Capítulo IX (LEM)

Por la mañana, lo primero que Leiter hizo fue inquirir si alguien había estado con el doctor Lorax cuando él se fue, probablemente había entrado raudamente sin que él lo notase cuando estuvo a punto de bajar las escaleras. En ese lapso tan corto, alguien pudo haberse colado, y entonces tendría sentido la variación de voces que escuchó cuando pegó su oído a la puerta de la ostentosa oficina. Naturalmente, le fueron negadas las respuestas en torno a dicho asunto, hasta que, de mala gana, una señora gorda y apestosa que limpiaba los baños dijo que era un tonto como todos los futuros investigadores, que no era tan observador y que, de ser más perspicaz, sabría que el doctor pasó todo el rato solo después de que él se marchó. Leiter no supo qué inferir de aquella dudosa respuesta y de la discusión que estaba seguro de haber oído, tan solo quedó más ofuscado. Era otra de las inexplicables cosas que se sumaban a la larga lista de todas las que no lograba esclarecer. Algo estaba oculto, eso era un hecho, pero descubrirlo sería un auténtico dolor de cabeza. Además, una vez conseguido este punto, exponer la verdad parecía impensable. ¡Seguramente nadie le creería! Los humanos dudaban de la verdad y estaban seguros de la mentira, así era el asunto en todo momento.

Tras lo ocurrido con el doctor Lorax y sus indescifrables cambios de humor y voz, Leiter pasó toda la semana sin ver a Poljka ni concentrarse. Si tan solo el doctor le hubiese dicho más acerca de los peligros del amor. No sentía que amara a Poljka, pero le atraía no solo su aspecto, sino algo más en su interior, algo difícil de explicar. Quizá sí la amaba y se negaba a pensarlo así. Cuando la tenía cerca, podía sentir cómo se erizaba toda su piel y se tensaban sus músculos, un maremoto ocurría en su cabeza. Sus pupilas se dilataban y quedaba como flotando sobre el doloroso mundo humano. Hasta ahora, sin embargo, no habían tenido una plática con respecto a un noviazgo, pues, curiosamente, a Poljka parecía fastidiarle ese tema. Leiter nunca lo había sacado a flote, pero ella siempre hacía hincapié en que una de las principales razones por las cuales la humanidad estaba condenada y yéndose al carajo era, precisamente, la sexualidad envilecida que predominaba.

Esa era una de las cosas que Leiter más observaba siempre en Poljka: la tenacidad y el ahínco con que atacaba a aquellos cuyos fines eran solamente acostarse con una mujer. Argumentaba que, si ella se vestía tan reveladoramente, era justamente porque buscaba romper con esos esquemas donde la mujer debe sentirse indefensa antes los hombres. En su opinión, no tenía nada de malo usar minifaldas ni escotes. Le disgustaba sobremanera la pornografía, sin saber siquiera que Leiter, pese a todos sus intentos, no había logrado renunciar a ella; de hecho, era un adicto. Creía Poljka que era una de las industrias más poderosas y que más atontaban a las personas, pues éstas pasaban muchas horas mirando escenas que jamás podrían reproducir en la vida real, sobre todo los hombres. El efecto que tenía esa asquerosidad en el cerebro, según ella, era solo rellenar el hueco que existía en el humano al no poder ya amar dada su condición absurda en el mundo.

Por otra parte, Poljka estaba decididamente en contra de la prostitución. Había investigado y averiguado que algunas personalidades famosas, incluyendo mujeres, eran parte de grupos que aparentaban ofrecer autoayuda a mujeres desamparadas, sin hogar, madres solteras o en alguna situación complicada. Al comienzo, el asunto iba bien, se les brindaban servicios, asilo y comida, todo gratuito. Luego, se les pedían ciertos favores, en principio inofensivos, que paulatinamente iban subiendo de tono hasta llegar a aquellos de índole sexual. Como las mujeres ya estaban endeudadas y comprometidas con las asociaciones que operaban de este funesto modo, no tenían de otra más que aceptar todo lo que se les propusiera con tal de no irse a la calle, donde, de cualquier modo, les iría peor. Así, poco a poco, eran introducidas a la trata de blancas, viéndose forzadas a prostituirse en grado cada vez mayor. Al final, triste e invariablemente, terminaban convertidas en muñecas sexuales de millonarios, si su suerte era muy buena. O, sencillamente, reducidas a una más de esas que tanto abundan en las esquinas, mal pagadas y amenazadas de muerte si osaban abandonar el negocio.

Aquella tarde un viento horrible golpeaba el centro donde Leiter, el observador predilecto, terminaba su tediosa jornada. Era ya casi el fin del tercer mes que los ayudantes pasaban allí, casi la mitad de la estancia. Se había ofrecido un descuento en la cafetería y todos habían asistido muy alegres a tragar las cochinadas que ahí se ofrecían. En general, alimentos de alto contenido calórico, exageradamente cargados de azúcares y sales. Era imposible resistirse, pues, más allá del atractivo físico de los productos, estaba el golpe mental que se dirigía directamente al subconsciente de aquellos insensatos con la llamativa publicidad que se esparcía por doquier sin respeto alguno.

De Poljka no había rastro alguno, otra vez parecía que se la hubiese tragado la tierra y Leiter la extrañaba mucho. Le había dejado algunas cartas en su cubículo, pero nada, no había respuesta alguna. Por otro lado, Klopt se había vuelto muy tacaño, su comportamiento se había modificado considerablemente. Ahora casi no se le veía en las reuniones y siempre parecía desconfiado y nervioso. Sus cabellos habían crecido al igual que su barba, pero no se afeitaba. Algunos conjeturaban que tampoco se bañaba y que apestaba a quién sabe qué cosa. Le habían restringido, por alguna razón desconocida, el acceso a las prácticas más profundas donde se mostraba el verdadero carácter del centro, afirmando que no podían confiar en alguien con su aspecto. Ciertamente, cualquiera diría que se había trastornado tanto o más que Leiter. Los investigadores, por su parte, despreciaban a Klopt y le negaban el derecho de llamarse científico. En resumen, aquel que otrora fuese uno de los consentidos de los jefes de área, había caído al mismo nivel que su sacrílego compañero Leiter, cuya mala influencia estaba más que comprobada.

Otro de los investigadores que llamó la atención por su comportamiento inusual fue Calhter, el pervertido que quería follarse Poljka, y quien se engreía de ser el mejor físico de todo el centro. Se le miraba constantemente husmeando y metiendo las narices en todos los sitios donde se hablase de la exótica doctora de ojos lapislázuli. Se había inscrito en el gimnasio y pasaba horas enteras ahí, pues sabía que su amor platónico asistía sin falta; o, al menos, así lo había hecho, pues no se le miraba hacía ya bastantes días. Ya casi no hablaba y estaba más circunspecto de lo normal. Miraba a todo mundo despectivamente y hasta hacía comentarios obscenos, afirmando que se había acostado con otras investigadoras y que era una absoluta máquina sexual. Nadie sabía qué clase de estrategia era la que intentaba para atraer a Poljka, pero también había pintado su cabello y usaba un ridículo bigote. Se había peleado con dos de los jefes de área y pasaba largas horas en el cuartel donde se decía que se llevaban a cabo los verdaderos experimentos, pero tan delicados eran que solo contados ayudantes podían tener acceso.

Y, en una de esas calurosas tardes, Calhter se encontró con el tan cambiado Klopt. Parecía de buen humor por algo, cosa extraña en él.

–¡Qué gusto verte aquí! ¿Cómo has estado?

–¡Calhter, qué gusto! –acertó apenas a responder Klopt.

–¿Qué haces aquí? ¿Acaso no te llegó la invitación?

–Pues creo que no, ¿invitación a qué? ¿Es que aquí hay fiestas? Pensé que eso no existía.

–Bueno, es solo una reunión. O, al menos, eso me dijeron.

–¿Quién te lo dijo? Me parece que realmente muy pocos fueron invitados.

–Tal vez, es lo que más me emociona –dijo Calhter riendo con malicia, como si ocultase algo–. Está bien, te lo diré.

–¿Decirme qué? ¿Qué secreto traes entre manos?

–Es Poljka, fue ella quien me invitó –acertó finalmente a decir con los ojos pícaros.

–¿De verdad? No lo creo, se supone que ella y Leiter…

–¡Ella y Leiter al carajo! –expresó con encono Calhter, casi incinerando a Klopt con la mirada–. Siempre supe que yo le gustaba, era obvio. Ese Leiter seguramente no logró complacerla como ella se merece. ¡Ja, ja, ja! Al fin y al cabo, la victoria es mía.

–Pues me parece extraño. Hace unos momentos Poljka estuvo aquí y nada me dijo sobre esa reunión, creo que a ella no la invitaron.

–¡Imposible! ¿Poljka estuvo aquí? ¡Claro que fue ella! –afirmó Calhter sacando un papelito y alterándose considerablemente–. Mira, aquí está su letra y firma.

–Pues estuvo aquí porque Leiter no está bien, al parecer sufrió una crisis. Sí, según veo es auténtica –exclamó Klopt examinando la carcomida nota–, aunque tengo mis dudas.

–Es natural que estés celoso por mi triunfo. No te imaginas cuánto he esperado por esto, la deseo desde el primer día y este será mi gran momento. ¡Por nada del mundo cederé!

–Y ¿cómo estás seguro de que hoy será ella tuya?

–¡Qué ingenuo eres, maldición! Si ella no acepta por las buenas, será por las malas.

–¿Qué es eso de las malas? ¿Acaso tú…?

–¡Soy capaz de todo, de lo que sea con tal de poseerla esta noche! –expresó con desfachatez Calhter.

–Esto no está bien.

–Nadie dijo que lo estaba, pero ahora te dejo, pues ya casi empieza el espectáculo.

 Así, Calhter se alejó. Klopt quedó desconcertado y pensó en Leiter, quien había sufrido una recaída y se hallaba en la enfermería. Aunque, cosa extraña, nadie supo a ciencia cierta a qué se debía dicha recaída. Con su amigo débil, debía solucionar todo ese asunto él y luego alertar a su amigo sobre las intenciones de Calhter. Sabía que sería peligroso, pero debía hacerlo. En todo caso, esperaría un poco más para revelarle a Leiter lo que había escuchado en el departamento de biología la otra tarde. Ponderó sus opciones y finalmente se marchó. Siguió a Calhter, aunque parecía arrepentirse de tal situación, sobre todo cuando este comenzó a alejarse más de lo permitido, tomando una vereda hasta ahora desconocida para él. De pronto, Calhter se detuvo, como dudando. Había llegado al lugar donde la valla eléctrica no cercaba el bosque de modo adecuado, un punto muy alejado del edificio principal del centro. Sin preámbulos entró, al parecer ya esperaba aquello. Klopt casi se arrepentía, pero se dio valor, sin saber que después de ese día su vida cambiaría por completo.

En la clínica, mientras se recuperaba de aquel extraño colapso, Leiter recordaba cierta plática con Abric…

–Los humanos han perdido todo sentido de la incertidumbre y la creatividad. El falso dios dinero les ha vaciado lo poco de intelecto que les había sido concedido, y ellos, gustosos, han decidido prostituir sus ideales a favor de una vida placentera en donde lo único que se puede hallar es miseria y crueldad. Es necesario, por ende, que desde pequeño el humano sea sometido a toda clase de adoctrinamiento, tales como la imposición de posturas religiosas, sociales, políticas, culturales, etc. Así, cuando crezca, habrá perdido la facultad para pensar por sí mismo. Indudablemente, los padres son los mejores elementos de este teatro ominoso, pues creen absurdamente que les hacen un bien a los niños educándolos, cuando tan solo contaminan su incauta mente con ideales que a ellos igualmente les fueron implantados.

–Y ese acondicionamiento es absolutamente indispensable para poder vivir en este mundo y sentirse a gusto, ¿cierto?

–Desde luego. De otro modo, ¿crees que alguien querría estar en un mundo como este? Se me ocurre que, sin el acondicionamiento, la humanidad se hubiera extinguido hace siglos.

–Sin duda, este mundo es un error. Lo que no comprendo es por qué ellos, los humanos, se sienten tan cómodos. ¿Tan potente es el acondicionamiento?

–Sí, lo se. Desde la infancia se trabajan las mentes para que sigan los patrones que los poderosos quieren. Te hacen pensar como una oveja y te acostumbras a ello. Incluso las personas más brillantes son parte de este sistema manipulador. Es eso lo que me ha mantenido en reflexión estos días y lo que no puedo sacarme de la cabeza. Tal vez el simple hecho de existir sea ya acondicionamiento.

–Pero, si eso que dices es verdad, entonces no hay modo alguno de escapar de esta prisión.

–Lo sé. Una vez que comienzas a descubrir todo lo que está mal en el mundo, es imposible que vuelvas a ser tú mismo. Es complicado asimilar que todo lo que has creído y te han enseñado es una falacia. Y todavía más intrincado es siquiera pensar en que alguien escuche y se percate de ello. Las personas siempre negarán que el mundo vaya de mal en peor, pues es común en una raza tan decadente negar su propia miseria. A ese nivel están contaminados los humanos, pues ni siquiera pueden percatarse de lo más evidente.

–Cierto. Las únicas personas que han luchado por sus ideales y un cambio verdadero son las mismas que su propia gente ha asesinado.

–Por eso me he resignado ya a morir. Es cierto que el mensaje que intentaré comunicar solo llegará a unos cuántos, esos son los que me interesan.

–Es demasiado complicado, parece una locura. Y el mundo, de cualquier manera, no cambiará. Me atrevo a pensar que incluso empeorará.

–Sí, lo hará. Es solo que no hallo otro modo de continuar viviendo, o si no mejor será que me suicide.

–La muerte parece ser la única vía de escape en este mundo putrefacto. ¡Qué triste debe ser la vida para que solo nos reste esa opción!

–Desde la cima de esta montaña –comentaba Abric con la mirada fija en el firmamento– el mundo parece una nadería. ¿Cómo es posible entonces que vivamos así? ¿En qué momento los humanos perdieron el alma? O ¿es que desde el comienzo hemos sido un experimento fallido? ¿Solo es esta existencia una tortuosa agonía y una absurdidad sórdida donde nada importa ya? ¿Es que desde el comienzo estaba la humanidad condenada a esta miseria? ¿Es acaso esto lo que un supuesto dios desea de nosotros? Yo hubiera preferido nunca haber existido…

Leiter observaba entonces a Abric, acercándose tanto como podía a la cima de aquel peñasco. Era la primera vez que subía ahí, jamás había hecho antes algo así. Desde su hogar, en pasadas y agónicas jornadas, divisaba con frecuencia el sitio donde ahora se hallaba. Lo hacía cada tarde, pensando en cómo sería estar parado en la punta, y ahora lo estaba. Miraba y aguardaba, anhelaba que Abric no se aventase, aunque a la vez lo deseaba. Se había creado una concepción distinta de la muerte, pues pensaba que en este mundo miserable morir era algo hermoso y hasta recomendable. Por ello, había decidido que no lloraría cuando sus familiares muriesen, ¡claro que no! Por el contrario, se alegraría inmensamente, sentiría tal felicidad de saber que alguien ya no estaría en este mundo cruel e ignominioso. Era tan patético que la gente comúnmente se entristeciera cuando alguien fenecía, pero era solo por el acondicionamiento, por ese egoísmo que caracterizaba al humano. No se lloraba tanto por la persona en sí, sino por lo que nos daba. En realidad, era mera hipocresía. Llorar la muerte de alguien era el acto más vil y egoísta que el humano podía hacer.

En ese instante, mientras cavilaba, observaba cómo Abric estaba a nada del vacío. Quería detenerlo, pero no podía. Era incluso raro, tal vez sabía que podía detenerlo, pero ¿qué sentido tendría? Suponiendo que lo detuviese, ¿no sería incluso eso incorrecto? ¿No era mejor dejarlo terminar ahora mismo con su miseria? ¿Cómo hacer que alguien que detestaba con tal ahínco el mundo se mantuviese en él? De cualquier manera, si le evitaba ahora la agonía, volvería a querer matarse. Lo mejor era dejar que cayera. Sí, eso debía hacerse. Y él solo lo miraría, pensaría en que hace poco escuchaba las últimas palabras de esa mente tan alejada del mundo terrenal, de la única persona cuyas ideas no concordaban con el mundo. Era triste, pero nada se podía hacer. Él, Leiter, se mataría también entonces algún día; tal vez pronto o quizás en muchos años, pero se mataría indudablemente. Deseaba sentir toda esa mezcolanza que conllevaba el suicidio, ese debate entre el instinto de supervivencia y la opresión que luchaba por liberar el espíritu.

Sí, sabía bien que se suicidaría y así alcanzaría la libertad, la negada y odiada libertad que los humanos habían entregado hace tiempo. Incluso, podría saltar ahora mismo hacia el vacío y seguir a Abric, mirarlo unos segundos antes de estrellarse y contemplar su cuerpo hecho trizas, para luego él terminar en igual condición y desprenderse para siempre. Acaso iría al infierno, tal vez a la nada o hasta, paradójicamente, a un mundo mejor. Realmente nada importaba, solo observar esa sonrisa irónica y solemne de Abric, ese jugueteo que mantenía con la muerte, la tan añorada muerte. ¡Con qué desprecio ahorcaba la vida! La misma que lo lastimaba y lo hundía en una insoportable enfermedad. Al fin y al cabo, podría detener a su amigo, pero no quería hacerlo. Podría encontrar infinitas razones que justificasen el tormento y el dolor de la existencia, pero nada sería suficiente para Abric, pues ya no pertenecía a este mundo. Su mente había extirpado la voluntad de vivir, dejándolo en la locura de permanecer entre lo que más aborrecía: la humanidad y sus inimaginables formas de seducción para seguir vivo, aunque careciese de cualquier sentido…

Tal vez así era: se implantaba el deseo de vivir como una necesidad, como una finalidad y como parte de la existencia. Pero ¿qué pruebas se tenían al respecto? De cualquier manera, ¿valía la pena vivir así? Se decía que la vida era parte de un ciclo regido por el karma, donde cada cual progresaba a su ritmo, lo cual podía tomar bastantes años, incluso milenios, pero, al final, todos llegarían a unirse con la suprema energía. ¿Acaso se podría ser más inverosímil? Leiter estaba harto de escuchar tantas mentiras y de mirar cómo las personas las creían. De ser lo anterior cierto, entonces el mundo nunca acabaría, pues le parecía imposible que tantos humanos idiotizados pudiesen alguna vez percatarse de la verdad. Debía ser solo un cuento, al igual que la supuesta venida del mesías y el estado conocido como nirvana. ¿No era toda una ideología y creencia absurda a final de cuentas? Y eso del superhombre, ¿sería una opción para un ser tan decepcionado como él? ¡No, nada lo sería! ¡Maldita sea! ¿Por qué no se lo llevaba el demonio de una buena vez? Ya nada lo llenaba, nada quería y todo le asqueaba. ¡Vivir era un fastidio, una verdadera y monumental insignificancia!

Luego, tras reflexionar, Leiter se quedó pasmado, pero no cesó ahí su soliloquio. ¿Qué diablos estaba haciendo con su vida? ¿Acaso esto era la vida? ¿Por esta pestilente existencia la gente agradecía despertar cada mañana? ¿Qué hacía especial el hecho de estar vivo si todo era tan rutinario, terrenal y estúpido? Siempre las mismas caras, las mismas charlas imbéciles de personas sin criterio, las mismas comidas, los mismos absurdos reportes en el trabajo, los mismos datos en la computadora, las mismas aves volando y burlándose de los humanos decadentes. Y aquí se interesaba por la profundidad del hecho. Él también quería volar, volaría y lo haría justamente en ese instante en que regresaba. Sí, retornaba a ese instante en la cima de la montaña de su ciudad natal. Entonces empujaba a Abric, lo aventaba y lo último que escuchaba era un agradecimiento, pero también una despedida. Y luego él también se despedía y caía, volaba cual ave de hermoso plumaje. Caía y al mismo tiempo se elevaba, esa era la verdadera esencia del infinito y de la eternidad. Nada de doctrinas, nada de filosofías ni de textos. Todo eso no servía de nada, eran todos pensamientos de otros seres absurdos. Era incapaz de sentir admiración por algo o alguien desde hace tanto, el mundo estaba muy por debajo de lo que él esperaba. En su mente, aunque fuese solo en esta distorsionada y maltrecha percepción, sabía que ahora él era Abric.

–¡Leiter, despierta! Es hora de la medicina –se escuchó desde el cuarto de la doctora.

–Sí, ya voy –contestó éste, un poco ensimismado–. Un momento, por favor, que no estoy listo aún.

–Es bueno que te levantes, aunque sea solo por un corto periodo de tiempo, así tus músculos se despabilan.

–Sí, supongo. De igual forma, ya no me siento tan cansado, aunque he tenido un intenso dolor de cabeza que no se retira.

–¿Desde hace cuánto? –preguntó la doctora un tanto desinteresada.

–No recuerdo, tal vez desde que llegué aquí.

–Ya veo, es un tanto extraño. Si gustas –afirmó entrando y mirándolo de soslayo–, puedo darte algo de medicamento. Tendrás que hacerte unos análisis también, has estado diciendo incoherencias en tus sueños y eso me preocupa. Será mejor que te trates, pues tuviste un episodio muy grave de ansiedad y, al parecer, has estado bajo escenarios de mucho estrés, aunque no sé por qué. ¿Hay algo que te preocupe en demasía?

–No, creo que no –replicó Leiter incorporándose como pudo–. A veces exagero todo, es parte de mi trastorno.

–Con que es eso. Pues debes cuidarte más o, de otro modo, no vivirás mucho.

–Lo sé, haré lo posible para estar más tranquilo –afirmó Leiter, fingiendo que pondría en práctica aquellos inútiles consejos.

Tras haber ingerido su medicina, se alejó y se recostó. Mañana, si no ocurría alguna eventualidad, ya podría salir de aquella clínica. A decir verdad, no quería hacerlo, pues tendría que regresar a sus labores en el departamento de estadística. Además, tendría mucho trabajo esperándolo por los días que no asistió. Ahora más que nunca deseaba que ya terminase la estancia, le parecía que había pasado una eternidad en ese lugar y que todo había sido parte de un sueño; e incluso la vida podía ser solo eso y sería mucho mejor creerlo así. Pero no, o quién sabe, pues todo el sufrimiento y la miseria que sentía a final de cuentas no podrían solo ser ilusiones. Esa era su gran duda: si con la muerte cesaba en verdad todo, o si quedaba alguna reminiscencia de lo experimentado. Cada vez sentía mayor curiosidad por averiguarlo y menos eran sus deseos de postergar dicho descubrimiento. No obstante, algo no andaba bien, sentía su cabeza dar vueltas, pensamientos insidiosos llegaban y fluían rápidamente. Esto superaba por mucho el trastorno que lo amortajaba diariamente, ese que no sabía cómo controlar. Recordó entonces los últimos sueños en la clínica las noches anteriores. Eso le ocurría a veces: de pronto, y sin razón alguna, llegaban imágenes oníricas que había soñado hace meses o incluso años, como si se colaran por alguna oquedad en su memoria y desafiasen su comprensión.

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Libro: La Esencia Magnificente


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