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Obsesión Homicida 56

Que se desvanezca todo el mundo en medio de sombras alucinantes y diablos traviesos, que se corrompa exquisitamente la existencia y que las virtudes sean asesinadas… Y que yo me desvanezca entre los sombríos delirios de mi mente y el inútil revoloteo de mi alma lacerada, partiendo hacia el desierto helado de los suicidas sublimes; convergiendo hacia una eternidad un poco más cierta y menos humana donde pueda soñar eternamente con la muerte sin tener que retornar en algún punto a la vida. ¿Para qué volver? ¿Qué o quién me esperaría aquí? Ya he perdido al amor de mi vida, a mi eterno e imposible amor… A la única persona con quien alguna vez me gustó estar, la que creí podía entenderme y cuya melancolía compaginaba perfectamente con la mía. ¡Oh, si fuera posible volver a ese fatal anochecer! Si la tragedia no se hubiese presentado con tan magnificente voluntad, desgarrando por completo cada uno de mis lúgubres pensamientos en el ocaso de tu irrefrenable partida hacia la montaña onírica. Llegó el instante en que todo me recordaba a ti, en que cada día tu perfume embriagaba mis sentidos al recordar cuando tus piernas me envolvían con dulzura inefable. Mas acaso todo fue una broma, una ironía del destino cuyos ecos retumban infernalmente en mi corazón marchito y nostálgico. Puede que así sea como deba yo de continuar, reviviendo tu hermosura celestial en cada uno de mis deprimentes escritos y abrazándome a tus pies cuando la muerte coquetee conmigo tras una cósmica borrachera de caricias prohibidas y besos comprados.

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El agridulce florecimiento del sufrimiento surge de la nada, como un relámpago infernal, embotando nuestra ya de por sí frágil y torpe consciencia. Y, sin embargo, es curioso tal sentimiento; pues pareciera ser lo único que no tiene un origen y sí un fin. Quizás el amor no exista, pero lo que sí existe es el abismo de locura, desesperación e incertidumbre en el que nos sumerge experimentarlo plenamente en cada átomo de nuestro deprimente ser. Ante esto, ¿qué se puede hacer sino desfallecer y añorar, ciertamente, no volverse a enamorar de nadie más jamás? No cabe duda de que resulta imposible amarnos, ya que, si lo hiciéramos, no tendríamos la sórdida necesidad de esperar la atención, el afecto y las caricias de otro ser igualmente roto y triste. Podríamos amar lo divino, pero elegimos amar lo humano; nos fascina revolcarnos en nuestra tétrica agonía porque en ella podemos sentirnos más miserables cada día. Sabemos, además, que no existe forma alguna de ser libre que no sea el suicidio. Estamos condenados y atrapados en esta grotesca pseudorealidad, en este averno delirante que absorbe nuestra energía con magistral perfección. ¡Qué patético suena todo esto, cada sentencia proferida en las tinieblas de la más ominosa amargura interna! El inferno, sin embargo, no es un lugar con llamas, sino un estado espiritual en el cual nuestra consciencia se desfragmenta mientras nuestras emociones más nos atormentan. ¿Qué es la realidad sino un desfase inculcado en la mente de cada uno cuya conexión con el infinito no puede ser explicada bajo ningún mecanismo terrenal? ¿No es el arte entonces solamente un capricho de los ángeles que funge como un triste consuelo en este eterno y desconsolador peregrinaje existencial? Y, ¡ay!, si tan solo pudiera volver a besarte solo una vez más; ¿no sería eso suficiente para quitarme la vida felizmente al instante siguiente? ¿No sería besarte en cuerpo, mente y alma, para este poeta esquizofrénico, lo mismo que besar a Dios y al Diablo al mismo tiempo? Entre tus piernas yo conocí la más sublime de todas las enseñanzas: el amor es nuestro destino; a él llegaremos irrefrenablemente, es solo cuestión de tiempo… ¿Qué importa si para alcanzarlo nos tardamos un par de años o eones en la vasta eternidad del cosmos? La paradoja no excluye originalidad ni implica redundancia en cuanto a experiencias y sentimientos encontrados; solamente nuestra limitada percepción de las cosas nos impide saber quiénes somos en realidad, nos ha robado la esperanza en contra de toda probabilidad.

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El mayor engaño del ser consiste en creer que la existencia tiene algún propósito cuando no sabemos ni siquiera el principio de esta. Todo parte de la irracionalidad, de la duda, del caos… Únicamente el ser, en su infinita y pretensiosa necedad, le adjudica a la creación un preámbulo racional o divino; no obstante, la existencia misma nos comprueba, una y otra vez, que nuestros humanos desvaríos no son sino piedras desgastadas que patea con ironía y cierto desagrado. Hasta el día de mi hermosa muerte, no dejaré de creer que así es y así será. Cualquier ideología, doctrina o teoría me parecerá siempre poco convincente y demasiado humana; pues se sirve de los mismos elementos terrenales a los que busca dar explicación mediante delirios místicos o cósmicos. ¿De qué sirve, además, relacionarse con los otros? En su mayoría, si no es que, en su totalidad, los seres humanos son una nefanda aberración. Merecen indudablemente ser exterminados; aunque creo que, de existir esa supuesta entidad superior, tiene tanta compasión y amor hacia nosotros que no nos reduce a cenizas en un acto de pura racionalidad. ¡Qué magnánima y misteriosa es entonces esa fuerza desconocida! Pudiendo bien acabar con todo, siempre nos da la oportunidad de redimirnos; aunque siempre volvamos a caer y hundirnos en nuestra infausta miseria. El problema, según me parece, yace en que no somos capaces de apreciarnos, querernos y amarnos lo suficiente; en la misma proporción que debería hacerlo un ser supremo y de la manera incondicional en la que no hemos creído que sería posible expandir nuestras emociones más reprimidas.

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La belleza en el cuerpo, pesa a su superficialidad, también envuelve a la mente y subyuga al espíritu. El ser nunca podrá apreciar algo más allá de lo corporal, aunque así se pregone en casos excepcionales. Casi siempre, habrá algún elemento oculto o se esperará algo a cambio; condición natural en el ser. Los sentimientos nunca serán suficientes en cuanto a atracción se refiere, y el corazón termina por sucumbir ante los designios de la carne y el encanto del reflejo. La estética vence siempre, el ser no es más que su esclavo predilecto. Así ha sido desde siempre y no creo que tal perspectiva se altere; nos embriagan el vacío y el sinsentido, tanto que sin ellos hasta sentimos no tener un propósito para seguir existiendo. ¡Y quizás así sea en realidad! ¡Quizá todo lo que somos es un error irremediable, una aciaga náusea de los dioses en su peor borrachera! ¿Quién habría osado diseñar algo tan imperfecto, limitado y efímero como nosotros? Y, sin embargo, pareciera que no existen absolutos; pareciera que incluso en lo más absurdo y horrible se parapeta cierta belleza y magia que casi nunca podemos apreciar ni mucho menos nos atreveríamos a amar. Lástima que casi siempre el mono sea tan repugnante y absurdo que sus escasas bellas cualidades físicas terminan por ser opacadas con inaudita rapidez. Quizá lo más adecuado sería aniquilar a la raza humana casi en su totalidad, ¿acaso perderíamos algo? Es decir, si hoy se terminase el mundo, ¿qué de malo habría en ello? ¿Nuestra destrucción? Para mí, eso sería algo demasiado bueno y conveniente. ¡Qué imbécil es el ser humano, tan autoengañado se halla su putrefacto cerebro! No podría ni siquiera intentar amar algo así, porque de inmediato experimentaría un brutal y tétrico deseo de suicidarme y asesinar a cualquiera a mi alrededor. Las voces en mi interior no paran de susurrarme que debo ya llevar a cabo la catarsis máxima y esfumar con un viento divino los restos de mis anteriores percepciones, en caso de que todavía me impiden reconocerme y amarme a mí mismo por encima de todo y de todos. ¿No sería ese el estado espiritual más elevado al que se puede aspirar? ¿Qué importa si otros nos aman o no? ¿Qué importa si los amamos o no? Al final, lo único que tenemos es nuestra vida y lo único que tendremos es nuestra muerte. El destino es siempre algo personal y quien tiene la fuerza de seguir el suyo, a pesar de los espejismos y las ilusiones, ese debe estar lo más cerca posible de la gran metamorfosis.

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Incluso en el más execrable absurdo de mi irrelevante existencia, he encontrado una especie de reconfortante y lúgubre elegancia que nada en este mundo grotesco podría comprar ni igualar. Quizá mi fatal existencia sea solo una insignificancia más, pero al menos me parece lo más real que se pueda sostener. De ahí que, fuera de mis propios asuntos y persona, cualquier otra cosa me importa menos que los insectos que piso indiferentemente todos los días. El solipsismo absoluto es, asimismo, la clave para la paz mental y el bienestar más asequible del alma. Dinero, sexo y poder gobiernan esta malsana y ridícula pesadilla carnal; no existe esperanza alguna para aquel que busque algo más allá de eso, para aquel que busque desdoblar su espíritu y rozar una dimensión superior. ¡Qué increíblemente vomitiva y torpe es la humanidad! No sé por qué algo así tuvo que ser concebido ni por qué este mundo funesto sigue en pie, y creo que tal conocimiento se halla a años luz de mi terrenal entendimiento. Quizás es verdad que, quien o quienes lo crearon, se mataron inmediatamente después de hacerlo; en cuanto se percataron de la infinita grosería de su lamentable creación. Eso explicaría, tal vez, por qué ningún ser superior ha bajado de ningún reino en los cielos o por qué la injusticia y la crueldad parecen no ser castigadas y hasta totalmente permitidas. Si dios no existe, ¿qué más queda sino suicidarse? Si la justicia, la libertad y la realidad son algo todavía más ilusorio que el amor, ¿qué caso tiene volver a abrir los ojos para experimentar otro deprimente recordatorio de lo insustancial que es todo? Ya sabemos que en el exterior todo está perdido, la verdadera pregunta es: ¿qué hay entonces en nuestro melancólico interior? ¿Acaso solo nostálgica tragedia, brutal miseria y límpido hartazgo? O acaso ahí, exactamente en los estados de mayor desesperación y locura, sea donde el sol centellea con mayor vigor y donde lo divino no puede morir. De nosotros depende entonces la última palabra, la decisión de seguir luchando un poco más o de cortarnos las venas hoy por la tarde. Cualquiera que sea nuestro camino, quiero creer que no pertenecemos aquí y que la muerte es la fusión de todas las verdades y mentiras, del bien y el mal, de lo humano y lo divino; la máxima dualidad donde todas las sombras unifican su sonrisa con la luz primordial de la cual emanan el caos y el infinito. Aquí, empero, es donde se rompen los límites de la razón y únicamente el alma, en su estado más libre y puro, puede guiarnos más allá del demoniaco cúmulo de perspectivas, sonidos y colores que ni siquiera podríamos imaginar en nuestro actual y mísero estado terrenal. ¡Oh, para qué volver a soñar con un mañana donde pueda abrazarte! Sí, donde pueda sostenerme de tus bellas y sublimes alas para que me lleves contigo lo más lejos posible y no me permitas volver jamás a mi triste forma humana. ¿Aún falta mucho para ello? ¿Cuánto tiempo más deberé solo añorarte en sueños y amarte en el silencio de mi deprimente esquizofrenia suicida?

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Tan triste y nefanda es la existencia de una raza tan insustancial como la nuestra que, día con día, encuentro una razón más para no seguir en ella. Inclusive, si se partiera desde el principio que algo de todo esto tiene algún fin, ni siquiera así lograrían convencerme de que han valido la pena todo el sufrimiento, agonía y desesperación que aquí he experimentado y que nunca lograré olvidar sino hasta mi gloriosa muerte. Los recuerdos que no desaparecen, que traen consigo más tormento y angustia de la que mi afligido corazón es capaz de tolerar. Más intolerante me resulta todavía contemplar a la repugnante humanidad y sus vanos intentos por perpetuarse sin saber siquiera por qué o para qué. Somos animales asustados de descubrir nuestro lado más oscuro y siniestro, temerosos de desnudarnos desde lo más profundo y conocernos por primera vez en nuestra aciaga existencia. Tampoco podemos aceptar la dualidad que yace detrás del todo: hay bien en el mal y mal en el bien, hay verdad en la mentira y mentira en la verdad, hay luz en la oscuridad y oscuridad en la luz; y así sucesivamente con cualquier concepto que creemos contradictorio. Claramente, nuestro lenguaje nos limita y nuestra razón determina qué probabilidades consideramos como «reales». Mas nada es improbable, solamente se halla lejos de materializarse dado el desgastante choque de voluntades y perspectivas que acontece tras bambalinas. ¿Qué es la mente sino la más bella de todas las ilusiones en las que constantemente nos desfragmentamos sin remedio? Y ¿no es entonces la muerte el punto de equilibrio entre la fantasía y la objetividad a la que hemos sido hasta ahora expuestos implacablemente? ¿Qué hay en mi corazón suicida que palpita tan estrepitosamente cada vez que me pierdo en tu mirada celestial y que añoro poder rozar tu halo desde mi inmunda humanidad? ¡Oh, mi hermoso y divino ángel del sol! Quisiera tanto poder amarte, pero ni siquiera soy capaz de amarme a mí mismo y creo que jamás podré hacerlo. Quizás estoy aún más engañado que el resto, pues al menos ellos sí que aparentan muy bien el «ser felices» en su intrascendente y patética pseudorealidad.

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Obsesión Homicida


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