La brutalidad de aquellas imágenes trastornó mi insana mente todavía más; eran tan opuestas a lo que creía que tú eras, al mortecino fuego que se negaba a arrasar con los escombros de un amor perfectamente acabado. Y, cuando aquellas sombras penetraron en tu espíritu, no supe si reír o llorar; si gritar o suplicar por ser yo el dueño de tu vientre.
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Recuerdo cuando aún todo era tan hermoso a tu lado, cuando tu sonrisa aún dispersaba efímeramente las tinieblas de mi atormentado corazón… Recuerdo cuando todavía no pensábamos en rozar nuestros cuerpos para sentirnos completos, cuando creíamos amarnos sin necesidad de hacer sangrar nuestras almas repletas de humanos secretos.
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Cuando desapareciste, me olvidé por completo de vivir y hasta de morir. Me encontraba paralizado; en un estado tal que ya ni siquiera soportaba ser yo un momento más, y todo empeoró hasta aquella psicótica noche en que tuve la sombría fortuna de degustar tus intestinos antes de desgarrar los míos.
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Las cosas nunca cambian, solo es el extraño reflejo de nuestra inmanente tristeza lo que nos muestra destellos de realidad o demencia. Tan solo son los autoengaños en los que decidimos tan absurdamente creer los que nos hacen soñar con un mañana deslumbrante, aunque cada día sea incluso mucho más insoportable que el anterior.
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No quería sentirme tan solo, pero detestaba la compañía de los de mi especie. Y, cuando aquella lóbrega criatura dejó caer su esperma en mi mente, me alegré de haber permanecido aislado todo este tiempo y de encontrarme al fin con el dios de la muerte al que tantas veces evité en mi humana ignorancia.
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Encanto Suicida