Para el ser, negar su estupidez y miseria existencial sería equivalente a negar lo único que constituye el (sin)sentido de su pestilente esencia. No podría hacerlo, pues entraría en una contradicción de tal magnitud que, muy probablemente, enloquecería en ese preciso momento.
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Lo realmente sombrío era entender que los humanos ni siquiera podrían considerar la posibilidad de rechazar la gran y perfecta falacia en la que creían existir. No obstante, era asaz vital dejar en claro que el sexo, el dinero y el materialismo era todo a lo que podían aspirar esos pobres imbéciles, prisioneros del más efervescente absurdismo y adoradores de la más abyecta banalidad.
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Es bastante siniestro cuestionarse las razones que pretenden justificar la existencia del ser, así como toda la destrucción, putrefacción, miseria, maldad, estupidez y demás elementos que esta implica. Lo es cuando, tras profundas cavilaciones, nos percatamos de que, ciertamente, no hay ni una sola que resulte convincente por mucho tiempo.
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Debo admitir que, al comienzo, el sufrimiento ocasionado por el colapso de este extraño (des)amor me perturbó sobremanera. No obstante, con el paso del tiempo, me percaté de que no habría podido soportar ni un día más a tu lado, pues en verdad te amaba con desmedida locura, pero también te detestaba con cerval pasión; tanto que no podría soportar el volver a ver tu odiosa cara sin sentir unos inenarrables deseos de hacerla trizas con mis propias manos.
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Ser o no ser, vivir o morir, amar u odiar… Cada uno de estos dilemas se tornaba tan espantosamente absurdo cuando se contemplaba el único factor relevante en la incuantificable irrelevancia humana: el suicidio.
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Y, pese a todo, este pestilente abismo de infinita podredumbre y soledad en el que estoy sumido me parece, ciertamente, mucho más interesante y piadoso que mi repugnante existencia humana.
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El Halo de la Desesperación