Capítulo VIII (LCA)

Caminaban los dos juntos hacia la oficina del director, esa a la que nadie había tenido la oportunidad de entrar, salvo sus dos sobrinos y aquel viejo metiche. Los dos estrategas del control absoluto en la facultad tomaron asiento y, mientras fumaban unos cigarrillos, continuaron su conversación. El doctor Paljabin se asombraba más y más con la sapiencia que ostentaba su compañero, incluso hasta llegó a creer que no se trataba de un ser humano, al menos no mentalmente.

–Escúcheme atentamente, profesor Paljabin. Durante mi estancia en la orden masónica aprendí ciertas cosas que pueden doblegar a un humano mucho más sutilmente de lo que se imagina.

–¿Usted estuvo en la orden masónica? No me lo puedo creer.

–Sí, cuando era joven, hace ya muchos años.

–Yo también estuve una vez, cuando era igualmente muy joven, pero me salí.

–Y ¿por qué renunció usted a tan maravillosa y espléndida oportunidad? No se consigue la aceptación tan fácilmente, debió haberle dolido dejarla.

–Ciertamente no, pues me exigía tiempo y no lo tenía. Usted sabe, debía estudiar mi doctorado y quería formar una familia en ese entonces.

–Sí, así es. Exige algo de tiempo, pero le aseguro que estará bien invertido.

–Pues en ese momento no lo pensé así; de hecho, me pareció insensato seguir con ese ritmo.

–Sí, lo comprendo. Pienso que comúnmente se les da importancia a cosas sin valor; eso hacemos también aquí, y de mejor forma.

–¿A qué se refiere? Me cuesta seguirlo.

–No se preocupe, profesor. Ciertamente, a todo el mundo le cuesta al comienzo. Pero yo sé algo que ustedes no, y creo que algunos pueden ya estar listos para saberlo. Verá usted, no es bueno que los estudiantes se percaten de lo que hacemos con ellos de forma directa, deben aceptarlo progresivamente, acompañando las nuevas reglas que nos convengan con alguna distracción.

–Y ¿qué hacemos con ellos? No lo comprendo todavía.

–Muy fácil: les evitamos la pena de enfrascarse en absurdas tareas. Verá usted, profesor, se trata de que ellos no logren ver su potencial, o que lo enfoquen en otras cosas.

–¿Por eso les prohibimos la literatura, la música y el arte?

–Ha usted dado en el clavo, profesor. Así es, no debemos permitirles ningún tipo de creación o imaginación. Nuestro principal enemigo es la curiosidad, contra eso tenemos que luchar.

–¿Por qué, señor director? ¿Qué hay de malo con la curiosidad? ¿No ha llevado eso al ser a grandes descubrimientos?

–¡Je, je! ¡No, claro que no, para nada! En primera instancia pareciera que sí, pero la verdad es otra. No podemos dejarnos caer hacia el azar. La curiosidad obtura la razón, hace que el ser pierda su tiempo tratando de descubrir cosas que no debe.

–¡Oh, ya veo! Pudiera ser que usted estuviese en lo correcto –expresó el doctor Paljabin, especulativo–. Y ¿qué pasaría si a los estudiantes se les permitiera ser creativos y curiosos?

–¡El diablo nos libre entonces! –exclamó con aspecto ensimismado el director–. Si eso pasase, mejor sería que nos pegásemos un tiro.

–No esperaba una respuesta tan extrema, señor director. Usted sí que es un sujeto muy raro, según mi apreciación.

–Pues eso sería una de las peores tragedias para el mundo, ciertamente. Si los estudiantes fuesen más curiosos, creativos e imaginativos, no habría forma de continuar controlándolos. Afortunadamente para nosotros, aún podemos mantenerlos bajo control utilizando aquello que forma parte de sus vicios y distracciones para entretenerlos y hacer que olviden su miseria.

–Y aquellos que no se someten al adoctrinamiento, ¿cómo lidiaremos con esos seres que se percatan de su esclavitud y su miseria? ¿Serán verdaderamente un peligro para nuestros preciados propósitos?

–Deben ser eliminados lo más pronto posible. Pero tampoco podemos acabarlos de golpe, sino paulatinamente. De otro modo, se haría un alboroto y eso podría perturbar las mentes adormiladas de los demás. Ya sabe usted, siempre en un rebaño hay algunas ovejas descarriadas que no pueden componerse porque no quieren, se creen distintas al resto cuando, en el fondo, son iguales o peores que sus hermanas las condenadas.

–Ya veo, pero ¡qué inteligente es usted! No cabe la menor duda: por algo es director.

–Naturalmente, muchas gracias. Me gustaría contribuir a un nuevo orden en el mundo, pero para eso debemos hacer sacrificios. Si queremos que este sistema sea productivo, debemos eliminar los sueños y los ideales propios de cada integrante, solo así obtendremos lo que se necesita. Me refiero, desde luego, a meros cascarones absolutamente manejables, simple máquinas que obedezcan lo que las masas les impongan, solo así será como gobernemos este mundo y más allá.

–Y usted ¿alguna vez tuvo ideales, señor director? –se atrevió a cuestionar el doctor Paljabin, un tanto nervioso.

–Desde luego que sí. Verá, mi pupilo, todos los tenemos. Recuerdo que yo quise ser astronauta. Aprobé con honores todas las materias de física y de matemáticas, intenté cuanto pude, pero, al final, la verdad termina por mostrarse. En este mundo uno no puede ilusionarse mucho, y no debe tener conciencia propia si espera poder sobrellevar la existencia. Es mejor ser como el resto, ceder y dejarse llevar. Si uno opone resistencia, la vida se hace insoportable. Y por eso yo preferí abandonar esos ideales y unirme a la colectividad. Y ahora véame aquí, al frente de esta institución, forjando gente productiva para los planes oscuros de la nueva raza que regirá por siempre.

–Y ¿no cree que sea más complicado moldear a los filósofos que a cualquier otra persona? Ellos se aferran a sus teorías y a vivir en mundos de fantasía.

–Naturalmente, pero eso no es impedimento. En realidad, los estultos humanos creen ser libres, pero solo se han cambiado las cadenas por unas que su patética percepción es incapaz de detectar. Ya sabe usted, antes era la esclavitud algo forzoso, pero hoy en día se ha conseguido que el humano pueda apreciar y defender ese sistema que lo esclaviza. Ahí radica el éxito de esto, profesor, la más grande estrategia nunca puesta en práctica. Solo haga que ellos amen su servidumbre, que se sientan agradecidos del sueldo que se les otorga cada quincena, el cual les permite pagar sus vicios y entretenerse con porno y morbo. Si les damos fútbol, dinero, sexo, drogas, viajes caros y bienes materiales, es imposible que ellos se rebelen. Solo debemos asegurarnos de que no lean, no estudien y no indaguen más de lo que nosotros queramos. Afortunadamente, el plan va muy bien, y sin hacer grandez esfuerzos, pues los humanos son seres tan ruines y estúpidos para concebir la nauseabunda manera en que los hemos hecho vivir. Usted lo puede comprobar ahora aquí en la facultad, donde ya no buscamos filósofos que reflexionen, sino peones que, terminando la universidad, se incorporarán al mundo laboral, donde al fin olvidarán todos sus sueños y pasarán el resto de sus días trabajando y perdiendo su libertad, todo para obtener un salario e intentar con eso ser felices.

–Es usted todo un visionario, yo jamás había pensado en eso tan seriamente. Ahora solo me queda una pregunta: ¿con qué fin realmente hacemos todo esto?

–Pues eso es obvio –contestó el director desternillándose–. Todo es por el poder, eso es lo que todo hombre o reptil busca. Si no mantenemos a los seres bajo control, los perderemos. Mientras permanezcan dormitando y sin sospechar que todo lo que hacen es para mantener sus mentes acondicionadas, no corremos peligro. Y, como le digo, cada vez menos personas buscan aprender o evolucionar. Ya casi nadie busca la espiritualidad o se cuestiona el sentido de su existencia. Todos están felices y satisfechos con el dinero y los vicios, incluso estos filósofos de pacotilla.

–Ya lo entiendo. Mientras ellos creen ser felices con el dinero y el materialismo, nosotros nos hacemos más poderosos. El punto es mantener a las personas ignorantes y que estén a gusto con tal condición. En pocas palabras, ellos no se revelarán mientras tengan con qué entretenerse. Lo esencial es que no lean, no estudien, no creen, no imaginen y no se cuestionen. Si conseguimos que el humano acepte su miseria y adore su esclavitud, tendremos por siempre el poder más grande sobre este mundo de nuestro lado: el dinero.

–Así es, profesor Paljabin. Veo que usted comprende cómo van las cosas en este mundo oscuro y blasfemo. Desde luego que existen otros métodos que ayudan bastante a que las personas no se percaten de su mundanidad, entre ellos la iglesia y todas las religiones. Yo, de hecho, también fui pastor.

–¿De verdad? Jamás lo hubiera pensado. Y ¿cómo fue su experiencia ahí?

–De lo mejor. Solía ser el que daba los discursos sobre el precio que pagaba la gente que no daba el diezmo, ellos se creían todo. Lo único que había que hacer ahí era que las personas creyesen en una vida después de esta donde podrían ver a sus seres queridos y tener felicidad, eso los calmaba y los obligaba a aceptar su miserable vida aquí.

–Es una buena empresa, recuerdo que fui algunas veces a la iglesia de joven. Todos ahí se sentían obligados a ayudar económicamente de algún modo.

–Sí, ahí nunca falta el dinero. Es lo que más sobra, curiosamente. Es increíble cómo se puede usar una historia ficticia y un ser que jamás existió para controlar al pueblo. Es de las más efectivas formas que se tienen para evitar que las personas sean creativas y curiosas. La religión hace creer a las personas que todo es voluntad de un ser imaginario, que ellos no son responsables de sus decisiones, que necesitan ser perdonados por seres que habitan en los cielos para ser útiles en la vida. Personalmente, jamás he visto una infección tan bien propagada y aceptada como el cuento del pecado original y de la resurrección.

–Usted parece saber de todo, es un maestro en el arte del control de masas. Con alguien como usted al frente de la escuela no podemos perder el poder, seguramente terminaremos dominándolo todo… ¡En verdad, absolutamente todo!

–Naturalmente que sí –asintió con voz firme el director–. Me halagan sus palabras, profesor, pero aún hay mucho que debemos hacer. Estoy pensando en una nueva regla y muy pronto veremos cómo funciona; de hecho, ya organicé una conferencia con los padres de familia interesados en la educación de sus hijos. Podría sonar extraño que a estas alturas todavía haya padres que se preocupen porque sus hijos vayan bien en sus estudios, pero sus complejos de sobreprotección nos han sido de suma ayuda en esta ocasión.

El profesor Paljabin se retiró para impartir su siguiente clase, no sin antes observar en la mesa del director una figura que atrajo su atención. Se trataba de una clase de adorno, era una pirámide y en la punta había un círculo a modo de ojo. Debajo se leían unas palabras en latín que, dada la precaria vista del profesor, no pudo discernir. Le parecía como si una vibra maligna y pestilente emanase de aquella peculiar figurilla, pero lo atribuyó más a que había olvidado tomar sus pastillas para la presión.

Las semanas pasaron y, tal como lo había prometido el director, una nueva regla entró en vigor. Ahora los alumnos eran obligados a copiar todo lo que anotase el profesor, y sería esto lo único que se tomaría como verdad y a partir de lo cual estudiarían y serían evaluados. Como extra, se les había prohibido a los estudiantes estudiar en su casa textos ajenos a la clase. Además, los libros de la biblioteca fueron restringidos y comenzaron a desaparecer misteriosamente, al menos los que se consideraban supuestamente en contra del nuevo orden. De lo más comentado en el club de los soñadores fue la sugerencia que hizo Emil, quien afirmó que, husmeando en la oficina del director, observó algunos de los libros desaparecidos ahí, apilados y maltratados. Sin embargo, tal como se esperaba, solo sus compañeros del club le creyeron, pues fue tomado como un loco y nadie más le creyó, mucho menos aún con las nuevas distracciones, que incrementaban en abundancia semana con semana. Todos los estudiantes esperaban el viernes de alcohol y cigarrillos, en conjunto con la hora de los videojuegos y las atracciones deportivas celebradas periódicamente.

Fue así como las semanas transcurrieron con los alumnos agobiados y a la vez satisfechos con las nuevas reglas que ya todos aceptaban, excepto los de siempre. Se había llegado el día de la conferencia entre los padres de familia interesados en la supuesta educación de sus ya adultos hijos y el director. Al comienzo, solamente se habló de la escuela y de los objetivos que se perseguían, justificando siempre las reglas como algo necesario en la formación de los estudiantes. En su mayoría, los padres daban por sentado que ya no era necesaria su intervención en los asuntos de sus hijos, además de que no podían faltar al trabajo ni descuidar sus pasatiempos. Uno de los padres de familia inquirió:

–Y ¿qué pasa si mi hijo quiere escribir en lugar de trabajar en la supuesta empresa que usted dice?

El director lo miró con recelo y, tras un breve momento de silencio, reprendió al señor con voz potente:

–Usted debe reprimirlo a como dé lugar, ya que no podemos permitir esa clase de conductas en los nuevos talentos. Todos los estudiantes de otras facultades están contentos de estar recibiendo conocimiento y están ansiosos por aplicarlo, solo algunos insensatos en la facultad de filosofía se atreven a rechazar el glorioso camino que les ofrecemos. No es concebible que pierdan su tiempo en cosas como esas. Además, siendo sensatos, escribir nunca ha llevado a nadie a ningún lugar, solo a una muerte segura por la pobreza en que se vive.

–Y si mi hijo quiere ser pintor y tratar de ilustrar los conceptos filosóficos y poéticos a través del arte… –preguntó otra señora, madre de Emil, el chico que siempre se la pasaba dibujando.

–Es también una pena eso, señora –replicó en tono incisivo el director–. Tal desgracia no puede ser permitida. Usted debe reprimirlo también. Perder el tiempo de esa forma no le dará de comer. Es una de las mayores holgazanerías con las cuáles hemos tenido que lidiar en la facultad. Lo escritores y los pintores no son compatibles con la filosofía ni con el dinero.

–Y ¿por qué no? –inquirió otro de los señores consternado–. Pensé que eso era bueno.

–Porque no, pensó usted mal. Aquí se aborda la filosofía desde un punto de vista diferente. Aquí no formamos seres que se pasen la vida cuestionándose el sentido de la existencia ni la posición del ser en el universo, aquí formamos gente productiva. Recuerden ustedes que productividad es sinónimo de dinero. ¿No les gustaría que sus hijos trabajasen en una empresa donde vistieran de traje, tuvieran un puesto importante, ganaran una gran cantidad de dinero y pudieran viajar por todo el mundo? ¿No querrían que ocupasen una gerencia o una dirección y así comprarse automóviles, casas y tantas cosas que otras personas no pueden? ¿No quisieran ustedes, pocos padres de familia interesados en el porvenir de sus hijos, tener dinero y poder?

–Desde luego que sí. ¿Quién no querría eso, señor director? –respondió la madre de Emil, quien era una de las más preocupadas por la situación. No le agradaba que su hijo quisiera ser pintor, ella quería que fuese más ambicioso.

De pronto, de entre el público, surgió una voz insoportable. Se trataba del señor Lazcano, el padre de Justis, quien era un jovencito aficionado a la lectura que se la pasaba hablando de teorías sobre el gobierno, la manipulación mental y los medios de control.

–Mi hijo se la pasa todo el día hablando de teorías extrañas que, según dice, les cuenta uno de los profesores, un tal Fraushit.

–¡Oh, sí! Estoy consciente de eso, señor. Le aseguro que estamos haciendo todo lo posible para trasladar a ese profesor a otra universidad. Ya hemos recibido bastantes quejas y nos apena que un demente como él esté contaminando las mentes de los próximos filósofos millonarios.

–Pues espero que se solucione pronto, ya que, a decir verdad, no me agrada que un loco les meta ideas a los jóvenes. Además, quisiera saber si es bueno o malo que mi hijo se la pase todo el día leyendo.

–Malo, desde luego –respondió el director sin dudarlo ni un momento–. La lectura es otra forma de holgazanería, a nadie le pagan por ello. Sin duda, evita que las personas sean productivas y hace que piensen en cosas irreales. Lo que debe hacer usted es deshacerse de todos los libros que haya en su casa. En lugar de ello, podría tratar de que su hijo juegue videojuegos o mire la televisión, se aprende mejor y se estimula la ambición y la sed de poder que se necesitan para triunfar en la vida.

–Pero ¿no sería eso también holgazanería? –inquirió otra señora que no había hablado hasta el momento.

–¡Claro que no! ¿Cómo podría serlo? Es ideal que sus hijos realicen esas actividades. A diferencia de lo que les he indicado como negativo, mirar la televisión y jugar videojuegos no agota la mente, sino que la dispersa. Por eso, la gran mayoría de personas que regresan de sus trabajos lo hacen, ¿no lo han notado? Los trabajadores regresan agobiados después de la dura jornada laboral, ¿por qué torturarse al llegar al hogar con aburridas lecturas o con estudios intrincados? Es mejor y más sano descansar la mente.

–¡Ya veo, de eso se trata entonces! –exclamó la señora, quien parecía haber quedado satisfecha con la respuesta.

Entre los padres de familia había murmullos, al parecer consideraban acertado el argumento del director y pensaban en cómo lograr que sus hijos no estudiasen ni leyesen. Claro que había algunos que, de por sí, no lo hacían, cuyos padres hasta presumieron por ello. Estos señores se enorgullecían de haberle transmitido a sus hijos sus propios atavismos, de haberles inculcado una religión, un conjunto de falsos valores, una moral ficticia y todo tipo de ideas sobre la forme en que debían vivir y cómo es que debían actuar en la sociedad. Era ideal que no se cuestionaran mucho el sentido de la existencia, que se enfrascaran y se apasionaran por lo terrenal y lo material, que se acostumbrasen a ser ovejas guiadas por intereses perversos, que consumieran porquerías que realmente no necesitaban y que adoraran solo el morbo, la moda y la estupidez, pues eso era la cultura moderna en una sociedad como la actual. Si podían vivir conforme a los patrones de esta civilización modelada, entonces serían felices y aceptados, y sencillamente se convertirían en gente que siempre sigue las normas y los patrones, sin jamás crear ni inquirir.

Los padres se enorgullecían de haber acondicionado a sus hijos, de hacerles creer que el poder y el dinero eran todo lo que importaba en el mundo, de enseñarles que debían crecer, trabajar, casarse, tener hijos y vivir en la absoluta irrelevancia sin que nada afectase sus vacías mentes y sus execrables percepciones. De este triste modo era como a los estudiantes sus padres y las instituciones les metían tanta basura en la cabeza y ellos, como estúpidos ciegos y viles súbditos, aceptaban ser manejados, cual títeres, por manos que ni siquiera podrían vislumbrar dada la podredumbre de la que estaban ya atiborrados sus inmundos cerebros. Indudablemente, así se vivía en todo el mundo, ya nadie tenía alma ni ser propio, todos habían prostituido la felicidad hasta el infinito.

–Señor director, quisiera que también me apoyase con mi hijo.

–Y a ese muchacho ¿qué le ocurre?

–Está obsesionado con la música. Se la pasa practicando con sus instrumentos terribles y componiendo canciones, aunque yo le diga que eso no le dará de comer.

Los demás padres de familia se asombraron ante tal afirmación, expresión que fue compartida por el director. Al parecer, esto trascendía los límites de la holgazanería.

–No tengo palabras que basten para describir mi decepción –expresó el director con una mueca de pesimismo remarcado–. Jamás creí que entre nuestros brillantes estudiantes se encontrase alguien así, pero todo tiene que ver con las blasfemas concepciones que algunos retrasados guardan de la filosofía. Sin duda, debemos actuar pronto y sin contenernos.

–Pero ¿cómo? –replicó uno de los padres de familia, quien lucía angustiado y desvelado–. Le pone candado a su cuarto y, si se entera de que me deshice de sus instrumentos musicales, no sé qué pueda pasar.

–Debemos ser pacientes y hablar con él, hacerle ver que, al igual que la literatura, la poesía y el arte, la música no es algo en lo que se deba perder el tiempo. Así no conseguirá un buen empleo ni tendrá dinero para satisfacer sus necesidades ni sus vicios.

–Muy cierto, señor director. Le agradezco que me haya iluminado con sus palabras, ¡es usted brillante! –replicó sonriente la señora, pensando en todo el dinero que ganaría su hijo siguiendo los consejos del director, pese a ser filósofo…

La junta duró solo unos cuantos minutos más. El director se comprometió fervientemente a corregir las conductas anómalas de los jóvenes para que fueran más productivos. Lo que verdaderamente emocionó a los padres de aquellos descarriados fue cuando el director mencionó lo de la oferta laboral que ya tenía lista para vincular a los jóvenes. Así no estarían sin hacer algo, se decían los padres entre murmullos de alegría. Los pobres habían centrado su preocupación cuestionándose de que trabajarían sus hijos al terminar la carrera. Al fin, tras haber prometido que el esfuerzo estaría centrado en alejar a los jóvenes de la literatura, el arte, la música y la poesía, pues dichas actividades se consideraban una pérdida de tiempo y una asombrosa negación al dinero y al poder, tanto el director como los padres dieron por concluida la ominosa reunión. Uno por uno, lentamente, se fueron retirando hasta que solo quedó el director en el patio, el cual miraba con aire de impaciencia el cielo, como esperando algo. Uno de los últimos padres de familia lo miró confundido, pues parecía no producir sombra su figura. ¿Quién sería en realidad aquel sujeto que había hecho tanto por hacer productiva a la facultad de filosofía?

.

Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


About Arik Eindrok
Previous

Injuriosa Perdición

Pensamientos ES24

Next