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El Extraño Mental XV

Sabía, en el fondo, que había algo distinto en mí, pese a simular ser como todos ellos: ¿qué era? ¿Cuándo podría entender por qué no podía considerarme tan estúpido y adoctrinado como el resto de los monos, si realizaba el mismo tipo de actos y era tan decadente, absurdo y depravado como cualquier otro humano? Me asustaba tal concepción, pero, como decía, pronto me mataría para no continuar torturándome, para renunciar a mi libertad en la vida y, así, aniquilar el inminente dominio de mi humanidad, latente en cada paso y potente como solo mi sombra me parecía ser. Además, todo era un juego, solo eso, ni más menos. Esto no era vivir, pues aún no había muerto para conocer lo opuesto a tal concepto y así dictar un veredicto. ¿Quién dijo que esto era la vida?

Llegué a casa y me recosté. Noté que en los demás pisos había un griterío, como si estuvieran matando a alguien, pero eso era común, puesto que vivía en un barrio de mala muerte y me hospedaba en un condominio, en el número 11 de la calle Miraluz, de los más baratos y con los cuartos en peor estado. Lo había decidido así no tanto por mi condición económica, sino porque me parecía absurdo vivir, gastar tanto en un lugar donde estar…, pero mis ideas se mezclaban con mis sueños ya… Mi habitación era un desorden, lo cual me molestó, pero no tuve la fuerza para acomodar nada. Me dormí como un cerdo, brutalmente ebrio e incapaz de moverme, tieso y apestoso, acaso meado y basqueado, pero sabiendo que, al menos, yo era sincero y verdadero, que no era como ellos.

Al despertar, tenía dolor de cabeza, náuseas y debilidad, tenía la famosa cruda. El ron, el vodka, la cerveza y demás habían cobrado la tarifa, haciendo de mí un ser patético y a punto de sucumbir. Sin embargo, aunque añoraba morir, pensé que resultaría pertinente comer algo previo a. Tomé una ducha, ordené mi cuarto, notando que había más cucarachas que de costumbre y más humedad también, pero me daba igual. Preparé un poco de agua, la bebí con una pastilla para bajar el malestar y salí, dispuesto a comer algo y luego regresar para continuar durmiendo y reponerme por completo. Por el camino, noté que el ambiente era tranquilo, adecuado para un sábado, al menos en aquel rincón de mal vivencia separado unas cuántas calles del centro de la ciudad, donde todo era consumismo, materialismo, prostitución, juego y embriaguez, tal como la noche del día anterior, pero yo no podía disfrutar de ello dada mi condición, lo cual me pareció extraño.

La cocina de la señora Faki, aquella obesa sudorosa, estaba cerrada. ¿Por qué razón? No lo sé, pero no quise indagar, así que vagué hasta hallar un local donde vendían toda clase de basura, lo cual me vendría de maravilla. Entré sin prestar atención a los que estaban comiendo, como siempre solía hacerlo. Los miraba con desdén y sabiéndome superior, por no ser hipócrita ni mentiroso y aceptar mi naturaleza decadente. No dije buenas tardes ni provecho, como todos suelen hacer, sencillamente fui y me ubiqué en una mesa cualquiera, con las miradas de todos posándose sobre mí. Colegí que ello se debía a mi desaseado estado, con la barba crecida, el cabello polvoso, el rostro ojeroso, demacrado y vil. La mesera tardó mucho en venir y me comunicó que ya solo quedaba consomé de pollo, el cual siempre detesté. Di las gracias y me largué, aunque, a los pocos pasos, me arrepentí y quise volver y aceptar. Pero era demasiado tarde, mi mesa la ocupaba un jovencito de ojos verdes, rostro fino y cabellos negros, pero que se me antojó demasiado adusto como para compartir mesa. Así, abandoné mi propósito y decidí inspeccionar más adelante, ignorante de lo complicado que es hallar buena comida un sábado entrada la tarde.

Por fin, me refugié en el lugar menos esperado, pero acaso el único donde había comida a precios accesibles. Se trataba de una taberna, donde nuevamente sentí aquella extraña dualidad en mí: la decadencia y la sublimidad. Hacía tiempo ya venía experimentando aquello, sabiendo que algunos sujetos, entre ellos yo, requerían ambas perspectivas, ambas caras de la moneda. Este tipo de extraños seres podían sentirse a gusto tanto en el cielo como en el infierno, en la opulencia o en la mediocridad; les era indiferente cualquier predilección. Es más, requerían de ambas facetas, no podían solamente ser buenos o malvados, divinos o miserables. Su ser estaba perfectamente amalgamado para funcionar complementando ambos extremos, y, de no ser así, entonces terminaban por recurrir al suicidio, como yo lo anhelaba. Pero eran tonterías, tal vez en mí nada quedaba de sublime, lo había enterrado desde el momento en que decidí que todo me daba igual, o quién sabe. Lo más extraño de todo es no saber quién es uno, o en qué se ha convertido cuando, después de un tiempo, se mira al espejo y descubre una silueta sombría con la cual está inexplicablemente conectado, y a la cual también se ama y se detesta por esta mística y anómala conexión.

El caso es que entré en la taberna pensando, hundiéndome de nuevo en esas malditas reflexiones humanas. Inspeccioné el lugar raudamente, atisbando que era, a todas luces, la decadencia misma labrada con tabique y cemento. Se trataba de un lugar común, de esos que abundan en la sociedad moderna donde los lobos van a cazar y las hembras se sienten regocijadas con tal actividad. No sé ni cómo llegué a tal lugar, o si fue el destino, cosa que rechazaba y adoraba a la vez, el que me había colocado ahí. Hombres y mujeres entraban y salían cada 5 minutos, ya fuera acompañados o solos, pero ninguno sobrio ni emanando paz. El encargado del lugar, un negro raquítico y pelón al que todos llamaban calaca, y cuyo rostro hacía honor a su apodo, sonreía cínicamente y parecía encantado por la manera en que se daban las cosas. Claro que esto era porque inmensos fajos de billetes pasaban de los clientes a sus huesudas manos.

Por lo demás, era natural hallar mujerzuelas acercándose a uno e intentando sacar uno que otro trago o ganancia particular al negocio, dando la apariencia de un putero más que de una taberna. El lugar era lo suficientemente amplio para que en el fondo estuvieran ubicadas mesas de juego y de billar. Los asistentes reían a carcajadas y, entre bromas e injurias, proseguían apostando, como si eso fuese todo lo que en la vida tuvieran por hacer. Se podía colegir fácilmente, por sus semblantes, que algunos de estos perros llevaban en esa taberna desde el día anterior, que no habían tenido la decencia de llegar a sus hogares y dar al menos una moneda para el gasto o los pañales, pues es común que en la sociedad la mayoría de las personas tengan hijos que no cuidarán y esposas solo por obligación o terquedad.

Yo lo sabía y me divertía pensar en la importancia que concedían ciertos analistas a este tipo de conductas, siendo yo mismo a veces uno de estos puritanos sin amabilidad. El hecho es que el griterío se escuchaba hasta la calle, donde era opacado por el jolgorio entablado entre las casi prostitutas de la taberna que salían de vez en cuando a pescar algún ganapán. El olor a tabaco era recalcitrante, así como los tragos derramados y la decadencia en general. Entre los juegos estaban las cartas de todo tipo, la ruleta, el billar, el dominó, los dados, la lotería, y algunos imbéciles aparentando intelectualidad movían con extrema delicadeza sus piezas de ajedrez. Parecía como una regla del lugar que, entre más ganancia acumulaba algún truhan, más mujerzuelas se apilonaban a su alrededor, proveyéndole de caricias estimulantes por debajo de la mesa y susurrando incoherentes propuestas, o también viendo si podían sacarle algo de sus bolsillos. Y, cuando el sujeto lo perdía todo, lo cual pasaba tarde que temprano, las damiselas se retiraban al instante y buscaban un nuevo galán, incluso exigiendo ficticias deudas que el perdedor les debía pagar.

Entre los asistentes se encontraba gente de todo tipo, por eso la taberna Diablo Santo resaltaba entre todas las demás. Había albañiles, plomeros, carpinteros, mecánicos, obreros, cerrajeros y toda la plebe que se pudiera imaginar; no obstante, y en aparente contradicción con su condición, había también abogados, licenciados, ingenieros, médicos, oficinistas, arquitectos, profesores y, según habladurías, hasta sacerdotes concurrían para expiar las culpas en aquel excéntrico y oscuro lugar. Lo único seguro es que había un factor común en todos los asistentes, algo que los unía cual hermandad y que ninguna otra actividad o lucha podría igualar jamás, y es que todos eran gente cualquiera, absurda y libertina, esclava de sus vicios y sus impulsos, de escueta voluntad, entregada al juego, la borrachera, la depravación y cualquier otra clase de crápula que pudiera acontecer.

Todos ahogaban sus problemas en alcohol, olvidaban momentáneamente las preocupaciones del hogar, los hijos, la esposa, la amante, los impuestos, la carga laboral, la opresión, la humillación y, sobre todo, la dignidad y la realidad. Aquellos tragos y mujerzuelas tenían el poder de obnubilar la consciencia como ninguna otra cosa parecía conseguirlo, pues sometían a los asistentes a un viaje hacia una especie de más allá donde todo era diversión y felicidad, donde no existía el hecho de tener que vivir por algo en particular, ni de alimentar bocas indeseables, ni de cumplir con los requerimientos de una sociedad. Por eso todos iban a las tabernas, con las prostitutas, a embriagarse y hallar más como ellos, a sentir que eran más que su propia humanidad. Todo eso era pura banalidad y decadencia, pero era, tal vez, lo único que hacía arder en el humano la llama de lo que significaba vivir. Era la manera de olvidar, aunque fuese por tan corto tiempo, lo miserable que era el mundo y su temporalidad.

Sonreía al pensar que la existencia de aquellos imbéciles podía acabarse hoy mismo sin ninguna clase de lamentación, pues eran tan miserables y decadentes que su muerte resultaría una bendición. Sin embargo, también me desternillé como un demente cuando me percaté de que yo estaba ahí, que ese ambiente me era tan familiar como si estuviese en mi hogar. Otra vez era el mismo dilema: ser y no ser como ellos al mismo tiempo, odiarme y mantenerme por encima, ser sublime y decadente, cumplir con la dualidad que, al final, terminaba por transformarse en indiferencia total, en la manera en que todo perdía su sentido y el vacío degollaba mi integridad. El calaca se acercó a mí y, con excelente talante, tomó mi orden, la cual consistió en un plato de una pasta imposible de descifrar, pero que terminé aceptando por ser la especialidad del lugar. No estaba seguro si sobreviviría después de comer tal inmundicia, pero qué más daba vivir o morir. Entretanto, un grupo de señores a mis espaldas entablaba una encarnizada conversación sobre cambiar el mundo. Los escuché por diversión hasta que me trajeron mi comida.

–Es como te digo –mencionó un señor de dientes podridos y aspecto peor que el mío en cuanto a ropas–, este mundo solamente va a cambiar cuando el gobierno ponga más escuelas y hospitales en las regiones más pobres.

–¡Tonterías, Piji! –replicó otro, hundido en el tequila–. Solo sabes decir tonterías, esa no podría ser, de ninguna manera, la solución a este galimatías.

–Ah, ¿sí? Y entonces ¿cuál sería? No me digas, ya sé. De acuerdo contigo y tus modernas influencias, la solución sería que el humano se permita absolutamente todo.

–Sí, desde luego esa sería. ¿De qué otro modo podría el humano vivir feliz sino cediendo a sus impulsos y siendo él mismo? Verás, comúnmente se habla de crisis social, de decadencia y ausencia de valores en las nuevas generaciones, de asesinatos y desastres; en general, de lo que los noticieros y los diarios nos informan día con día. Sin embargo, todo eso no es sino la consecuencia; esto es, solamente estamos enfocados en atacar el resultado de la monstruosidad. Puede ser intrincado de comprender y yo puedo no ser un excelente expositor, menos bajo los efectos del licor y sumido en esta miseria, pero creo fervientemente en ello. Mientras no ataquemos la causa y nos centremos en percibir y remediar las consecuencias, aunque se pongan todos los hospitales y escuelas del mundo por doquier, esto seguirá yéndose al carajo.

–Y ¿qué es lo que propones para atacar esa supuesta causa?

–Realmente no lo sé, solo soy un hombre acabado, un ebrio desconsolado que alguna vez fue profesor de matemáticas; y de los mejores, por cierto. Pero verás, creo que una migaja de la solución a este enigma sería que el humano perdiese el deseo de hacer daño a los demás, de ambicionar lo que otro posee, sea material o carnalmente. Además, debemos ser sinceros, pues hoy en día la sociedad se ha acostumbrado a vivir tomando como bases la mentira y la hipocresía, en lugar aceptar nuestra propia naturaleza y unirnos con ella. Sé que no soy claro en mi discurso, es oscuro hablar de este modo cuando son meras especulaciones las que discurren por mi cabeza. Cualquiera puede hacer postulados y aferrarse a ello, cualquiera puede venir aquí y hundirse en la crápula y el alcohol, en el juego y la prostitución; no obstante, pocos son quienes vislumbran en este ambiente la salvación, y de ellos ha de esperarse esa solución de la que hablo. Debemos sacar lo que guardamos bajo llave en el interior, expulsar todos esos demonios acumulados desde el nacimiento, pisotear la moral que la iglesia y el gobierno nos han impuesto para mantenernos dentro del corral, y entonces surgirá un nuevo amanecer donde nadie niegue lo que es y el mundo resplandezca sin apariencias ni obstáculos. Todo en el humano será permitido, nada estará ya oculto ni será motivo de burla o vergüenza como lo es hoy. Cualquier pensamiento aflorará e inundará las calles, se discutirá y se extenderá sin importar su profundidad o consternación. Así, al final mostraremos lo que en verdad somos, sin máscaras ni tapujos, sin tabúes de ninguna clase. Solo cuando hayamos mostrado al infinito nuestro interior, aquellos deseos sexuales, asesinos y mordaces se evaporarán. Confío en que esa es la clave, apostarlo todo para evolucionar. Únicamente dos opciones: renacer o yacer eternamente. Si el humano consigue liberar todos sus instintos, aún los más oscuros y nauseabundos sin hacer daño a los demás, entonces tendremos gloria.

–Y, si no, ¿qué acontecerá si no es así? –inquirió el tal Piji, fumando con un demente su tabaco.

–Entonces, si una vez vaciado el interior y liberada la sombra que tanto pesaba sobre nosotros, continuamos en el mismo camino de la perdición, no quedará de otra más que morir.

–¡Je, je, je! Sospechaba que dirías algo así, siempre terminas adulando a la muerte.

–No es eso, tan solo soy realista. Esa es la solución, mis amigos, no hay más. Cualquier otra concepción en la que el mundo pueda cambiar terminará por carecer de sentido, sin importar si se trata de escuelas, hospitales, revoluciones, golpes de estado, marchas, levantamientos y demás. Este sistema está preparado para enfrentar todo lo exterior, para apaciguar cualquier cambio que no esté a su favor; no obstante, nada evitará que se derrumbe si ese cambio surge en el interior. La única que tiene la habilidad para salvarse a sí misma es la humanidad y nada más, ningún dios o doctrina podrá componer esta tragedia de amarga perpetuidad.

–Bueno, Komar. Ya nos ha quedado claro –exclamó riendo uno de aquellos borrachos–. Mira nada más, acabas de derramar la mitad del trago en el pantalón.

–¡No es nada, déjenme! Ustedes nunca han tomado en serio mis sermones, solo lo toman como un medio de diversión.

–Ya, basta. No se peleen de nuevo, o tendré que limpiarles el labial –intervino el tercer sujeto de aquel grupito ominoso, que hasta ahora no había espetado una sola palabra, limitándose a escuchar con atención y vaciar su vaso.

–La culpa la tiene este bravucón –replicó Komar, apurando su trago y respirando con dificultad–, nunca entiende lo que significa pensar profundamente. Para él todo es siempre práctico y de rápida aplicación, cualquier teoría la rechaza el muy animal.

–Así siempre ha sido mi buen Piji, nunca cambiará, es un práctico sin remedio. Lo que no puedo comprender es por qué siempre terminamos hablando de lo mismo en estas reuniones, siempre es el mismo tópico: cambiar el mundo.

Entonces la mirada de aquel sujeto se cruzó con la mía, puesto que los miraba atentamente mientras comía. Debo confesar que su charla me interesó, pues, aunque era una de esas típicas conversaciones de ebrios soñadores y acabados por el vicio, algo me atrajo, algo había de místico en aquella perdición. Aquel señor que había hablado poco era ya de edad avanzada, conservaba sus cabellos contrariamente a la mayoría de los hombres de su edad, aunque lucían canosos y un tanto alborotados. Su aspecto era elegante también, no rayando en el traje y la corbata, pero sí ataviado con pantalón de vestir y camisa, ambos impecables y bien planchados. Pensé que también estaría perfumado y que su rostro era curioso. Lo que me ligó a él fue más bien mental, una especie de familiaridad espiritual que a veces se puede sentir con ciertas personas, como si una especie de insensato destino se burlara de nosotros y nos revelara, solo por un instante, la grandeza que en nuestra torpe humanidad estamos lejos de discernir. El hecho es que aquel señor ya entrado en años me miró, y ambos supimos que debíamos hablar. Tenía la impresión de haberlo visto someramente en alguna otra parte, pero no podía ser. Como sea, desvié la mirada y decidí esperar un poco más el momento propicio para unirme a ellos e incursionar en la conversación.

–Y tú ¿qué piensas, Volmta? ¿Estás de acuerdo con este teórico ganapán? –inquirió el tal Piji con inquietud, exhibiendo algunos tatuajes malhechos en su brazo derecho.

–Pues creo que es complicado –comenzó el señor con el que extrañamente me había sentido vinculado y cuyo nombre ahora sabía–. Todos podemos tener opiniones y formas de pensar, querer aplicar principios e ideologías que nos parezcan convenientes para progresar. Sin embargo, realmente uno puede hacerlo y ya, cambiar. Pero es imposible, o así lo veo yo, imponer que otro viva conforme queremos. Sea como dices tú, Komar, mediante una expulsión de nuestros demonios para luego destrozarlos en el exterior, sincerarnos con nuestros deseos aberrantes y obnubilar el daño hacia el prójimo partiendo de la premisa de que todo es permisible. O como tú nos has comentado en tantas ocasiones, Piji, utilizando recursos para construcción de escuelas y hospitales, abandonando la teoría y practicando toda concepción. Al final, creo que nada se conseguirá.

–¿Qué dices, Volmta? No juegues, esperaba algo serio.

–Es la verdad, Piji; solo la verdad. Cuando era joven solía pasar días y noches enteras cuestionándome tales cosas y perdiendo toda tranquilidad. Durante tanto tiempo indagué en la ciencia y la filosofía, y, al percatarme de que nada hallaría en ellas diferente a lo inculcado, incursioné en el misticismo y el esoterismo, sin lograr nada tampoco. Por eso ahora rechazo todo, especialmente la religión y alguna especie de reino celestial como nos lo venden. Ciertamente, detesto a las personas cuya fe las ciega y las hace perderse en su propia estupidez matizada con tantas falacias místicas. Ustedes saben que rara vez alguien consigue ser de mi agrado, pues todos me resultan imbéciles, al fin y al cabo. Pero aún sostengo algo más, sin llegar al punto de una deidad, que posiblemente existe independiente a nuestra percepción. En este mundo hay tanto que está mal y que podría cambiar de manera tan sencilla, sin necesidad de teorías ni aplicaciones del espíritu o construcciones, solamente mediante la comprensión de lo que cada quién en verdad necesita para vivir.

–¿Qué quieres decir con eso? ¿De qué hablas? –cuestionó Komar, impaciente.

–Muy fácil, que la solución a la causa o la consecuencia es tan sencilla que escapa a nuestros ojos, los cuáles no perciben lo inmediato sino solo lo que aparenta ser superior. El humano no requiere de ningún dios, moral o creencia para existir, pues en él se encuentra esta dualidad para decidir. Tampoco creo en algo como el destino, ni me interesa saber si es real este mundo o no. Lo único que me interesa es que existo, que, al menos en términos humanos, quizá muy terrenales, sigo aquí. Por lo tanto, lo que debemos razonar antes de arrojarnos a inútiles elucubraciones es saber lo que necesitamos para ser sin impedir el flujo natural de las cosas.

–¿Flujo natural? ¿De qué diablos hablas ahora, Volmta? Creo que ya se te pasaron los tragos. Y ¡yo que creía que, como bebes diario, ya no te afectaba! –exclamó desternillándose Piji, pidiendo otra botella de ron.

–¡Ja, ja, ja! Unos idiotas como ustedes no lo comprenderían –replicó con ironía y un tono de desfachatez el tal Volmta.

–¿Qué dices? Siempre te has creído el muy listo, y, a decir verdad, lo eres, pero denigras nuestras ideas –asintió Komar, moviéndose un poco y dejándome verlo mejor.

En este último sujeto noté un reflejo insano. Por alguna razón tenía la firme impresión de que no viviría mucho. Era un hombre de esos cuya edad no se puede averiguar, que divagan entre los veintiocho y los treinta y cinco. Poseía las características de un fracasado y un maniático, muy propios de un matemático frustrado que pasa sus días en un salón de clases, enseñando lecciones ininteligibles a estúpidos bobos que no prestan nunca atención y solo esperan los viernes de juerga y libertinaje. El mismo Komar pertenecía a esa clase de libertinos soñadores quienes se creían diferentes de un mundo que odiaban y al que perfectamente representaban, ¡era tal como yo! Pese a ser más joven, la calvicie había hecho estragos con el pobre infeliz, además de que sus dientes eran horribles y su rostro voluble. Noté que este mentado Komar era uno de esos individuos consumidos por traumas de su infancia, que difícilmente contenían sus delirios y que se entregaban totalmente a sus vicios sin reprenderse de nada, y, si lo hacían, era solo por obligación y no por sinceridad. En el fondo se odiaba, sus ademanes y gesticulaciones lo delataban, pues, a cada momento, se cubría el rostro o posaba una mano sobre su pelona.

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El Extraño Mental


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