Bien sé que no hay otra puerta por cruzar, pero aún me aferro ilusamente a las etéreas divagaciones a través de las cuales alucino con un estado de inefable extinción en mi atropellado destino. Puede que entonces sea yo aún más tonto y necio que aquellos quienes respiran por mera inercia; puede que no quede nada en mí para continuar y que en verdad me cuelgue esta noche, puede que todo termine del modo más trágico y horrible posible… Pero ¿qué más da? Si ya todo es trágico y horrible en mi vida, ¿qué caso tiene continuar esperando la caída decisiva del trono prohibido? El mundo ya está hundido, nosotros en breve lo estaremos también. La miseria ha ganado, siempre estuvo escrito que así sería. Creer que había algo de esperanza ha sido hasta ahora el símbolo de los más ingenuos, de todos aquellos quienes no pueden aceptar su imperante intrascendencia. Cada intento por salir adelante siempre fue en vano, al menos para mí. ¿Qué tenía que ver o aprender aquí? ¿Qué clase de demonio cósmico saldrá de una realidad paralela y vendrá a explicarme todo lo que se parapeta detrás de los hilos del destino inmarcesible? ¿Hay algo que pueda hacer para no deprimirme hasta el hartazgo en mi habitación plagada de telarañas y deseos suicidas? ¡Qué tonta es la infame humanidad! Nunca podrían entender nada, mucho menos de los asuntos divinos o inmortales. Yo, por desgracia, también he sucumbido y he perdido todos los posibles motivos para sonreír. Lo único que resta es arrojarse al inmenso y bello océano de sangre para reconocer la insignificancia detrás de cada llanto o anhelo; eso o, en su defecto, esperar que el barco se termine de hundir por sí solo mientras nos lamentamos a bordo. De cualquier manera, lo queramos o no, desapareceremos en un parpadeo que ni siquiera será digno del más delirante olvido. Lo más irónico es, no obstante, el incuantificable cúmulo de autoengaños, mentiras y desvaríos que nos hacemos con tal de no aceptar lo más evidente: nuestro infinito y eterno sinsentido.
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Pobre humanidad, tan hipócritas y endebles son las bases sobre las cuales ha constituido su inútil existencia; tan pútrida es la manera en que ha sido dominada por sus más ominosos vicios y tétricos delirios. Su inefable destrucción es indispensable para labrar un mundo donde reinen la paz, el amor y el bienestar. Mientras exista un solo mono parlante, el paraíso se verá amenazado en mayor o menor medida. La única manera de garantizar el cielo en la tierra es mediante el exterminio absoluto de todo lo humano; luego, ya veremos qué hacer… Pero, por ahora, demasiada sangre deberá ser derramada en la exótica catarsis de destrucción cuyos pétalos negros nos arrancarán de las garras de la inmundicia máxima. En ningún instante podemos esperar ya algo de tranquilidad, puesto que ello implicaría la nefanda conformidad con aquello que nos sumerge en el abismal pozo de la amargura más demente. ¡Qué decadentes son siempre nuestras perspectivas, tan alejadas de cualquier posible divinidad! Somos impostores en todo sentido; especialmente en las cosas del espíritu, en lo que tenga que ver con la libertad. Nos encanta ser dominados por otros, zafarnos de cualquier responsabilidad existencial que implique elegir o trascender. Cada vez, asimismo, estamos más enfermos de comodidad, tecnología y placer; lo perseguimos como ratas de laboratorio sin sospechar que exactamente tal y no otro es nuestro papel en la vida. Estamos ciegos y queremos continuar así, pues nos aterra sobremanera descubrir que, quizá, todo aquello que hemos creído como «nuestra verdad» no es sino una más de las infinitas argucias que devoran nuestras mentes y consumen nuestras almas cada nuevo y deprimente amanecer.
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Este estado tan extraño en el que se ha sumergido la tenue luz de mi alma no podría ser mitigado por otra cosa que no sea el encanto suicida… Y así lo creo porque, sin importar lo que sea que haga, siempre termino por volver a mi natural apatía. Quisiera más ya no hacer nada, no ser nadie y no relacionarme con ningún otro títere. Ya suficientes problemas tengo conmigo mismo como para soportar la insulsa verborrea de otro adoctrinado monigote; ¡que todos se vayan al diablo! Me mataré y pondré punto final a esta novela escrita por manos demasiado ansiosas y poco sutiles en sus apologéticos párrafos. De cualquier manera, soy un esclavo y siempre lo seré. No importa lo que sea que haga ni a dónde vaya, la miseria está dentro de mí y es mucho más avasallante que cualquier elemento del exterior. Si Dios no existe, ¿qué otra cosa queda sino suicidarse? Si este mundo absurdo, cruel e injusto es lo único real; si el dinero, el sexo y el poder son lo único a lo que se puede aspirar… ¿Para qué seguir así? Para los seres como yo, los poetas-filósofos del caos quienes han visto y cuestionado más de lo que deberían, ya nada podría volver a ser suficiente. Nada ni nadie podría llenar el infernal vacío en mi lúgubre corazón, porque nada quiero ni me interesa ya; y porque hace tanto que perdí toda esperanza en la humanidad, en el mundo y en mí mismo. Nací y moriré siendo un aciago esclavo de la pseudorealidad; ¿cómo podría no ser así? Religiones, ideologías, teorías y perspectivas que abundan por doquier y que no conducen a nada sino a más confusión y sinsentido. En el fondo, el ser se ha condenado a sí mismo desde el momento en que ha creído poder controlar la realidad, el destino y el tiempo; ¡vaya trágica locura! Y son tantas las cosas que no sabemos, que cada vez me parece más sensato solo encerrarme en mi deprimente habitación y no volver a despertar jamás. La muerte es lo que yo más añoro, la fantástica sensación de dejarlo todo atrás y olvidarme para siempre de que alguna vez pertenecí a este funesto y mísero plano humano.
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Presiento que se acerca el divino apocalipsis donde el fénix sublime encenderá la hoguera con su resplandeciente halo de magnificencia y pureza incomparables. Y yo me arrojaré en su búsqueda; aunque bien sé que el resultado será desastroso, pero eso es exactamente lo que quiero. Desaparecer en el humo de la tarde cerúlea donde el cielo habrá de separarse y los infiernos habrán de vaciarse; desaparecer cuando ya nada más quede sino polvo y cenizas, cuando los cánticos hayan sido silenciados sin razón y cuando los dolores de mi corazón hayan sido todos purificados. ¿Llegará en verdad tal momento de sincronicidad inmaculada? O ¿es únicamente mi mente delirante la que me hace alucinar con visiones fuera de cualquier humana realidad? El tiempo y el destino parecen ambos unificarse en el caos supremo donde también el amor solloza con lúgubre melancolía, en aquellos dementes silbidos que el viento arrastró hasta el vacío místico. No podemos desarrollar una percepción que no nos recuerde cuán terrenales somos todavía, porque eso es lo que hemos conocido hasta ahora. Y, naturalmente, solo a eso nos aferramos en nuestra incuantificable agonía interna; ¡nuestro llanto es la mejor prueba de la soledad que nos carcome espiritualmente! Si fuera posible desbloquear una dimensión adicional, un nuevo estado en el cual las emociones pudiesen ser transmitidas sin que la razón se interpusiera… No sabemos sentir, mucho menos amar; ni a otros ni a nosotros mismos. Quizá solo por eso estamos aquí, en esta pesadilla de horrores indescriptibles e infinitos. Tenemos la oportunidad de hacer algo al respecto, de intentar salvar nuestro corazón de toda la insustancialidad y el absurdo que nos circundan sin tregua. Mas cada día que transcurre, hacemos precisamente lo opuesto: vamos directamente hacia nuestra tétrica perdición, nos hundimos más y más en aquel insondable abismo llamado pseudorealidad. ¿De qué están hechos nuestros sueños marchitos sino de anhelos fulgurantes que evocan a la muerte en cada uno de nuestros deprimentes amaneceres? Lo gracioso es, quizá, que en ellos me siento a salvo y cómodo; porque la muerte es ya, al fin y al cabo, mi única y última esperanza. Y quizá siempre lo ha sido, solo intenté con toda mi alma que no fuera así…
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Consumirme al máximo, despedazar cada parte que conforma el falso engranaje que ahora me mantiene vivo, ser yo de una vez por todas… ¡Eso es exactamente lo único que jamás conseguiré y lo único que quisiera ya! Mas quizás algún día llegue el singular momento de abrazar la luz que no tiene origen ni fin, de presenciar el encuentro en el que todos los símbolos cobrarán de pronto sentido y yo mismo enmudeceré ante la magnificencia de lo más divino.
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Irritantes son las noches donde la agónica pesadilla de suicidarme no se consuma, pero continúo firme en mi propósito; puesto que la insensata marea de la existencia no me acerca ya a ninguna isla donde poder reposar hasta apaciguar este tremebundo malestar. Y es que no sé si eso es verdaderamente lo que quiero, porque se trataría de un paliativo solamente. Sí, de otro temporal refugio que más tarde se convertirá en tormenta y luego en huracán. La barca donde ahora viajo ya casi está destrozada y los mares braman por sangre y carne. Los apaciguo como nadie pudo nunca apaciguarme a mí, como si yo mismo fuera lumbre celestial o eternidad encarnada. Mas bien sé que soy un ser atormentado por los desvaríos de los dioses y condenado a pasar sus días navegando hacia ningún lugar.
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La Execrable Esencia Humana