Los humanos somos, naturalmente, prisioneros de hipócritas concepciones con respecto al deseo y al amor. Y es que, por más que se diga lo opuesto, el primero siempre termina venciendo al segundo; de ahí que se haya inventado el matrimonio como una forma segura de ser infiel sin arriesgar lo que ya se tiene.
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Un beso o una caricia, todo es parte de una realidad ficticia. ¡Con qué magnífica y ridícula máscara finge el ser humano un amor extinto que lo ata y sostiene su enfermiza dependencia, cuando todo lo que realmente necesita se ve reducido a la satisfacción de un mero acto carnal sin que ningún sentimiento se preserve por encima de sus instintos más sofocantes!
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El ser no ha sido concebido para amar por mucho tiempo, tan solo para enamorarse estúpidamente y estropearlo todo con excelsa y perfecta ironía.
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El ser, en su quimérica y distópica imaginación, se ha atrevido a inventar los valores y la moral como un método al cual recurrir cuando, ocasionalmente, el arrepentimiento es más fuerte que su insaciable apetito sexual y criminal.
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Yo te amaba, creo que sí. O al menos así lo creía hasta que la conocí y entre sus piernas me enredé, hasta que entre sus brazos desperté y entre sus caricias de mí te extirpé.
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Cuando menos lo pensé, te lastimé en una magnitud insospechada y de la manera más horrible. Y, cuando menos lo percibí, nuestro amor se había esfumado sin que siquiera alguno de los dos lo notara.
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Amor Delirante