Bestias inmundas cabalgando sobre las más decadentes prostitutas, con alas de ángeles caídos que soplan las trompetas del último aullido. El rojo se intensifica y la sangre no espera, sino que brota por doquier e invade este laberinto sin salida. Las nubes oscuras dejan caer el ácido que purifica a los malnacidos, que sentencia los dolores de los mil retoños en el apocalipsis menos previsto. Y yo sigo aquí, sentado en la esquina de este infierno, contemplando la majestuosidad del invierno que congela los corazones y embelesa a los aduladores. Me pregunto si pronto será mi hora; ojalá que sí, porque ya estoy más que cansado de lo mismo, de esta realidad execrable que tanto me asquea. ¿Puedo vomitar de nuevo? ¿Puede alguien decirme qué maldita razón tengo para seguir vivo? ¿Puede alguien o algo venir y terminar con mi grotesca miseria en este momento preciso? ¿O es que ya he muerto desde hace tanto y aún no lo percibo en mi terquedad irremediable?
Estoy seguro de que ninguna razón queda, de que no hay nada ya que sirva como paliativo en contra de esta condición tan extraña y enervante que se apodera de mis nervios a cada instante y que carcome todas mis esperanzas. No, no creo que exista cura alguna; dudo que exista un remedio que sirva por siempre, al menos de aquí a mi anhelada muerte. Los cangrejos con alas continúan conquistando las calderas de los demonios blasfemos, inundando con su presencia nauseabunda las estrellas del amanecer y emponzoñando el anochecer que ya viene, pero que demora su maldita aparición para permitir a los infames una última escena de reproducción. Se pegan los cuerpos y se escuchan risas y gemidos en las paredes multicolor del antro pérfido. Todo lo que hago es contenerme, mantenerme a salvo en esta esfera de atemporales plataformas y de iridiscentes oquedades. No deseo asomarme y contemplar aquella barbarie de ignominia sempiterna, pues bien sé que solo el suicidio sería adecuado en tales casos.
El sinsentido vuelve más fuerte que nunca, más embriagante que cualquier bebida y más recalcitrante que cualquier otra cosa. No hay manera de contrarrestarlo, de hacer que abandone mi cabeza delirante. Todo explota, todo converge hacia el caos de las almas rotas; hacia la masacre de los ángeles deprimidos. Y, aunque me duele, debo aceptarlo; debo creer en su poder para escindirme de esta malsana condición terrenal, ya que solo así se explicarán todos mis dolores y se apaciguarán todos los conocimientos prohibidos. En esta guerra contra mí mismo es donde estoy perdido, donde he derramado sangre y lágrimas con tal de conocerme un poco más, de ser un poco menos humano y de estar un poco menos dormido. Yo mismo soy débil, cedo ante los arañazos más banales de una existencia que jamás he querido, pero que me pertenece por desgracia divina. La cortina está a punto de cerrarse y este absurdo teatro de la vida no podrá entonces ya volver a tomarme, no podrá volver a arrastrarme hacia sus pestilentes fauces que tan majestuosamente invaden la solemne soledad en donde me parapeto más allá del iridiscente fulgor de cada oquedad en mi interior.
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Melancólica Agonía