Cuando por primera vez sentí el vacío, quedé pasmado ante sus indómitas locuras. Llevaba ya tanto tiempo consumiéndome y arrastrándome hacia el núcleo de su magnificente imposición que, en vez de evitarlo, era preferible despedazarse en su esencia. Toda emoción o sensación era analíticamente extirpada y cuidadosamente desintegrada para la posterior emancipación del espíritu. Los sentimientos ya no eran cosa por la cual preocuparse, en meras ilusiones y concepciones extrañas se habían tornado. Figuras de piedra y enormes universos colapsando mientras el reptil se saciaba con la sangre de los mediocres. Y las lágrimas negras que escurrían de mi alma no podían serme más indiferentes, pues la nada siempre tuvo razón. Yo siempre fui un despojo miserable y patético cuya esencia era consumida cada vez más por la pseudorealidad y cuyos sueños se fueron desvaneciendo con una rapidez inaudita. A veces, incluso cuando pienso en todo esto, siento deseos de acuchillarme una y otra vez.
Donde antes hubo genialidad y supuesta grandeza ahora queda solo una sensación de eterno disgusto y sombría depresión ante los versos inconexos y malgastados. El aliento de vida es para los humanos la oportunidad más elevada de probar su estupidez, así como también un mero desperdicio de energía sublime. El origen, si es que existe tal cosa, no podría ser algo bueno. Acaso solo la reminiscencia de vetustas civilizaciones que nos crearon con el pensamiento y que, en su demencia, llegaron a fraguar una criatura con tal ausencia de voluntad, determinación y tranquilidad. Un ser cuyo destino no sería, afortunadamente, resplandeciente. Hablo, desde luego, del absurdo y patético ente mejor conocido como ser humano. ¡Qué repugnante me siento al saber que pertenezco a esos tontos cuyos únicos anhelos son sexo, poder y dinero! Pero ¿qué más podría esperarse de criaturas así? Creados únicamente para experimentar el sufrimiento en todas sus vertientes.
El vacío era escalofriante y embriagador, de un brillo sin igual y poseedor de un conocimiento sublime y desmedido. Ante él yo era menos que nada; de hecho, todos éramos simples basuras. Pero aún nos negamos, lamentablemente, a aceptar que, tras la purificación de la soledad consumada, nada nos aguarda. No habrá cielo ni infierno, tampoco recompensas ni respuestas. Solo el vacío, con su perfecta e irónica esencia, estará ahí para absorbernos y privarnos de la absurdidad con que existimos en este mundo miserable y putrefacto al que tan apegados nos hallamos. Por mi parte, solo me queda agradecer y sonreír eternamente. Sí, porque eternamente estaré en deuda con la divina sonrisa de la muerte, pues sería una tragicomedia querer aferrarse a lo que, irremisiblemente, debe ser destruido: la humanidad y cada idea o creación suya. Pero el vacío me dará la razón muy pronto y entonces todo será solo como hundirse lentamente en un dulce ensueño suicida propiciado por la nada.
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Anhelo Fulgurante