Capítulo XII (LCA)

En casa de Justis, se libraba una cerval discusión acerca del mal que ocasionaban los libros en la mente humana. Claro que los padres de este chico, como gran parte de la sociedad, no eran sino gente ignorante, absolutamente adoctrinada para nunca cuestionar nada y vivir siempre bajo los mandamientos de matrix. Pero así eran todas las personas de este mundo, viles y estúpidos esclavos únicamente entrenados para consumir cualquier basura que los acercase a una falsa felicidad. Los seres que poblaban este triste planeta solamente estaban interesados en una cosa: dinero. Porque, en esta realidad asquerosa, aquel que poseía dicho elemento tenía derecho a ser poderoso y subyugar al resto, formando increíbles masas de zombis agrupados en lo que se conocían como rebaños. Este sistema era tan ridículo que era el único donde los gobiernos, las religiones, las compañías multinacionales y gente idiota como deportistas, cantantes y actores, entre otros, lo tenían todo y buscaban enriquecerse cada vez más. Y, paradójicamente, los rebaños, siendo superiores y pudiendo luchar para evolucionar, entregaban su libertad tan fácilmente que se tornaba impensable una rebelión.

La única manera de destruir definitivamente el nuevo orden mundial que se había impuesto desde hace eones, y del que siempre se hablaba como algo futurista, era mediante un verdadero despertar de la consciencia. Sin embargo, dado el extremadamente elevado nivel de estupidez que imperaba en las personas, tal utopía se reducía solo a eso: una trivial quimera de algunos locos excluidos de matrix. Pero rechazar el mundo tan vomitivo en el que se veía obligado el ser a permanecer no era para nada una errata; al contrario, era un bello poema en medio de la malvada y perversa ambición que reinaba en la civilización de los monos parlantes. Sin otra escapatoria, sin ninguna batalla por la cual luchar, entonces solo quedaba el suicidio. Sí, solo eso restaría a aquellos quienes ya no podían soportar por más tiempo tan aberrante y funesto sistema. La libertad, de existir, debía hallarse en los apolíneos labios de la muerte, y el suicida que los besaba era quien conocía la verdad detrás del velo que tan celosamente le había sido ajeno en su ínfima humanidad.

–¡No más libros! ¡No más lectura!¡No más ideas rebeldes! –vociferaba el padre de Justis.

–Los libros son lo único que tengo, ustedes jamás podrían entenderlo. Para mí, el mundo es terriblemente desagradable, mi único solaz y refugio es la lectura.

–Eso ya lo sabemos, hijo –afirmó la madre de aquél ávido lector–. No te estamos diciendo que abandones tus libros, solo que les des menos importancia. Nos gustaría que te centraras más en el mundo real y que no vivieras de tus quimeras.

–No son quimeras, yo no lo veo así. Madre, tú no comprendes la tortura que experimento al tener que percibir el mundo tal como es. Prefiero escapar un poco de este sacrilegio y refugiarme en los libros. Además, es algo que las personas ya no hacen, por eso este mundo está podrido, porque hace falta educación y cultura, lectura y progreso.

Sus padres realizaron una expresión de disgusto. Al igual que los demás integrantes del club, Justis se negaba a perder sus ideales. Añoraba ser filósofo, pero uno real y también trabajar como bibliotecario. Sin duda alguna, su pasión era estar entre libros, disfrutar de ese aroma tan peculiar lo enviciaba. Cuando fumaba hierba o inhalaba polvo, la lectura se tornaba en algo utópico, pues podía viajar y trascender dimensiones, imaginaba que era él mismo quien vivía todas aquellas aventuras y relatos que devoraba. Sus tiempos libres los pasaba de ese modo, drogado y leyendo. A veces, le parecía que podía leer sin siquiera mirar las letras. Particularmente disfrutaba de los ensayos filosóficos y se entretenía con sus meditaciones propias. Últimamente, estaba pensando en otro tipo de libros recomendados por Filruex y Paladyx.

–Entonces podrías cambiar el tipo de lecturas que te fascinan tanto. El director dijo que tus libros van en contra de la disciplina impuesta.

–El director es un peón y un tonto –replicó Justis, que jamás temía decir lo que pensaba, al igual que Filruex–. ¿Qué puede saber alguien que aspira a convertir la escuela en una cárcel?

–Eso no es verdad, estás muy mal informado –dijo su padre en tono despectivo–. Ese señor solo quiere lo mejor para ustedes, pero los jóvenes son demasiado tercos y torpes para comprender. Dime, ¿de qué vivirás cuando termines la universidad? Ni siquiera me hago a la idea de qué podría trabajar un filósofo, lo que se necesita es gente productiva.

Los padres de aquel joven esbelto, de ojos negros como la noche, cabellos rizados, facciones refinadas, talante fuerte y piel bronceada, no podían comprender lo que pretendía su hijo. Su padre, un ingeniero mecánico, estaba totalmente convencido de que la ingeniería era el único modo en que la sociedad podía salir adelante. Se la pasaba estudiando libros sobre aplicaciones de la mecánica a la producción y su vida era el trabajo, donde pasaba casi todo el día, pues iba de lunes a sábado y, a veces, hasta los domingos medio día. Se le consideraba como un empleado de excelencia, pues siempre era el primero que entraba y de los últimos que salía. En verdad adoraba estar entre máquinas y tenía un salario decente. Últimamente estaba decepcionado porque tenía esperanzas de que su hijo estudiara mecatrónica o algo parecido, pero Justis optó por la filosofía. Siempre decía que los libros no enseñaban a vivir y que, por tratarse solo de invenciones, no servían de nada si no se les sacaba provecho en la realidad.

–No me interesa formar parte de una empresa como tú. Yo tengo otros planes, quiero aprender otras cosas; busco otro tipo de progreso, uno más espiritual.

–Esas cosas no existen, cuántas veces te lo he dicho. Todas las religiones y cualquier clase de espiritualidad es solo la expresión de la debilidad del ser. Debemos enfocarnos en crear cosas, en construir y diseñar. Los filósofos jamás entenderán que todas sus reflexiones no sirven para mejorar el mundo.

–No tenemos por qué mejorarlo. Este mundo no cambiará jamás, no importa cuántas contribuciones se hagan por parte de la ciencia y la ingeniería. Este mundo está condenado a permanecer en este estado execrable, pues está hecho a la medida de sus habitantes. ¿Cómo podría existir un mundo mejor si las personas que lo habitan no son puras? Tenemos el mundo que merecemos, exactamente un reflejo de nuestra propia inopia.

–El que tú no quieras cambiar el mundo no significa que nadie más piense de la misma forma –argumentó su madre, una ama de casa que había abandonado su trabajo como enfermera para atender las necesidades del hogar–. Tu padre tiene la razón, debes de intentar cambiar esa forma tan absurda que tienes de pensar. Puedes comenzar por cambiar el tipo de libros que consultas y luego todo irá mejor. Entre menos te opongas al mundo, será más fácil que te sientas cada vez más cómodo. Todo lo que tienes que hacer es dejarte llevar, ver el lado positivo de las cosas, entender que el mundo es un buen lugar si ignoramos lo malo.

La madre de Justis se la pasaba mirando telenovelas y en el salón de belleza, pues, con los aumentos salariales de su marido, hacía tiempo que no movía ni un solo dedo. Todo lo que le interesaba era verse joven y disfrutar de la vida, eso siempre decía. En realidad, sus únicas preocupaciones eran enterarse de los chismes de la colonia, presumir los bienes materiales que creía realmente le pertenecían, divertirse y viajar. Justis la quería mucho, pero jamás podría aceptar aquella ominosa forma de pensar.

–No deseo sentirme cómodo en este mundo. ¿Qué ser sensato podría sentirse a gusto y conforme en él? Aquellos que defienden el modo de vida que impera son los únicos que deberían recapacitar y percatarse de la gran mentira que se les ha hecho creer.

–Y, aunque así fuera, ¿qué podrías hacer tú para cambiar las cosas?

–Nada, ciertamente nada. Como les dije, no mantengo mucha esperanza de que este mundo pueda cambiar, y es frustrante vivir así, pero, afortunadamente, tengo mis libros.

En eso Justis se parecía bastante a Lezhtik. Ambos compartían el pensamiento de que este mundo ya se había acabado, de que lo único que quedaba eran las cenizas de una sociedad en absoluta decadencia. La única solución que postulaban era el exterminio del humano en beneficio de una nueva raza, donde los seres fueran puros y perfectos. Ambos jóvenes eran bastante idealistas en sus concepciones, pero, por otra parte, tenían razón. Filruex y los demás integrantes del club solían decir que su pesimismo, a final de cuentas, no solucionaba nada, cosa que a Justis le tenía sin cuidado, pues siempre mantenía esa actitud negativa. Se enfrascaba en sus lecturas y eso era todo lo que le importaba, aunque, por otro lado, sí ayudaba a quienes se le acercaban. Particularmente, en su mente había quedado grabado el recuerdo de aquella ocasión en la facultad…

–¿De qué libro hiciste tu ensayo? Espero que no haya sido el mismo que el mío.

–¡Claro que no! En todo caso, tú fuiste quien me copió.

Dos jovencitas que siempre se sentaban juntas discutían en uno de los ratos libres que tenían en ese entonces en la facultad, implementados por el anterior director. Estos tiempos en que los estudiantes podían despejar un poco su mente y leer novelas cuidadosamente seleccionadas por el comité, que en ese entonces buscaba despertar un sentido crítico en los estudiantes, le fascinaba a Justis. Desde luego, muchos profesores se habían mostrado inconformes con tales lecturas y no veían con buenos ojos tales medidas. Creían que, en cualquier momento, las cosas podían salirse de control si a los estudiantes se les permitía tener libre elección con respecto a lo que aprendían.

–Pues yo lo hice de una libro sobre ficción juvenil, la verdad es que me encantó.

–A mí me fascinan los libros de superación personal, por eso escogí la tercera parte de una saga que he comprado desde hace años y que, evidentemente, es el mejor libro que he leído.

–Y tú ¿qué escogiste, Paladyx? –preguntó una de las jovencitas de la clase, que ciertamente parecía tener cierta predilección por la lectura y quería acercarse a Justis.

–Bueno, yo escogí el libro El Nuevo Orden Mundial, de Ralph Epperson respondió Paladyx un poco desinteresada en hacer plática.

–¡Oh! Ya veo, jamás había escuchado de ese autor. A ti te gustan las cosas raras y exóticas –dijo la joven y se alejó.

–Y tú, Justis –preguntó nuevamente la misma chica estúpida que había interrogado a Paladyx–. ¿De qué es tu ensayo? ¿Qué libro usaste? Estoy ansiosa por saber tus gustos, quizás hasta te regale un libro.

–Te lo agradezco, pero no suelo leer cualquier tipo de libros. En realidad, me parecen absurdos y patéticos los textos de la mayoría. Considero que incluso la literatura está en decadencia debido a la extensa manipulación mediática que se ha cernido sobre el mundo. Por desgracia, las personas se sienten cómodas siendo parte del rebaño, siguiendo los patrones de la sociedad.

–Y ¿qué clase de cosas te gustaría que leyéramos? Todos somos distintos y tenemos gustos diferentes.

–En eso tienes razón, no estoy discutiendo ese punto. No quise sonar grosero o arrogante, es solo que, a veces, me causa un poco de molestia que se sobrevalore tanto a autores que escriben cosas tan vacías, en tanto poetas y escritores con verdadero talento mueren de hambre. Pero así es el mundo, siempre se aprecia lo banal y se desdeña lo sublime. Tal vez eso sea la verdadera naturaleza del humano: la mediocridad.

–No te preocupes, tú eres la persona que más lee aquí en el grupo, y quizás hasta en la universidad. Me parece correcto que pienses de ese modo, yo quisiera leer tanto y tan buenas obras como tú, quisiera descubrir por cuenta propia eso que mencionas.

–Bueno, te puedo recomendar algunos libros. De hecho, uno de los estudiantes del grupo conoce libros muy interesantes que me ha recomendado, incluso ensayos que ha escrito…

–Ah ¿sí? Y ¿de quién se trata? ¿Él escribe? ¡Eso es espléndido! Debe ser un genio, pues, además de ser filósofo, es escritor.

–De él justamente hice mi ensayo. Él conoce más libros que yo y de los más raros que te puedas imaginar.

En esos momentos Lezhtik apareció y saludó a Justis, aún no eran tan buenos amigos, pero ese día todo cambió. El momento de la clase acaeció y cada quién expuso sus ensayos. La intención de tal intercambio era promover la lectura entre los estudiantes, pues, de acuerdo con un estudio realizado hace unas cuantas semanas, muy pocos tenían tal hábito. Aún no se terminaban de poner de acuerdo los profesores sobre qué tipo de textos eran adecuados para los estudiantes de filosofía, pero la idea del viejo director era que cualquier tipo de lectura fuese permitido, dejando a consideración del estudiante la elección. Algunos profesores evidentemente se opusieron bajo el argumento de que era peligroso dar tales armas y esperar que nada ocurriese, que sería inadecuado conceder tan vertiginosa posibilidad de insurrección a los estudiantes. Por desgracia, con el nuevo director ya nada tenían de qué preocuparse esos mordaces opositores, pues la lectura se había convertido en un asunto del pasado.

–La obra que yo analicé se llama Rebelión en la Granja de George Orwell –comentó Lezhtik cuando su turno llegó.

–Muy bien, Lezhtik. Ahora bien, ¿alguien aquí conoce el texto? –inquirió el profesor al resto de los estudiantes, que parecían aburridos y desinteresados en cultivarse, como siempre.

Hubo solamente rostros de disgusto y de negación ante las inquisiciones del profesor. Aquellos aspirantes a filósofos no hacían más que cumplir con las tareas y los trabajos, dejando de lado sus propios intereses intelectuales. Así actuaban todos, con excepción de los rebeldes pertenecientes al club de los soñadores, el cual comenzaba a resentir los primeros golpes bajos del nuevo orden.

–Parece ser que nadie lo conoce, entonces proceda a explicarnos su contenido.

–¡Yo sí lo conozco! –afirmó una voz entre la caterva de alumnos ahí reunidos, era Justis–. Sí, yo leí esa novela hace ya un tiempo y me pareció muy acertada, posiblemente no tan fantástica como se piensa.

–Así es –replicó Lezhtik–. En efecto, aunque planteada como una novela fantasiosa, me parece que refleja a la perfección la naturaleza de los humanos.

El profesor también conocía la obra; de hecho, era un asiduo lector. Por razones inexplicables, cuando el nuevo director tomó el cargo, este profesor lector decidió abandonar la facultad inmediatamente, como presintiendo la tragedia que se avecinaría sobre la universidad, donde el lavado de cerebros estaba por comenzar. Su nombre era el profesor G, un gran maestro, guía y amigo de los alumnos. Había conocido en su vida a jóvenes extraordinarios, era especialmente amigo de Lezhtik. Se dice que partió hacia un pueblo, donde ahora vivía apaciblemente cultivando su propio alimento y sin depender del dinero; y por supuesto, leyendo tanto como podía. Esto, ciertamente, se trataba de un mito, pues algunos otros afirmaban que había enloquecido y se había colgado en lo más profundo del Bosque de Jeriltroj.

–Entonces ¿se puede decir que los humanos eran los puercos? O ¿viceversa?                           –preguntó el profesor a los dos lectores, únicos interesados en algo que no fuese repetir patrones gastados.

–Quizás ambos eran complemento del otro –respondió Justis con presteza–. El poder hace de los seres unos puercos miserables, pero la falta de este rebaja al ser a un cerdo acondicionado que debe trabajar para poder sobrevivir y mejorar. De tal suerte que tener el poder y no tenerlo resulta en lo mismo, en una decadencia y una degradación. El hecho de querer poder es tan malvado y triste como el no tenerlo.

–Además, hay otro punto por resaltar –complementó Lezhtik–. No se especifica nunca lo que ocurre con el humano que abandona la granja. Seguramente, intentó reconstruir su poderío en otro lugar; el humano es así, aquello que resulta en vilipendio para él en un determinado sitio, busca retomarlo en otro, y así hasta su muerte. Es imposible que el ser no busque alguna especie de placer o de bien material, es algo innato en él, y por eso está condenado a ser puerco y hombre a la vez, a mediar entre ambos estados y, en ocasiones, a ceder ante alguno, sin abandonar su miseria nunca.

–Sin duda alguna, hay mucho por analizar. No esperaba que alguien actualmente recordase obras tan espléndidas como esas. Además, en su mayor parte han sido prohibidas, pero me da gusto saber que aún existen jóvenes que entienden. Esa es la esencia de todo, únicamente entender.

La clase finalizó y, en los ojos del profesor, podía atisbarse cierta melancolía trágica, como recordando épocas en las cuáles él se hallaba en una posición de rebelión, tal como la de los estudiantes del club. Algo parecía saber aquel profesor G, que a tantos alumnos había ayudado en el proceso de abrir su mente en las escuelas anteriores donde enseñó.

A partir de entonces, Justis y Lezhtik reafirmaron su amistad, para más tarde profundizar en tales charlas con Filruex y compañía. Así fue como transcurrió aquel periodo escolar. Justis quedó asombrado por la aceptación que tenían sus ideas entre sus nuevos amigos, pues eran los únicos a los que les interesaba leer. Y, asimismo, a él le asombraron los talentos que éstos tenían, especialmente quedó ensimismado con los dibujos de Emil, pues el arte para él era algo que amaba, pero no se sentía con la capacidad de poder algún día llevarlo a cabo. Siempre animaba al joven aspirante a pintor a continuar con sus obras, incluso cuando sus padres y profesores se lo prohibieron ferozmente…

–No discutiremos más este asunto. O te olvidas de tus libros inadecuados o te largas de esta casa en cuanto termines el periodo en curso –sentenció su padre con tono firme.

–Espero que rectifiques el camino, hijo. Date cuenta de que leer en este mundo no te llevará a nada, no podrás vivir de eso, tendrás que comer y trabajar. Piensa en la oportunidad que les está dando el director, es una que no habíamos considerado y que puede corregir la decisión de haber estudiado filosofía. Más tarde, podrás reflexionar y cambiar el tipo de lecturas tan inadecuadas a las que ahora te aferras inútilmente.

Cuando sus padres se retiraron, Justis permaneció en la sala bebiendo café. Meditaba sobre las acusaciones de sus padres y, al mismo tiempo, llegaban a él como bombas todas las charlas con Filruex y Lezhtik, el pobre Emil y su ambición por dibujar, Paladyx y su anhelo de poder ser una auténtica clarividente y maga, y también del integrante que sustituyó a Lezhtik, Mendelsen, con su afición por la música verdadera. ¿Acaso ellos estarían atravesando algo similar? Al menos Filruex no tenía familia y no podían regañarlo, pero ¿los demás? No había persona alguna que pudiese entender que esta realidad era una blasfemia y que había cosas mucho más valiosas que lo material y lo laboral. ¿Acaso el ser estaba en esta experiencia terrenal para pasar sus días trabajando como esclavo y conformándose con un sueldo para satisfacer sus vicios y tener una falsa sensación de ser libre? El sueño terminó por vencer sus elucubraciones, un nuevo día le esperaba, donde tendría que soportar los progresivos abusos que se ejercían en la facultad.

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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