Capítulo VI (LCA)

Los días continuaban tan insignificantes como siempre. Los estudiantes asistían a sus monótonas lecciones y se conformaban con repetir lo que emanaba de las bocas de aquellos viejos a quienes admiraban y elogiaban en demasía. Se tenía ahora la peculiaridad de que la comida que se ofrecía en la cafetería había experimentado un incremento ingente, según con el único fin de poder construir una sorpresa que agradaría a estudiantes y profesores, pero que no se revelaría ni se sabría algo de ella, sino hasta en el momento oportuno. Todos los demás puestos que anteriormente vendían alimentos en ubicaciones aledañas a la facultad fueron expulsados debido a la mala higiene en sus productos, supuestamente. Tampoco se permitía ya que los estudiantes ingresaran con comida a la universidad, pues, según se dijo, éstos eran demasiado sucios y arrojaban su basura en el suelo y debajo de las bancas.

Además, no era correcto que los estudiantes consumieran cualquier tipo de comida, para eso estaba especialmente diseñada la cafetería, por cierto, remodelada. A pesar de esto, algunos estudiantes, entre ellos Emil y Justis, afirmaron que la comida era igual o peor que la que traían de casa. Cuando presentaron sus quejas fueron reprimidos y hasta se les amenazó con ser expulsados. Todos los demás estudiantes aceptaron que la comida de la cafetería especialmente diseñada para ellos era la más adecuada, pues les parecía muy bien condimentada y salada, además de que el postre era extradulce y esto les daba energía suficiente para soportar las intensas jornadas académicas.

También otra medida en un principio aborrecida había sido impuesta unas cuantas semanas después. Resultaba que, a raíz de la desaparición de un conjunto de artefactos que misteriosamente no fueron hallados en el laboratorio de cómputo, los estudiantes eran ahora revisados minuciosamente tanto en la hora de la entrada como en la de salida. A los hombres se les revisaba hasta donde no, y a las mujeres no les iba mejor. De hecho, más comúnmente de lo que se esperaría, el director era quien se encargaba de revisar a las jovencitas, quienes argumentaban que las había tocado en zonas íntimas. Sin embargo, cuando decidieron quejarse, encabezadas por Filruex y Paladyx, fueron inmediatamente reprimidos con el argumento de que en esas zonas era donde seguramente se escondían las cosas. Al estar Filruex entre el grupo que reclamaba, fueron amenazados y hasta se les quiso adjudicar que habían sido ellos los que tomaron los artefactos desaparecidos. Según Filruex, se les trataba ya como prisioneros, pero otros de sus compañeros comenzaron a ver aquella medida como justa y nadie tuvo el valor para cuestionar de nuevo aquella revisión aprovechada.

Uno de esos días en donde las cosas eran más absurdas que de costumbre, Emil corría para recoger uno de sus dibujos, olvidado por él mismo horas antes, con el temor de que fuese descubierto por los profesores, o, peor aún, por el director. Su mayor temor se hizo realidad cuando su dibujo, impulsado misteriosamente por el viento que soplaba maliciosamente aquella tarde, fue a dar con los zapatos del director justo cuando iba saliendo de su oficina. Al verlo, Emil se quedó impávido. Y, asomándose descaradamente, le pareció atisbar los supuestos artefactos desaparecidos del laboratorio de cómputo. Inmediatamente el director lo reprimió y cerró la puerta de su oficina violentamente, diciendo a Emil que aquello era el nuevo equipo que había llegado y que se instalaría en breve. Luego, procedió a reprimirlo por dibujar e hizo añicos su dibujo, añadiendo que, por esa ocasión, le perdonaría la tan grave falta.

Emil pudo notar, sin embargo, que el director estaba demasiado nervioso y que se alejaba raudamente. De hecho, nadie podía nunca entrar a su oficina, salvo sus dos sobrinos, que eran igualmente profesores, Saucklet e Irkiewl. Los cristales de su oficina, la cual resaltaba por el lujo que ostentaba, estaban polarizados y un inmenso candado servía como protección extra. Lo más curioso es que Emil nunca pudo presenciar que en las siguientes semanas se instalara equipo nuevo en el laboratorio; de hecho, desaparecieron más artefactos y fueron expulsados dos alumnos que decían tener información sobre los autores del crimen, culpándoseles paradójicamente de éste.

Eso y más cosas seguían ocurriendo, con reglas cada vez más ridículas que, si bien en un principio eran rechazadas por la mayoría, al cabo de unos días terminaban por ser aceptadas y hasta tomadas como justas. Los únicos que continuaban oponiéndose a esta blasfemia eran el profesor Fraushit, el club de los soñadores declarados y Lezhtik, aunque éste último nunca participase explícitamente en los supuestos reclamos, simplemente se limitaba a quejarse todo el tiempo. La última imposición parecía haber sido la gota que derramó el vaso, pues ahora ya nadie podía salir de la universidad salvo en determinados horarios. De esto se especuló demasiado, argumentando que ahora sí se trataba de la cárcel misma. Fueron incrustados en la entrada sendos barrotes que bloqueaban el acceso y la salida del plantel. Además, se instalaron máquinas para que los estudiantes registraran sus horas de llegada y de partida.

Cualquier clase de omisión eran puntos menos en la calificación final o, casualmente, se podía llegar a un acuerdo con el director y pagar cierta cantidad de dinero para reparar las omisiones. Si se checaba un minuto tarde, ya era omisión. Si se checaba un minuto antes de la salida, ya era omisión. Si se olvidaba checar la entrada o la salida, también era omisión. Dos omisiones correspondían a medio punto menos o, en su defecto, a una cantidad grande de billetes. Además, había que llegar unos veinte minutos antes del chequeo, pues la fila para la revisión corporal y de las pertenencias era larguísima. Tales amonestaciones monetarias eran encubiertas con el nombre de cuotas para justificar la perversión.

Se decía que el club de los soñadores estaba planeando una forma de detener esta medida patética y también las anteriores. Sin embargo, ahora los estudiantes lucían ya conformes con estas nuevas prácticas y solo se les escuchaba hablar de la hora de los videojuegos y del torneo de fútbol o las peleas de box. Como cereza del pastel, el director había firmado un decreto en el cual se le daría cerveza a los estudiantes cada viernes al salir de clase; de hecho, se acortaría el horario de ese día unas dos horas con el fin de que los estudiantes pudieran disfrutar de su momento de convivencia social. También se habían instalados pantallas gigantescas en el patio principal y el trasero, donde se proyectaban los partidos de las grandes ligas de soccer. Así, el viernes era anhelado por todos esos estudiantes incautos, incluso más que su libertad. Con esta medida, todos estaban ya contentos y nadie pensaba en alguna clase de reclamo, excepto los mismos de siempre. Al final nada aconteció y todo siguió su curso cotidiano.

En tanto las ominosas condiciones en la facultad proseguían, Lezhtik se hallaba ahora en su recámara, un poco fatigado tras tener que soportar esas imposiciones cada vez más estúpidas. Ya no faltaba mucho para que su pasividad se rompiera, hasta había considerado unirse al club de los soñadores y así organizar una queja. Poco a poco, sin embargo, el sopor se apoderó de él. Y, entre dormido y despierto, las vivencias que había mantenido sepultadas en alguna parte de su cabeza emergieron cual fulgurantes destellos. Podía rememorar esos paseos con su camarada Filruex y esa forma de ser que ya había dejado atrás. Tantas cosas se mezclaban en su cabeza que no supo cómo afrontarlas y entró en una especie de trance. Ahora, en su mente, se repetían los sucesos de manera inextricablemente real, todo parecía estar atrapado en el tiempo, y el espacio era paralizado por las distorsiones. Se miraba a sí mismo en otra proyección de su mismo ser, hace ya algunos meses…

Un cierto día, después de haber recibido la lección de lógica, Filruex y Lezhtik habían decidido ir al bosque a pasarla bien. Esta ocasión, una jovencita de nombre Paladyx los acompañaba. Era nueva en la facultad y los dos amigos le habían ofrecido su amistad. Era pelirroja y sus senos lucían firmes y apetitosos para dos hombres con la testosterona elevada al máximo. Se masturbaban diariamente y dedicaban ingentes gemidos para la joven, quien, sin saberlo, ahora caminaba de la mano con sus adoradores sexuales. La tarde transcurrió normalmente, todo estaba en calma, como siempre. Nada indicaba la tragedia que estaba por ocurrir, las cosas se acomodaron en favor del placer. Los tres jóvenes caminaban hacia el Bosque de Jeriltroj, que era un lugar mágico algo alejado de la ciudad. Al llegar, Paladyx se asombró con la majestuosidad del lugar. El bosque irradiaba una acendrada frescura y una sensación monda, una que jamás había sentido; parecía ser el bosque de los filósofos, de los hombres intelectuales y los ávidos lectores.

Una quietud demencial llenaba el lugar, se podía respirar un aire inmaculado de las execrables ciudades, los pajarillos con sus plumas multicolor abundaban y proporcionaban un toque mágico a los árboles frondosos y rebosantes de vida. Los insectos y los animalillos que podían observarse se solazaban andando de un lado para el otro, exclamando una felicidad que jamás fue antes vista, ni siquiera imaginada. Lo más desconcertante de todo era, sin duda, esa impresión de una estabilidad inefable, de una calma perenne, de una fragancia eviterna de paz y un dulce petricor de ataraxia. El bosque era más que una simple forma o expresión de la naturaleza, parecía ser un hermoso y lozano dibujo de algún pintor que en su delirio había consagrado sus últimos días a tan magnificente y beata obra de arte. El Bosque de Jeriltroj era, por sí mismo, el arte materializado de una inteligencia divina.

–Quizá por esta razón es que está vetado –afirmó Paladyx, consternada aún por la beatitud de aquel idílico paisaje–, por ello es por lo que se nos prohíbe venir aquí.

–¿A qué te refieres con eso? No lo comprendo bien –replicó Filruex.

–Es fácil de entender. Mira a tu alrededor, algo así no está hecho para los humanos.

–Como el amor tampoco lo está, ni la felicidad o la impasibilidad –interrumpió Lezhtik.

–No seas tan extremista, no quise decir eso. Lo que quise expresar es que en este sitio se cuentan cosas horripilantes, se dice mucho de las tragedias acontecidas aquí. Pienso que el único crimen que se comete es el que nosotros, siendo seres tan humanos, estemos pisando este sitio magnificente.

–Y decías que Lezhtik era el extremista. Ya déjense los dos de sus cosas, mejor vamos a fumar un poco y luego veremos qué pasa.

Filruex, que en ese tiempo que era el drogadicto más famoso de la facultad, había conseguido un poco de DMT, la famosa droga de la cual se decían tantas cosas maravillosas y alucinantes.

–¿En verdad vas a probar esa cosa, Lezhtik? –inquirió Paladyx, consternada.

–No le veo nada de malo. Además, hace tiempo que he querido hacerlo, he escuchado cosas maravillosas.

–Pero hay un rumor, o eso creo… –replicó la joven, dubitativa.

–¿Qué clase de rumor? ¿A qué te refieres? –preguntó Filruex, que ya venía saboreándose el viaje.

–Pues no estoy muy segura de su certeza, pero mi abuela conoció a un conjunto de indios que solían consumir DMT, aunque ellos le llamaban Ayahuasca.

–Y ¿qué hay con eso? ¿Es tan malo fumarla? ¡Cuéntanos!

–No es eso, quizá sean solo locuras, aunque me parece interesante. Los indios le dijeron a mi abuela que no cualquier ser podía con la Ayahuasca, que es la droga en su forma más pura.

–¿Cómo que no cualquiera podía? No te entiendo –exclamó Lezhtik, desconcertado.

–Sí, no todo humano es digno. Los indios creían que ciertas plantas elegían a sus consumidores, por así decirlo. Podían mostrarle a los elegidos cosas asombrosas que ningún mortal podría alguna vez imaginar. Podían mostrar impensables cielos y brindar experiencias inefables a aquellos que considerasen sus protegidos; empero, si la planta no lo elegía a uno, podría mostrarle visiones horribles y transportarlo a los peores infiernos, lo cual podría llevar a su consumidor a la locura, o, peor aún, a la muerte.

–¿Cómo va eso de que la planta lo elige a uno? Yo he consumido muchos tipos de drogas y nunca me ha pasado nada malo –afirmó Filruex sin comprender la profundidad de las palabras de Paladyx.

–Pero la Ayahuasca, al igual que algunas otras sustancias de índole más espiritual, es distinta a las drogas mayormente consumidas en la sociedad. Según los indios, solo las drogas naturales son las que debe consumir el humano. Y, como te comenté, si no eres un ser de corazón puro, de espíritu divino, la planta te rechazará y te hará pasar un muy mal rato, quizás hasta te mate.

–Eso no es posible –replicó Filruex, que solía ser muy incrédulo–. No puede ser que las drogas tengan voluntad propia.

–Pues eso es lo que aquellos indios le contaron a mi abuela, y ella me lo relató. Todos en la familia la creían loca, siempre dijo ver cosas que nadie más. Por otra parte, era una ferviente creyente de que todo lo que entraba al cuerpo no solo influía en éste, sino que afectaba directamente el espíritu.

–Me cuesta creer lo que dices, no soy tan partidario de esas teorías. Quizá si crea algo en eso del espíritu, pero no lo suficiente. ¿Tú qué dices, Lezhtik?

El joven de cabellos oscuros y ojos tristes, que hacía rato parecía elucubrar profundamente, se limitó a hacer una mueca que reflejaba incertidumbre, pues dudaba de casi todo y esto no era la excepción. Esa era su peculiaridad y lo que lo hacía tan único entre todos los estudiantes, y quizá entre los humanos también. Lezhtik nunca aceptaba algo, se cuestionaba de todo. Bien había puesto en duda lo transmitido por sus padres desde pequeño y por sus profesores más tarde para descubrir que todo era solo un conglomerado de tradiciones heredadas estúpidamente.

–¡Te hablo, Lezhtik! ¿Por qué te comportas tan extrañamente?

–No es eso, es solo que no tengo respuesta. Es decir, me encuentro como indiferente ante la existencia.

–Bien, pues espero que pronto la tengas. Me gustaría saber qué opina el mejor estudiante de la universidad al respecto –dijo sarcásticamente el joven larguirucho mientras se fumaba otro porro.

–Iré a caminar un poco, siento algo raro en mí y como si un mensaje muy lejano llegase desde cierta puerta.

–Ni siquiera llevas la mitad de lo que yo y ya estás alucinando. Será mejor que te relajes, Lezhtik.

Sin prestar atención a las recomendaciones de su inseparable amigo, Lezhtik partió misteriosamente hacia lo profundo del bosque, ahí donde se rumoraba aquella historia tan peculiar. Caminó incansablemente hasta que se percató de que Paladyx lo seguía a muy poca distancia. La joven, sin prestar atención a Filruex, que se había quedado arrinconado a la sombra de un árbol leyendo poesía, había decidido seguir a Lezhtik. En el fondo, a ésta le había parecido muy simpático aquel desde su llegada a la universidad, solo que, siendo éste tan serio, no había tenido la oportunidad de acercársele y conversar. Se había hecho amiga de Filruex muy rápido y estaba en el club de los soñadores declarados porque mantenía sus ideales; sin embargo, su verdadera intención era llegar a entablar conversación con aquel joven de ojos tristes que reflejaban tantos sentimientos encontrados. Ahora, en aquel bosque, sentía una atracción increíble hacia sus labios.

El Bosque de Jeriltroj no era frecuentado por nadie, pues se conocía una historia que atemorizaba a todos… Se contaba que, bajo dos árboles, hace ya algunos años, solía verse a un monje que meditaba día y noche, sin importar el clima o las condiciones. Algunos soñadores, que en su tiempo libre rondaban por el bosque, dieron testimonio de tales apariciones, aunque más tarde lo negaron de manera incondicional. Se rumoraba que solo aquellos con el corazón puro y una verdadera convicción de la verdad podían visualizar al monje. Nada ni nadie podía afirmar o desmentir sus apariciones, solo parecían contribuir al misterio de tal personaje. Los profesores no estaban muy a gusto con este ser místico que era ya leyenda entre los estudiantes, menos aún por la mala fama que esto les traía dado que ellos no podían mirar al monje. Entonces se decía, por los pasillos de la universidad, que los profesores no eran auténticos filósofos, pues, si lo fueran, debían ser puros de corazón y auténticos perseguidores de la verdad. Y, al no poder mirar al monje, no lo eran.

Este misterioso monje nunca se había atrevido a hablar con ningún estudiante, excepto uno. Aquí es donde esta leyenda cobraba mayor realce y donde aparecía la tragedia. Se contaba que un joven, quien siempre había sido lejano de sus compañeros, logró visitar el bosque en uno de aquellos días donde le fue negado el acceso por no haberse rasurado. El estudiante era ciego, y faltaba mucho a sus lecciones. Los profesores estaban preocupados por su salud, pues era huérfano y sobrevivía gracias a la beca y las limosnas que recolectaba mientras tocaba la flauta en las calles por las noches. No le daban mucha importancia, menos en su último semestre de vida. Cuando le fue interrogado a través de quién había conocido esas locas historias que ocasionaban el recelo y la mofa de todos los profesores y estudiantes, confesó que había logrado conversar con el monje y que había sido éste quien le contase de esos seres. En realidad, dijo mucho más, demasiado nutrido fue lo expuesto por este joven. Lo suficiente blasfemo y delirante resultó su discurso para que días después fuese recluido en el hospital psiquiátrico, lugar del que escapó para hallársele, tras semanas de búsqueda, colgado bajo la sombra de los árboles en los cuáles se decía ver al monje.

A partir de ese momento, se prohibió a los estudiantes asistir al bosque. Ahora los rumores habían cambiado, y se pregonaba que el espíritu del joven ciego vagaba por cada recodo y que incitaba a los estudiantes a suicidarse. Además, algunos más extremistas, aseguraban que el monje lo había matado. Toda clase de historias corrían a través de las bocas insensatas de aquellos pseudofilósofos intelectuales. Los profesores estaban complacidos con que esas fantasiosas historias sobre el monje que levitaba y el joven ahorcado hubiesen espantado a sus queridos alumnos y les hubiesen extirpado la loca idea de visitar aquel nefando bosque. Por otra parte, y como forma de prevención, se había intensificado la seguridad y la exigencia en la universidad, todo por mandato del nuevo y aborrecido director. Se creía que de este modo los jóvenes se centrarían más en sus asuntos, y que el bosque, en conjunto con sus quiméricas e irreales historias, sería parte del pasado.

–¡Hola, Lezhtik! No me pareció muy seguro que anduvieras solo por esta parte del bosque.

–Muchas gracias por seguirme, aunque no tenías que hacerlo. De cualquier modo, disfruto la soledad que la mayor parte de los humanos tanto aborrecen –dijo Lezhtik con voz calmada, como casi siempre solía estarlo.

–No quise ofenderte. Si gustas, me retiraré. Intentaba ser tu amiga solamente.

–No te preocupes, no me molesta tu compañía. Quizá me venga bien después de todo –afirmó Lezhtik esbozando una ligera sonrisa y recostándose en el pasto.

Para Paladyx eso significó todo. Estaba ansiosa por conocerlo todo al respecto de ese joven que tanto había llamado su atención, pero el destino tenía otros planes, o al menos el azar se enmarcó en su contra. Conforme Lezhtik consumía la Ayahuasca, la joven se sentía más y más atraída hacia él.

–Y ¿qué esperas al salir de la facultad? ¿Aceptarás el empleo con el que el director vincula a los estudiantes?

–No lo sé, pero seguramente no. La verdad es que no quisiera hacer nada, así me siento. Me gusta estudiar y escribir, es solo que no quiero vivir. Mi vida es tranquila, pero me aburro demasiado.

–Y ¿no has intentado tener una novia?

–No lo he pensado. Desde que entramos aquí jamás había tenido tiempo para las mujeres, al menos hasta ahora que estamos aquí. Ciertamente, podría decirse es mi primera cita informal.

–Eres muy interesante –afirmó Paladyx, un poco nerviosa por sentir aquellos ojos tristes sobre ella–. Noto en ti una gran tristeza que no logro comprender.

–No importa. Es este un mundo triste, supongo. A mí me preocupan otras cosas.

Esas fueron las últimas palabras que Lezhtik logró expresar, pues comenzó a sentir los efectos de aquella sustancia divina que, si bien duraban tan solo unos minutos, dejaban visiones fantásticas a los puros de corazón.

–¿Te sientes bien? Si gustas, puedes ir narrando todo lo que ves, así podrás tenerlo en tu poder cuando regreses. Yo anotaré todo con el mayor detalle posible, lo prometo –exclamó suavemente Paladyx, sin quitar sus ojos de Lezhtik.

De ese modo, Lezhtik relató a Paladyx lo que podía percibir y sentir, y esta lo guardaría por siempre en sus notas y en su corazón, en particular por la forma tan misteriosa en que todo terminó. La joven no era tonta, conocía de antemano los abusos que la facultad estaba imponiendo y le atraía todo lo relacionado con las ciencias ocultas y la parapsicología, cosa que atemorizaba a sus padres. De hecho, pensaban que era una bruja o que aspiraba serlo, y nada más cierto que eso. Paladyx verdaderamente quería convertirse en una auténtica bruja, pero todo con tal de poder ayudar a las personas.

–Hay unas montañas que aparecen y desaparecen. Luego sus cumbres se transforman en ondas, en vibraciones que recorren todo el espacio. Puedo ver cómo el tiempo atraviesa diversas etapas, en las cuáles es derretido y luego reconstruido. No entiendo lo que ellos dicen, pero parecen buenos.

–¿Quienes? No te alejes demasiado, camina despacio o caerás.

–Ellos, los mensajeros de la luz. Son solo transmisores de la verdad suprema. Sus cuerpos resplandecientes me proveen cierta paz. Murmuran algo parecido a una sentencia profética, me parece que se refieren al futuro y a lo que entendemos los humanos por ello.

–¿Puedes ser más explícito en lo que esos seres te revelan?

–Ya te lo dije, están totalmente hechos de luz y se elevan, tomándome consigo. Solo escucho tu voz como un eco, ya no puedo verte. Ahora estoy en otro universo, en otro tiempo y espacio, en otro recipiente. Ellos parecen revelarme conocimiento de un modo que no puedo terminar de comprender. Todos los sentidos se mezclan.

–¿Qué clase de cosas son las que te revelan?

–No está claro. Todo son voces, pero a la vez energía. Hay líneas de colores que me parece puedo sentir en mi interior. Puedo abrazar los sonidos y saborear los pensamientos. Parecen decirme que el ser es eterno, hablan de la reencarnación y de la inutilidad del ser entregado a los vicios y al materialismo. Promueven un progreso espiritual y afirman que el ser debe ser libre y estar despierto de estos falsos sistemas.

–¿Solo eso te dicen? ¿No puedes percibir más?

–Es raro, hay siete planos en este mundo. Nuestra realidad es únicamente la parte más triste. Toda vida conlleva una experiencia que ha sido destinada a fortalecer el espíritu. A casi nadie le interesan esas cosas, los humanos son idiotas en su mayoría. La existencia de ningún ser es lo suficientemente valiosa.

–Cuéntame más sobre esos seres, ¿cómo es el paisaje que te rodea?

–Creo que no guardan relación alguna con nosotros, ellos son superiores. Puedo sentir una divinidad y una sabiduría superior, sus almas son mondas y acendradas. Me jalan, quieren llevarme con ellos y mostrarme que el humano es mucho más que esto. Dicen que debo evolucionar, que el camino conduce a la unidad y que la unificación toma bastante tiempo. Escucho lo que veo y veo lo que escucho, mis sentidos no reaccionan aquí, todo es una mezcolanza iridiscente. Siento cómo fluye una inmensa cantidad de conocimiento que no puedo aprehender en mi forma humana. El azar y el destino, el tiempo y la causalidad, la vida y la muerte, lo efímero y lo eterno, el hombre y la mujer, el ser y la nada, absolutamente todo está a mi alrededor y no soy capaz de absorberlo.

Entonces Paladyx, presa de una enorme curiosidad, quiso tocar a Lezhtik para saber en qué estado se encontraba, pero, cuando lo hizo, éste se desvaneció y cayó al suelo. La jovencita no supo qué hacer y, preocupada, acudió a un costado de Lezhtik, quien yacía en el suelo, con los cabellos negros y rizados rozando las hojas frescas y húmedas de aquel bosque misterioso. Al tomarlo entre sus manos, Paladyx no pudo evitar aquello que solo había hecho en sus sueños y fantasías. Y, cuando sus labios rozaron los de aquel joven tan reservado y peculiar, experimentó una especie de visión que la dejó atónita.

En estas visiones, pudo observar cómo era rodeada por cuatro jinetes que anunciaban la caída de aquel ser supremo. Aparecieron ante ella imágenes de muerte y desesperación, de frustración y decepción. Pudo observar el fin y supo que no terminarían bien las cosas. La suerte estaba echada para las personas que la rodeaban, todo era oscuro y ominoso. Del cielo caían piedras que parecían destruir no lo físico, sino una esencia oculta en la realidad. Además, por un breve instante, le pareció que, en toda esa inmarcesible oscuridad, había un conjunto de sombras que se solazaban con los destinos trágicos de las personas. Aullaban y reían, en compañía de singulares hadas verdes que entonaban un execrable coro. Y más sublime, mucho más que todo aquello, era la presencia que en todas sus experiencias clarividentes jamás había sentido. Como alimentada por la tristeza y la mundanidad de los humanos, había en alguna parte de una dimensión desconocida cierta criatura, si así se le podía denominar, que parecía estar muy por encima del ciclo eterno y de las sucesivas vueltas al mundo, que no respetaba ni al azar ni al destino, que imponía su majestuosidad ante cualquier otra entidad. No había caído todavía en cuenta de que aquella demoniaca divinidad, así la percibía, tenía los ojos más bellos y puros, y que, además, parecía tener ambos sexos. Fue en esos instantes de más angustia cuando Lezhtik despertó y ella salió automáticamente del trance.

–¿Acaso me besaste? –inquirió Lezhtik sorprendido y sin recuperarse completamente de la experiencia tan sugestiva que acababa de tener.

–¡Yo no quería, pero pude evitar la tentación! Te pido me disculpes, no era mi intención molestarte.

–No es eso, es solo que nadie me había besado nunca. Y, cuando lo hiciste, todo lo que estaba viendo, esos mundos por los que viajé, esos seres de luz y de sabiduría, se alejaron inmediatamente. Al parecer no les agrada la unión de las personas, o eso fue lo último que escuché.

–No pensé que fuera algo incorrecto –replicó Paladyx, quien no paraba de pedir disculpas.

–Yo tampoco lo veo así, pero es extraño. Al parecer ellos tienen una manera de expresar su amor más pura que la nuestra, sin necesidad de contacto físico.

–Y ¿qué fue lo último que recuerdas haber visto o sentido?

–Un hombre, pude observar la sombra de un hombre entre aquellos dos árboles, y fue una sensación única –afirmó Lezhtik, señalando dos árboles frondosos que no parecían seguir el patrón de los demás.

–¿Qué clase de sensación? ¿Puedes describirla más claramente?

–Una de bienestar, de tranquilidad, de una calma que no existe ya en el mundo actual, de un rebosante sol iluminando las tinieblas entre las que se ha conminado la humanidad misma.

En esos momentos, Filruex apareció agitado. Los había estado buscando por todo el bosque y ya se había preocupado al no hallarlos. Al parecer se encontraban en el lugar más profundo de aquel extraño paisaje, donde ya no se percibía sonido de animal alguno.

–Pensé que ya hasta estaban haciendo otras cosas, tanto tiempo juntos ya me parecía sospechoso –dijo Filruex con su característica ironía.

Al escuchar esto, Paladyx enrojeció subrepticiamente y le pareció interesante que algo así hubiera ocurrido, realmente estaba encantada con Lezhtik.

–Desde luego que no. Yo no busco esa clase de cosas, ni siquiera estoy interesado en alguna mujer –sentenció Lezhtik para tristeza de la joven.

–Bueno, no debes ser tan duro –replicó Filruex con cierto desaire–, siempre hay oportunidad de hacer cosas nuevas.

–Quizá, pero yo vivo muy ocupado. Ni siquiera tengo tiempo para mí, menos lo tendría para alguien más.

De repente, Lezhtik fue despertado por el sonido de su alarma, todo su sueño había sido la repetición de aquel incidente que no se lograba explicar y el cuál le costaría una severa desaprobación por parte de los profesores. Como sea, preparó sus cosas y, casi muerto de sueño, fue a tomar una ablución. Otro absurdo día de escuela comenzaba y se tenía que cumplir con la asistencia.

Además, otro tema que constantemente invadía sus pensamientos era el concerniente al empleo. A final de cuentas, ¿de qué podía trabajar un filósofo? Esa era la cuestión que sus padres solían hacerle cada vez que hablaban de sus asuntos escolares. Y en verdad que no era agradable pensar en eso. Ahora estaba bien, su padre lo mantenía y su madre le hacía sus cosas. Pero ¿qué pasaría después? ¿Qué sería de él cuando ya no estuviese estudiando? Realizar una maestría y un doctorado era su objetivo, al menos para fingir que le importaban esos asuntos académicos y poder así escribir sin molestias, pero y ¿si no lo conseguía? Le aterraba y rechazaba fehacientemente la idea de resignarse a pasar sus días en una empresa, realizando cosas sin sentido tan solo para ganarse la vida. Su padre así lo hacía y le resultaba algo vacío. Él no podría resignarse a eso, en el fondo era demasiado rebelde. Aunque se cuestionaba si ahora era libre realmente en la universidad, con tantas reglas nuevas. Al menos, podía respirar. ¿Sería libre cuando tuviese que trabajar? No tenía pensado formar parte de esos humanos que pasaban sus días frente a un monitor estresados por cosas absurdas. Pensaba que el ser tenía otros propósitos más sublimes; sin embargo, sus padres jamás lo entenderían, quizá nadie podría hacerlo, excepto Filruex y su club.

El mundo lo había decepcionado desde hacía ya bastante tiempo, desde que comenzó a pensar por sí mismo y notó la trágica y cómica parodia que era la existencia. Tantos millones gastados en estupideces y otorgados a títeres del sistema, tanto se había invertido en meros asuntos de publicidad, religiosos o políticos, o, en todo caso, deportivos; empero, la educación, la salud y el progreso de los marginados eran temas jamás mencionados. A nadie le interesaba ya el progreso espiritual, ni siquiera el mental o intelectual. Difícilmente las personas estudiaban, ora porque no podían ora porque no querían. Además, ni siquiera un aspecto tan básico como era el cuidado de su cuerpo parecía interesarles. Las personas solo pensaban en divertirse, en emborracharse (como él antes lo hacía), en mirar la televisión, en saber sobre la vida ajena, en ser adoradores del morbo y del porno, en tener hijos y en casarse; en resumen, en consumarse los amos de la vida absurda.

Y él, perdido e iluso, guardaba una ilusión, un sueño, una profecía. Pensaba que algún día el mundo sería muy distinto, quizás existiría alguna civilización que pudiera ver más allá de un fajo de billetes, y que entendiera que su hogar no estaba en este mundo, que no pertenecían aquí, que todas las guerras y ambiciones por el poder eran intrascendentes, que la existencia era tan pasajera y corta, que era casi un crimen la forma de vivir del ser actual. Pero eso solo lo pensaba Lezhtik en la regadera, mientras el agua fría le golpeaba el rostro y el mundo continuaba su feliz descenso al pantanoso infierno en que estaba acostumbrado ya, desde hace eones, a sumergirse cada vez más. Sí, el mundo humano era un asco. Y los seres que lo habitaban no merecían existir.

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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