El ego humano es, acaso, el mayor de todos los sinsentidos. Es así porque, en realidad, tal criatura no tendría ningún derecho de sentirse importante, valiosa o fundamental en ningún aspecto. ¿Qué de bueno tiene? Y, en caso de que lo tuviera, ¿no es insignificante dado lo efímero de su pestilente existencia? ¿Qué son su arte, su literatura, su poesía, su ciencia o su tecnología sino patéticos y desesperados intentos por escapar de un destino más que blasfemo e irremediablemente absurdo? El ser debe sucumbir, solo así habrá paz y belleza.
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Entre más pronto entendamos que este sistema llamado pseudorealidad y los seres que en él habitan están diseñados para quitarnos el tiempo, la energía y hasta el alma, más pronto entenderemos que la soledad es la única manera de salvarse y que el suicidio es el único método para asegurar nuestra pureza. Únicamente matándonos del modo más reflexivo es que conseguiremos convertirnos en dioses tras el sublime acto.
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Los recuerdos no paraban y la tortura llegaba de todos los frentes. Me hallaba en aquella pringosa habitación de hotel, en aquella catacumba de miseria donde me deleitaba con los perfumes y los cuerpos de aquellas prostitutas con las cuales buscaba mitigar un poco la agonía de mi ser. ¿Qué opción tenía sino embriagarme, hundirme y revolcarme una y mil veces en la decadencia más insana? ¿Era yo un cerdo? ¡Claro que lo era! Pero ¿acaso importaba ya? ¿A mí me importaba? ¡No, para nada! ¡Todos éramos unos cerdos en el fondo! Y los que más lo negaban, ¡más lo eran! Así era la aberrante naturaleza humana y nadie era diferente. Todos éramos viles perros deprimidos que negaban sus más profundos impulsos ante la hipocresía social. Todos seremos por siempre esclavos de una existencia que, aunque indiferente a nosotros, pareciera estar diseñada la mayoría de las veces solo para causar miseria y dolor. Prefiero morir así yo: en el éxtasis de la depravación a la cual siempre pertenecí que pretendiendo un cúmulo de falsas virtudes que nunca comprendí ni aprecié.
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El centro era inalcanzable y los pétalos de las rosas azules vociferaban que no me encontraba ya en el mundo humano… ¡Qué fortuna! Finalmente era yo libre y por primera vez se me presentaba la gloriosa oportunidad de experimentarme sin prejuicios, leyes absurdas o creencias patéticas. Al fin había logrado desprenderme de mi ominosa humanidad y solo me percibía como una fuente de luz que viajaba indefinidamente por un cosmos extraño y abrumador. ¿Era esta mi muerte? No lo sabía ni me importaba saberlo, ¡al diablo con todo! Lo único que ahora me importaba era perseguir el centro del caos y soñar con su esencia magnificente recorriendo cada fragmento de mi nueva forma; una que jamás tuvo que ver con mi deplorable cuerpo y que vibraba con inaudita locura por sentirse al fin libre.
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No quería que me importaras, porque bien sabía que eso me destruiría en lo más profundo de mi ser. No quería quererte con todo mi corazón, puesto que eso significaría la ruina de mi vida. No quería llegar a amarte incondicionalmente, pero no tuve elección. Sí, supongo que incluso ahora no creerías ni una sola palabra de todo esto, pero debes saber que yo me maté por ti; que mi vida llegó a su fin el día en el que nos separamos para siempre y que nunca me sentí tan feliz como el día en que te conocí. Pero no quise buscarte, no quise incomodarte. Preferí mejor escribirte infinidad de melancólicos poemas antes de cortarme las venas… Espero que algún día puedas perdonarme y que entiendas que, pese a todo, te ame más que a cualquier otra cosa o persona en mi miserable y patética existencia.
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No podía hacer otra cosa más que deprimirme y llorar. Ya nada me importaba ni nadie me interesaba. Las personas me asqueaban y no toleraba la compañía de nadie. No tenía sueños, metas ni nada por lo que quisiera seguir respirando. Es decir, sí que había cosas que podía hacer, pero ya nada podría jamás mitigar el vacío dentro de mi alma con nada. La desesperación de existir me había consumido por completo y la pseudorealidad había quebrado mis anhelos. De cualquier modo, sabía que este día llegaría tarde o temprano… Sí, siempre supe que algún día tendría que matarme irremediablemente. Yo nunca pude ser como esas personas que podían autoengañarse con cualquier estúpida actividad o absurda ideología. No, yo jamás fui como ellos y, quizá, en realidad jamás fui humano.
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El Réquiem del Vacío