Era inútil intentar cambiar este mundo y todavía más fútil resultaba intentar hacer reflexionar a sus patéticos habitantes; a seres cuyas mentiras eran tan recalcitrantes que ya ni siquiera se acordaban de que existía la verdad. Y, en su infinita miseria, se sentían especiales y evolucionados, siendo que todo cuanto anhelaban era banalidad, sexo y pedazos de papel con el poder de matizar, por unos instantes, su irrelevante y odiosa naturaleza.
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No me interesaba ya la humanidad, pero no podía evitar sentirme tan miserable y absurdo por pertenecer a ella. Supongo que tan solo me quedaba la opción de matarme con la esperanza de jamás volver a existir, de jamás volver a ser y de jamás volver a mí.
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Los humanos son seres sumamente asquerosos y triviales, y realmente resulta imprescindible acabar con todos ellos para impedir que su vomitiva esencia permanezca y se extienda más allá de este contaminado planeta.
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Y es que, cada vez que intentaba vivir, había algo que me mostraba lo ridículo y superfluo de tal propósito; ese algo se llamaba verdad. Al principio, no lograba comprenderlo del todo. Pero, conforme pasaba el tiempo, me percataba más y más de lo insignificante y nefando que resultaba cada lugar, persona o momento. Finalmente, solo la muerte me quedó por llevar a cabo, pues cualquier otra cosa que no fuera su inmaculada esencia me parecía ya un funesto y humano (auto)engaño.
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Posiblemente, comparado con el absurdo acto del enamoramiento y el imperante sufrimiento que de él se deriva, la promiscuidad no sea algo en absoluto malvado ni inmoral. Por el contrario, hasta podría ser la cura para la infinita cantidad de corazones destrozados que por culpa del (des)amor mantienen a sus poseedores muertos en vida. Pero dejemos que la humanidad se siga engañando y continue negando sus más intrínsecos impulsos, aunque, al final, la verdadera naturaleza del ser no sea otra sino el cambio en todo sentido.
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La Execrable Esencia Humana