos cósmicos en mí? La verdad es que, cuando lo hacía, me sentía desfragmentado, desconectado y temeroso. No podía ser indiferente como siempre lo había sido, me costaba ignorar ese mensaje intrínseco que llegaba a mí sin comunicación verbal, que solo podía experimentar en lo que sea que fuese el alma.
¿Acaso la criatura blasfema que tenía frente a mí denotaba qué era yo en realidad? Era tan extraño sentir una conexión inmanente y mística, una que me asustaba y me agotaba. Después de todo, contemplando los tornasolados costados y los ojos siempre alertas de la criatura, comprendí que una gran parte de quien realmente era yo se hallaba tan perfectamente mezclada con ella como para intentar una separación. Por eso, tal vez, es que me repugnaba a tal extremo mirarla con ese rostro afilado de roedor y esos ojos cósmicos que producían un estrés endemoniado. Y esos raros hilos en su parte trasera que parecían haber estado conectados a la profundidad de mi propio yo, pero que ahora se mostraban al natural.
¿Quién era yo? ¿Qué era yo más allá de un humano, más allá de este cuerpo y esta mente? ¿Fui construido o existía desde siempre? ¿Qué era este traje orgánico que me mantenía preso en este plano tan superfluo? ¿Dónde estaba mi alma, mi espíritu, mi esencia, mi verdadero ser? ¿Cuántas máscaras había usado hasta ahora y por qué? ¿En cuántos fragmentos se había escindido mi sombra para evitar los ocasionales haces de luz con que intentaba iluminarla? Y, al final de todo, ¿por qué existía? ¿Qué sentido tenía vivir, por qué hacerlo? ¿Por qué el mundo debía proseguir siendo sumamente miserable y absurdo? ¿Quién diseñó el destino de títeres como nosotros? ¿Hacia dónde se dirigía esta decadente condición parapetada bajo el ridículo y vano nombre de civilización? ¿Cómo entenderme? ¿Cómo tener certeza de algo siendo que todo está manipulado y corrompido? Ni siquiera quería seguir vivo, tampoco me sentía bien sabiendo que existía por obligación; lo que anhelaba era volver a mi miserable realidad y acabar con lo que sea que fuese yo cuanto antes. Pero la contemplación de esa criatura me aterraba y me asqueaba, pues bien sabía que mi interior la había alimentado, que cada personalidad originada había contribuido al nacimiento de esos ojillos desgastados y esa apabullante sensación de intranquilidad y angustia que desprendía de sus tentáculos traseros.
Subrepticiamente, vino lo más desgarrador. La criatura se alteró y se puso a chillar de forma horrorosa, vomitando sangre con semen por los ojos distribuidos en todo el cuerpo. Entonces surgió una lápida y en ella, para mi sorpresa, estaba Melisa; la mujer que creí haber amado tiempo atrás y que, tras haberla ignorado en repetidas ocasiones, terminó por quitarse la vida. Recordé entonces que, en algún momento difuminado ahora por el absurdo de la existencia y del tiempo, había creído ser feliz con ella. Sí, alguna vez algo vibró en mi interior y distorsionó mi percepción al punto de creer que estar a su lado era lo más maravilloso y sagrado que había. Ahora la contemplaba en esa lápida, sostenida por una fuerza misteriosa y con un semblante pálido y demacrado, pero lo peor era que su estómago estaba sumamente hinchado. Al fin lo comprendí, o lo interpreté como pude: ella estaba ya embarazada cuando se había suicidado.
En el vientre de Melisa algo burbujeaba, algo espantoso y asqueroso. Ella siempre fue un ser extraño, alguien a quien no terminaba de comprender por más que lo intentase. Nada estuvo claro, solo que, desde el comienzo, nuestra relación fue tergiversada y decadente. Hubo momentos de humana felicidad y de placer carnal, pero una auténtica comprensión no se logró por el simple hecho de que los humanos no pueden establecer vínculos más allá de la cama y la continua codependencia emocional. Como sea, Melisa me había hecho sentir bien, había conseguido que olvidase lo miserable que era vivir e, incluso, había pensado que un humano sí podía hacer la existencia de otro más llevadera y menos tediosa. Pero todo eso no eran sino fantasías, meras quimeras que el paso del tiempo destruyó con ferocidad. Y ese día, ese fatal día en que todo finalmente fue zanjado, ese fue también el instante en que mi indiferencia absoluta se concretó, en que murió lo único que me proporcionaba una efímera sensación de estar vivo.
Pero ahora la criatura multicolor y de ojillos espeluznantes avanzaba hacia Melisa, bramando y sacudiéndose vomitivamente. Había algo, sin embargo, que me identificaba con ella, como si representase una simbología oculta que se hubiese manifestado. En el fondo, esa criatura era yo, un yo que había negado por mucho tiempo y que, en mis ensueños, brotaba y me conquistaba, que realizaba los actos que jamás disfrute plenamente en vida. Porque, en efecto, detestaba tener relaciones sexuales con Melisa. No sé desde cuándo o por qué surgió tal inconveniente, pero así era. Desde el momento en que ella me engañó, todo cambió. No solo sentía por ella asco y desprecio, sino que sexualmente me había destrozado. A veces tenía incluso que consumir viagra para poder penetrarla y fingir que hacérselo me proporcionaba un gran deleite. Lo único que pensaba era ¿por qué me veía sometido a su influjo? ¿Por qué, pese a todo y sabiendo que lo que por ella un día sentí ya no volvería jamás, me mantenía a su lado y me era prácticamente imposible desligarme de su compañía? La odiaba y la necesitaba en la misma proporción, la detestaba y la adoraba.
Ella me había ocasionado el mayor dolor del mundo, pero, extrañamente, no pensé entonces en dejarla, sino solo en estar a su lado y buscar un poco de ese cariño que creía aún me tenía. Ella se había besado con otro hombre, pero eso no significaba que ya no me amase; por el contrario, tal vez eso fortificaría lo que sentía por mí. Al menos esa era la justificación que me daba cuando, rara vez, tocábamos el tema. Y, aunque me pedía que la dejase, siempre volvía a ella, siempre terminaba por aferrarme a una felicidad vacía y putrefacta, a un sentimiento del que ya ni las cenizas restaban. Sin embargo, pese a todo, sentía que mi vida no podía ser diferente, que ella y yo debíamos compartir aquel sinsentido para sentirnos menos muertos.
Cesé de pensar cuando la criatura tornasolada y de ojos sombríos entró en contacto con Melisa. Ella parecía tan real, como si fuese un fragmento que mi memoria hubiese encarnado para torturarme. Entonces la ignominia alcanzó el clímax y mi trastorno sexual quedó representado a la perfección. Como dije, Melisa no me provocaba ningún tipo de deseo íntimo, todo lo que quería era abrazarla, besarla y refugiarme entre los mismos labios y brazos que me habían traicionado. No sabía por qué adoptaba esa actitud ni para qué, pero me gustaba dormir sintiendo su piel. El dolor crecía y seguía emponzoñando mi interior, pero en el exterior no podía estar sin ella. Y ¡cuán horripilante era la hora del sexo, pues libraba una guerra conmigo mismo para poder excitarme, para poner tieso mi miembro e introducirlo en su vagina!
Ella, sin embargo, siempre lucía animada y deseosa de fornicar conmigo, parecía ser lo único que le importaba. En el fondo, según barruntaba, lo hacía porque sentía que era ya la única cosa que podía darme. Sí, una vez que nuestro amor se fue al diablo, solo el sexo nos unía, al menos corporalmente. Ella solo quería ser utilizada y proporcionarme ese placer mundano. Ella me miraba como un ser superior a quien le debía incluso la vida, como alguien a quien había amado y lastimado. No sé si realmente se sentía comprometida conmigo, si el sexo era la actividad en la cual podía estar en igualdad de condiciones ante un ser que adoraba. ¡Cuánto sufría yo teniendo relaciones con ella! Y, en los últimos meses, lo veía como una obligación, como algo que debía hacer rápidamente y sin preocuparme por disfrutarlo. De hecho, prefería masturbarme que fornicar con Melisa.
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El Extraño Mental