Te amo tanto que tendré que asegurar tu felicidad, la cual lejos de este mundo vomitivo ha de germinar. Espero que algún día puedas perdonarme, si es que existe tal cosa en el más allá. Nunca fue mi intención hacerte daño, pero tenía que hacerlo: tenía que matarte. Era la única manera de silenciar de una vez por todas esta infernal obsesión causada por la incomparable e inmarcesible belleza de tu rostro, tu cuerpo y tu espíritu.
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Ahora que ya no estás aquí y que sé a la perfección que jamás volverás, me pregunto en qué momento la nada se tragó nuestros matices para jamás devolvérnoslos. ¿Desde hace cuánto la hermosa sintonía de nuestros corazones marchitados cesó su palpitar? ¿Desde hace cuánto nuestras almas dejaron de bailar al mismo compás? ¿Desde hace cuánto fue que, en silencio y sin remordimientos, nos dejamos de amar?
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De ningún modo el amor podía ser verdad en un mundo tan funesto como este donde la mentira era la más prominente verdad y donde el sinsentido reinaba por encima de todo.
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Lo que más adoro es sostener tu hermoso rostro entre mis manos y sentir como el inmenso conjunto de nuestras limitaciones humanas se esfuma por unos momentos. Y me agrada percibir como nuestras bocas, en tan hechizante atracción cósmica, pueden anular brevemente cualquier concepción de lo que sería el tiempo, el espacio, el infinito y hasta la muerte.
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Podría decirte tan solo que te amo, pero englobar el jaspeado y apocalíptico paroxismo hacia el cual me proyecta el hecho de besarte se torna imposible en mi actual condición humana. No sé entonces si en verdad te amo o si solo estoy obsesionado contigo, pero siento que, si tú no estás ya conmigo, tengo pleno derecho de matarme cualquiera de las próximas noches.
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Amor Delirante