Era inútil intentar cambiar este mundo y todavía más fútil resultaba intentar hacer reflexionar a sus patéticos habitantes; a seres cuyas mentiras eran tan recalcitrantes que ya ni siquiera se acordaban de que existía la verdad. Y, en su infinita miseria, se sentían especiales y evolucionados, siendo que todo cuanto anhelaban era banalidad, sexo y pedazos de papel con el poder de matizar, por unos instantes, su irrelevante y odiosa naturaleza.
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No me interesaba ya la humanidad, pero no podía evitar sentirme tan miserable y absurdo por pertenecer a ella. Supongo que tan solo me quedaba la opción de matarme con la esperanza de jamás volver a existir, de jamás volver a ser y de jamás volver a mí. Pensamientos como estos invadían mi mente cada tarde y la desolación era absoluta. Estaba tremendamente triste y solo, mas sabía que no podía ya hallarme en estado mental distinto, pues había yo elegido las empinadas cumbres del hielo y la verdad y no los nefandos abismos de la comodidad y la mentira. A los seres como yo únicamente nos aguardaba un camino de tortura espiritual y tormento emocional, pero inclusive esto era preferible a seguir siendo tan humanamente esclavo de la ignominiosa pseudorealidad.
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Los humanos son seres sumamente asquerosos y triviales, y realmente resulta imprescindible acabar con todos ellos para impedir que su vomitiva esencia permanezca y se extienda más allá de este contaminado planeta. Quiero, además, mirar a la cara al desdichado que diseñó a tal criatura y pedirle una explicación que me deje satisfecho. Probablemente solo nos miraríamos fijamente unos segundos y romperíamos a reír como dos alienados que no tienen la más mínima idea de lo que han hecho ni de cómo solucionarlo.
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Y es que cada vez que intentaba vivir, había algo que me mostraba lo ridículo y superfluo de tal propósito; ese algo se llamaba verdad. Al principio, no lograba comprenderlo del todo. Pero, conforme pasaba el tiempo, me percataba más y más de lo insignificante y nefando que resultaba cada lugar, persona o momento. Finalmente, solo la muerte me quedó por llevar a cabo, pues cualquier otra cosa que no fuera su inmaculada esencia me parecía ya un funesto y humano autoengaño. La tristeza permanecería en mí por siempre y la melancolía proseguiría rascando mis putrefactas entrañas con su infausta sonrisa. Ante esto nada podía hacer yo sino tirarme en cama, colocarme una sábana encima y soñar con mi muerte del modo más deprimente posible.
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Posiblemente, comparado con el absurdo acto del enamoramiento y el imperante sufrimiento que de él se deriva, la promiscuidad no sea algo en absoluto malvado ni inmoral. Por el contrario, hasta podría ser la cura para la infinita cantidad de corazones destrozados que por culpa del (des)amor mantienen a sus poseedores muertos en vida. Mas dejemos que la humanidad se siga engañando y continue negando sus más intrínsecos impulsos; aunque, al final, la verdadera naturaleza del ser no sea otra sino el cambio en todo sentido: físico, mental, emocional y espiritual. Rechazar esto implica negar lo más evidente y entregarse a caprichosas ensoñaciones producto de nuestro atormentado orgullo.
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La Execrable Esencia Humana