Capítulo XVI (LCA)

En el Bosque de Jeriltroj se habían reunido los demás integrantes del club de los soñadores declarados para conversar sobre la muerte de Mendelsen, a la que, por cierto, nadie prestó atención en la facultad. Temían que los ataques de los centinelas del ojo continuasen y que en las próximas semanas algo más pasara, que otro muriera. Pero, tal vez, nada podía hacerse para evitar el irremediable y trágico final de aquellos ilusos que se atrevían a darle la contra a tan poderoso y abrumador sistema.

–Todavía no puedo creerlo, ¿cómo es que hemos perdido a Mendelsen? Sabía que pasaría, pero fue demasiado rápido y atroz –dijo Emil, consternado y afligido en extremo.

–Pues yo no lo creo así, sabíamos que esto iba a ocurrir. En esta lucha que llevamos estamos peligrosamente en la mira de esos bastardos –exclamó Filruex con la vista centrada en los restos de los instrumentos musicales que pertenecieran a Mendelsen–. Así que deja de llorar Emil, no es momento para ello.

–¿Qué planes tienes ahora, Filruex? ¿Qué se supone que haremos? –cuestionó Justis, dejando de lado las lamentaciones.

–La verdad es que ninguno. He estado pensando que este lugar ya no es seguro para reunirnos.

–Pero ¿qué lugar sería seguro? –cuestionó Paladyx, histérica–. Seguramente a donde vayamos seremos observados. El gran ojo lo mira absolutamente todo y a todos, nada se le puede ocultar a esa inteligencia diabólica y colosal, su iluminación lo cubre todo.

–Tienes razón. Probablemente, lo mejor será que nos dividamos. Si permanecemos juntos, nada bueno resultará. Debemos continuar haciendo lo que amamos para no aparentar temeridad. Ya se acerca el fin del periodo y yo tengo algo preparado, algo especial que podrá acabar de una vez por todas con esta opresión, o eso espero. Necesitaré alejarme un poco, estas semanas no los veré, pero prometo que regresaré con la solución más evidente, cueste lo que cueste.

Así fue como aquella efímera reunión culminó. Nadie sabía a qué se refería Filruex con la solución más evidente. Todos creían que se trataría de alguna clase de documento que avalase el despido del director. O, tal vez, incluso pruebas de quién era en realidad el asesino del anterior director o algo por el estilo. Decidieron esperar, a final de cuentas, ya casi terminaba el periodo. Mientras tanto, pese al riesgo que implicaba, continuaron y acentuaron sus actividades. Emil realizaba dibujos cada madrugada, Paladyx practicaba la clarividencia y Justis devoraba más y más libros. Por otro lado, Lezhtik continuaba con sus escritos, ensimismado en sus proyectos y sin relacionarse con nadie. La nueva semana llegó y, con ella, un nuevo olor a muerte, uno que buscaba obviar el arte.

–Ya casi no hablas con nadie, Lezhtik. ¿Sabes? Antes eras distinto. Paladyx siempre dice eso, pero yo creo que tienes tus razones –mencionó Emil emparejándose con el joven de los ojos tristes al salir de la escuela.

–Pues no tengo mucho qué decir. Todo continúa del mismo modo, sigo trabajando en mis proyectos.

–Eres escritor, ¿cierto? Nadie aquí en la facultad se había atrevido a hacerlo.

–Sí, escribo algo, pero no se lo digas a nadie más. En realidad, solo lo intento, no soy bueno. Además, con las tareas tan repetitivas que dejan, ya casi no hay tiempo.

–Sí, lo entiendo, así suelen ser las cosas. Supongo que todo está enfocado para que no perdamos el tiempo en cosas inútiles.

–Para ellos todo lo que hacemos no sirve de nada, nuestro fin será ser solo autómatas que busquen diversión y entretenimiento.

–Como los demás, ¿no crees? ¿Ya has visto cómo pasan las tardes del viernes? Parece que tan solo esperan ese día para aliviar su miseria. Entonces, cuando finalmente llega, se apresuran tan pronto como sea posible sobre el salón de juegos. Les fascina el billar y los juegos de azar, además de los videojuegos. Se embriagan para olvidar todos los abusos y sienten que esa fútil recompensa lo vale todo, aunque el lunes volverán nuevamente a su estado natural, a su realidad absurda.

–Bueno, no es tan raro. Tú ya sabes que eso es lo que la mayoría de las personas hacen. Últimamente he pensado que todo conlleva a un absurdo, y la forma en que los humanos vivimos nos hunde cada vez más, pero es menester que no nos percatemos de ello.

–Y ¿quiénes son los que buscan controlar el mundo? ¿Acaso tú realmente lo sabes?

–No, ni yo ni nadie lo sabe verdaderamente. Solo te puedo decir que todo está ominosamente labrado de este modo, pareciese como si una mano ignota hubiese trazado el destino de la humanidad en un papiro de aberrante composición.

–¡Ah! Es que yo no he leído tanto como tú. Pero he buscado quién me recomiende buenos libros. Y la verdad es que no quiero leer lo que actualmente recomiendan en la facultad.

–Esos libros son basura –replicó Lezhtik en tono sarcástico–. Te digo, si quieres leer algo interesante, piensa en qué cosas sonarían demasiado locas para que fuesen tomadas en serio por la gran mayoría. Te recomendaré algunos textos cuando haya leído lo que me comentó el profesor Fraushit.

–El profesor Fraushit ¿te dio libros? He escuchado que es el único que aún conserva unos cuántos de los que se prohibieron.

–Sí, él me ha otorgado uno de sus más preciados libros.  Al parecer, no es adecuado que las personas elucubren sobre el sentido de sus vidas, podrían caer en cuenta de la verdad horripilante.

–Y ¿cuál esa verdad?

–Como te digo, no tiene mucho que comencé mis investigaciones en esos campos. Aunque la verdad es que considero que la existencia humana no tiene ningún fin, pero, en cuanto haya absorbido más ideas, te las contaré. Te admiro por tus dibujos, eres un buen amigo.

Lezhtik se alejó, partió hacia su hogar, donde seguramente se refugiaría en sus escritos. Era lo único que le hacía olvidar por unos momentos el absurdo que representaba la existencia para él; sin embargo, ni siquiera estaba mínimamente consciente del destino que le esperaba. Por otra parte, Emil se dirigía igualmente hacia su casa. Se sentía complacido tras su plática con Lezhtik, más cuando este mencionó el asunto de los dibujos. Para Emil, dibujar representaba más que una mera actividad creativa, ponía su alma en cada lienzo; su arte era apocalíptico, extraño, demencial. También por eso no se animaba a hacerlo público, temía lo que sus padres o profesores pudieran decir. En el club lo habían animado a realizar una exposición, pero no se sentía confiado para ello, aunque, tras las palabras de aquel joven de hermosos ojos tristes, ese que tanto le cautivaba, que observaba siempre y espiaba, se sentía con la voluntad de hacerlo. No había más tiempo que perder, ya estaba decidido, llegando a casa juntaría sus mejores lienzos y los presentaría en unos días. Y, con el apoyo del club, todo sería más fácil.

–Ya estoy de vuelta, ha sido un día pesado –exclamó al llegar a su humilde hogar–. ¿Está alguien ahí?

Le pareció muy extraña la situación, algo hostil se filtraba por sus narices, algo inaudito y desdichado podía percibirse. Se detuvo y permaneció en silencio, se sentó y estuvo a punto de mirar una nota sobre la mesa cuando, subrepticiamente, sus ojos se empaparon de un cerval escenario. La nota parecía un mensaje de auxilio. Y, conmocionado, se dirigió hacia el patio, pero lo que observó lo fulminó. Ahí, en el patio de su casa donde otrora solía imaginarse como un gran artista, yacían sus padres empalados. Se quedó impávido, sin saber cómo reaccionar. Podía sentir coraje y a la vez miedo, todo se mezclaba; imaginaba el sufrimiento por el que habían tenido que pasar aquellos dos seres que tanto se oponían a sus sueños. Entonces, en el suelo, observó un símbolo peculiar, uno que también había atisbado en el lugar donde muriese Mendelsen, pero que le parecía era más producto de su imaginación. Se trataba de una especie de caimán o lagartija devorándose a sí misma por la cola. No tuvo tiempo para hallar su significado, pues llovían papeles, se trataba de sus dibujos. Se esparcían por los aires y caían sobre los cadáveres de sus muertos padres. Eran los trozos de todos sus lienzos destruidos los que recogía mientras se hallaba aún en trance.

–¿Por qué? ¿Quién lo ha hecho? –vociferó con rabia y temblando.

–El arte es un peligro, todo lo que haces es impedir el nuevo orden, pero eso tú ya lo sabías –respondió un hombre vestido de negro y con la piel opaca.

–¡Ustedes, los recuerdo muy bien! ¡Son los mismos que acabaron con Mendelsen y su música!

–Tienes buena memoria, lástima que ya de nada te servirá.

–¿Qué quieren? ¿Por qué nosotros? ¿De dónde han venido?

–Ya te lo hemos repetido muchas veces en tus sueños. Nosotros somo enviados, mensajeros de un poder oscuro que no podrías entender. En esencia, nos dedicamos a exterminar las amenazas que alteran el orden en el holograma de esta realidad. Nosotros no hemos venido, siempre hemos estado aquí. Los intrusos, de hecho, han sido ustedes. Han estado invadiendo el mundo de los humanos dormidos y no podemos permitir lo que intentan hacer, nada ni nadie puede escapar de este fragmento baladí sin que nosotros lo queramos.

A diferencia de Mendelsen, Emil ni siquiera tuvo fuerzas para soltar un golpe. Sus piernas temblaban, sus ojos estaban empapados de lágrimas, todo en él había ya desaparecido. Era solo un cadáver entre los vivos, su fortaleza mental se había incinerado y hecho pedazos con sus empalados padres y sus destazados dibujos. Gritó como un perro asustando, subió bramando las escaleras que daban a su cuarto y se encerró, tomó los pinceles y dibujó sin cesar lo que sería su lienzo final. Aquel desgraciado había visto algo detrás de los hombres elegantes, algo infernal y supremo que trataba de dibujar. Por desgracia, aquel joven amante del arte ya no viviría para contarlo. De lo que ocurrió en el transcurso de aquella más que inicua tarde, no se tuvo registro alguno. Todo lo que se supo fue que, a la mañana siguiente, se le encontró con las venas cortadas. Su frágil cuerpo estaba blanco y los restos de sus lienzos yacían a su alrededor. Había muerto entre lo que amaba, siempre protector de sus ideales, sin importar que, por ello, tuvieran que perecer sus padres también. Los cortes, según se informó en la escueta investigación posterior, habían sido provocados por una navaja que escondía en su mochila, coligiendo que se había tratado de un suicidio propiciado por alguna fantástica alucinación. En realidad, Filruex se la había dado para defenderse de sus agresores, pero la había usado para defenderse de la vida, para entregarse a la muerte y hundirse en lo oculto.

–Primero Mendelsen y ahora Emil. Ya van dos que han muerto y somos los siguientes –decía Paladyx a Justis, presa de un ataque de pánico.

–Filruex aún no ha vuelto y el fin del periodo ya casi llega. No sé por qué presiento que el nuestro también, si no hacemos algo pronto.

–Y ¿qué propones que hagamos? No tenemos de otra más que resistir, seguramente Filruex no tardará en regresar con alguna novedosa idea.

–Y ¿si no lo hace? ¿Qué tal si solamente se está emborrachando y drogándose como siempre?

–Eso no lo hace una mala persona. Las acciones para que un hombre sea juzgado bueno o malo no se limitan a la ética ni a la moral. Él volverá, ya lo verás. Y quizá no debamos asistir a la facultad mientras tanto.

–No podemos hacer eso, nos echarán y eso será justo lo que el nuevo director aprovechará para terminar de idiotizar a los demás.

–Quizá ya no tengan remedio, ¿no lo crees así?

–Es una posibilidad; sin embargo, si logramos despertarlos, podríamos hacer que echaran al nuevo director. Todos unidos podríamos lograrlo.

–Bien, sugiero que esperemos entonces. Tendremos que andar con cuidado de ahora en adelante. ¿No crees que Lezhtik quiera ayudarnos?

–¡Claro que no! Él siempre está solo. Parece no interesarle nada más que sus escritos y cumplir con los deberes escolares.

–Ya veo, entonces no lo molestaremos.

Los integrantes restantes del club de los soñadores declarados se hallaban en una gran conmoción tras las pérdidas tan violentas y raudas de sus dos amigos, nunca esperaron que muriesen tan fácilmente. Se encontraban vulnerables y desconcertados ante la efectividad y la rapidez con que les habían atacado, precisamente cuando Filruex se había desaparecido. El resto de la semana, en contraste con los agitados y desastrosos hechos recientes, transcurrió normalmente. Ya no se vio por ningún lado a esos gigantes ataviados de negro y de piel pálida, con ese peculiar comportamiento de autómata. En la facultad, todo proseguía como siempre: las clases y las tareas eran repetitivas, sin intención alguna de aprendizaje. Los viernes los estudiantes se embriagaban en el área de juegos, miraban fútbol y box, gritaban y escupían, coqueteaban y olvidaban su miseria; empero, la calma no duraría demasiado, pues, a dos semanas de que terminase el periodo, otra tragedia ocurrió.

–No creo que haya ningún problema, el viernes arreglaremos lo que tenemos pendiente en el billar. Y ya veremos quién bebe más vodka… –comentaba un estudiante a otro al salir de la facultad.

Y es que se había anunciado la más reciente novedad, la cual enloqueció a los estudiantes. Resulta que, en las últimas semanas, el director había gestado la propuesta que se consumiesen otro tipo de bebidas además de la cerveza. Las autoridades habían aprobado la implementación de tan execrable, pero lucrativa propuesta, dados los increíbles resultados que el director estaba logrando con los estudiantes y las exuberantes ganancias. Se argumentó que, a final de cuentas, sería una medida que beneficiaría a ambas partes. La facultad tendría mejores ingresos y los estudiantes nuevas formas para divertirse.

–Mira hacia allá, ¿no es eso humo? –dijo uno de los estudiantes al otro, interrumpiendo su plática sobre las apuestas del viernes.

–Sí, así parece. Pero ¿qué será lo que se está quemando? Vayamos a echar un vistazo –respondió el otro, con un morbo incontenible.

Cuando los dos estudiantes llegaron al lugar de donde provenía el incendio, descubrieron que se trataba de un conjunto enorme de libros que ardían en llamas. Se trataba, nada más y nada menos, que de los libros prohibidos por el nuevo director ¡Alguien los había reunidos todos y les había prendido fuego! Poco a poco los estudiantes fueron acudiendo a las cercanías de la montaña de libros que ardían sin remedio, atraídos por una morbosa excitación generada por lo divertido del momento. La reticencia que el nuevo director y las reformas habían inculcado en los estudiantes hacia los libros prohibidos rendía frutos ahora. En lugar de buscar ayuda, se desternillaban y se alegraban de que esos incomprensibles e insolentes textos se consumieran para siempre.

–¡Se están quemando! ¿Eso es bueno o malo? –preguntó uno de aquellos idiotas.

–¡Es bueno, por supuesto! –dijo el profesor Irkiewl, quien parecía ser uno de los autores del sacrilegio–. Todos esos libros solo eran un estorbo y una blasfemia hacia el nuevo orden, lo mejor es que los consuman las llamas.

Algunos estudiantes, una minoría, a decir verdad, parecían asombrados ante las afirmaciones del profesor Irkiewl; sin embargo, cuando intentaron razonar si lo que éste decía era verdad o no, no lo lograron. No podían entender por qué, pero, de alguna manera, su cerebro ya no funcionaba. Algo bloqueaba su comprensión, algo se oponía a su razonamiento. Era como si ya no tuvieran pensamientos propios, como si su capacidad de análisis y de crítica hubiera sido consumida al igual que aquellos libros lo eran por el fuego infernal. Entre más se esforzaban, menos resultados obtenían. Incluso, a algunos les ocasionó un fuerte dolor de cabeza intentar razonar, les comenzaron a sangrar los oídos y sufrieron una temporal pérdida de la vista.

–¿Qué demonios está pasando aquí? –inquirió Justis que recién había llegado al lugar donde ocurría aquel pandemónium.

–Nada que te importe, jovencito. Lo mejor será que regreses a tus clases –respondió el profesor Irkiewl molesto.

Cuando Justis tomó plena conciencia de lo que estaba ocurriendo, su sobresalto fue monumental, abundantes lágrimas brotaron de sus ojos irremediablemente. Lo que más adoraba eran los libros, en especial los raros como esos que ya jamás podría recuperar, pues bien supo que se trataba de los libros prohibidos por los murmullos. Tantos años había soñado con poseer algún ejemplar, por conocer y deleitarse con lo que aquellos libros misteriosos tenían que decirle.

Justis estaba ligeramente drogado, se había procurado un cuadro algunos minutos antes, aunque eso no le impidió mirar en el fuego una especie de ritual. Sintió una inmensa carga de energía proveniente de aquel funesto ofrecimiento a la ignominia en donde se consumían las últimas esperanzas de sabiduría. Un símbolo singularmente raro, como por acto de una maldita suerte, apareció en el fuego, o estaba alucinando quizás. Era la figura de una especie de caimán devorándose a sí mismo por la cola. El profesor Irkiewl se acercó con su clásica actitud sardónica y lo sacó de su aturdimiento.

–No tienes por qué sentirte así –farfulló sin abandonar su execrable risa–, piensa que es lo mejor para todos. Con esos libros hechos cenizas, ya no corremos ningún peligro. Y tú, mi joven amigo, tienes la oportunidad de regenerarte y ser una persona productiva. Leer no te hará mejor persona ni te dará de comer, tampoco mantendrá a tus hijos. Tan solo estamos tratando de darle a la filosofía un nuevo enfoque, de hacerla más útil.

–Y ¿qué hay de malo en que las personas lean? ¿Acaso tienen miedo de ello? –inquirió con fiereza Justis, absolutamente asqueado de las palabras de aquel títere.

El semblante del profesor Irkiewl cambió, se puso sumamente serio y parecía molesto. Miraba con un cerval placer cómo ardían aquellos libros que hace tiempo habían confiscado, le complacía saber que, en la nueva facultad de filosofía, y más tarde en toda la universidad, los estudiantes entenderían la irrelevancia de leer y centrarían su atención en cualquier otra clase de estúpido entretenimiento. De hecho, no debía esperar tanto, ya era evidente su éxito en gran parte del cuerpo estudiantil, que solo estudiaba por obligación y por dinero, que se emborrachaba cada que podía y cuyos únicos anhelos estaban ligados con el mundo material y terrenal que ellos habían labrado. Si todo seguía así, ellos jamás despertarían, jamás notarían su decadencia.

–No entiendo por qué ustedes se aferran y se resisten a formar parte de este sistema. No hay algo de malo en él; al menos, yo así lo creo. Todo lo que se les pide es renunciar a sus sueños e ideales, a su creatividad, ¿es tan complicado para ti? Míralos a ellos, estos estudiantes ya han aceptado lo inevitable –afirmó señalando a la caterva de estúpidos cuyas miradas ignominiosas denotaban solo ambición y sed de entretenimiento–. No importa cuánto luches, tú perderás siempre. No tienes la más mínima idea de con quién te metes.

–No cederé antes tus engaños, títere del sistema. Podrás tomar lo que sea de mí, excepto mis sueños –sentenció firmemente Justis, en actitud defensiva–. Llevaré conmigo estos ideales porque son sinceros. Los impostores como tú y el director no son más que parásitos lava cerebros, merecen desaparecer.

–Ya veremos quién desaparece primero. No sabes lo que hemos tenido que sacrificar para llegar a esto y no permitiremos que insectos como ustedes nos estorben.

Justis notaba algo extraño en el profesor. Siempre había sido un tonto, pero ahora realmente parecía ser otro. Además, sus ojos tenían un aspecto muy extraño. Parecía como si estuviese siendo controlado por algo, o como si aquel cuerpo fuese solo el traje de una abominación más allá de lo imaginable. De inmediato, desechó tales elucubraciones. No era posible que criaturas ajenas al pestilente mundo humano estuvieran interesadas en una raza tan miserable; sin embargo, la inquietud no menguaba en su atribulada cabeza.

–¿Quién eres tú? No pareces ser el profesor Irkiewl. Lo conozco, y, aunque es un sujeto indeseable, no aprobaría esta clase de actos. ¿Es que acaso el director te ha manipulado a tal extremo?

Antes de que tuviera tiempo de responder el supuesto profesor, Justis observó a lo lejos tres siluetas con trajes negros. Eran nuevamente esos molestos hombres pálidos y serios, emanando un hedor a azufre.

–La seguridad ya viene, lo mejor es que te resignes a aceptar tu castigo. Pagarás muy caro esta grave falta, tonto. Y quizás hasta te echen, pero de este mundo –dijo el profesor Irkiewl mientras se desternillaba con locura.

–No moriré así –exclamó con aire desesperado Justis–. No me iré solo al infierno.

Y, en un acto inverosímil, frente a las miradas asombradas de todos los presentes, ante los libros que ardían y los símbolos extraños, Justis hizo lo inimaginable. Sus últimos recuerdos hicieron eco en su subconsciente, una suave voz resonó en su interior…

–¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás llorando? No me gusta verte así.

–No te preocupes, las cosas pasan. Posiblemente este era mi destino.

–Pero no tiene por qué. Yo sé que todo se arreglará.

–Eres muy amable conmigo. Gracias por todo, aunque, tristemente, nunca podré pagártelo –contestaba una niña mugrosa que sonreía tiernamente.

Se trataba de Isis, una niña que vivía en las calles, y Justis era su único amigo y la visitaba cada que podía. Le llevaba comida y procuraba mantenerla a salvo. También le había proporcionado cobijas y una colchoneta. Le había conseguido un lugar en una vieja casa abandonada, donde, al menos, la niña se podía proteger del frío y de la lluvia. Hubiese querido hacer más por ella, ofrecerle la casa de sus padres, pero éstos jamás hubieran aceptado.

–Y ¿hasta cuándo me cuidarás? Seguramente algún día tendrás que irte.

–No pienses en eso, Isis. Por ahora, estaré aquí contigo. Mi padre tiene bastante por hacer y parece que estaremos en esta ciudad un buen rato.

–Me da gusto escuchar eso, así podremos seguir siendo amigos.

–Así es. De cualquier modo, me gustaría poder verte algún día. Cuando ya seamos grandes, ya verás que tu vida será mejor.

Aquella jovencita era ciega de nacimiento y no tenía familia alguna, así que Justis le leía extraños fragmentos de los libros que más le gustaban. Para Isis era algo asombroso que aquel joven hiciera eso por ella. Nunca lo había visto y no lo necesitaba, su voz era todo lo que adoraba.

–Eres muy divertido y amable. No sé cómo podría pagarte todo lo que has hecho por mí. A veces quiero imaginar que todas las personas en el mundo son como tú, pero sé que no es así.

–No tienes que hacerlo, lo hago porque quiero ayudarte. Mis padres no aprobarían esto, pero no importa. Si entre nosotros, los miserables, no nos apoyamos, ¿cómo podríamos esperar que los poderosos lo hagan?

–Me gusta escucharte, tienes ideas interesantes. Nunca dejes de leer, Justis, pues esa es la clave para no ser como el resto, o eso creo.

–No lo dejaré, lo prometo. Siempre leeré y te recordaré. Yo adoro los libros, y en especial los que leo para ti.

Así pasó Justis unas cuantas semanas más, leyendo para aquella ciega y llevándole raciones de su comida. Sin embargo, todo cambiaría cuando su padre recibió la oportunidad para adquirir una casa en un lugar lejano, más tranquilo. Sin tomarlo en cuenta por su naturaleza infantil, sus padres decidieron aprovechar tan magnífica circunstancia y hacerse de un hogar al fin. Tras el aviso de que se irían, Justis cayó en una depresión sin precedentes y, al cabo de unos días, se fue con sus padres para siempre. Y fue ese el fatídico día en que dijo adiós para siempre a aquella niña ciega y miserable. Desde entonces, nunca más supo acerca de ella. Y, si murió o vivió, si progresó o empobreció, nunca lo averiguó. Tiempo después regresó con la esperanza de encontrarla, pero nadie supo darle información sobre ella. Cansado de sus agobiantes pesquisas, perdió toda esperanza de hallarla nuevamente…

–¡No puede creerlo! ¡Ese demente realmente lo hizo!

–¡Sí, tuvo el valor! ¡Es un infeliz de primera!

Comentarios como esos eran arrojados frente a aquel que otrora fuese Justis, pues ahora se consumía entre lo que más amó, entre los libros que jamás leyó y entre el recuerdo de aquella pequeña niña pobre que siempre lo escuchaba y que nunca olvidó. Sus anhelos y convicciones fueran tal vez la causa de tan determinada voluntad para morir. En tan solo unos segundos, sus ojos habían explotado y su carne ardía, dando paso solamente al hueso, que también formaría, al fin y al cabo, simples cenizas. Así era el fin de una mente brillante, de un asiduo lector, de un conocedor inmarcesible al cual aún le faltaba una cantidad inconmensurable de libros por devorar.

–¡No, Justis! ¿En qué demonios estabas pensando? ¿Qué te hice cometer tal acto?

Paladyx se desgarraba la garganta profiriendo maldiciones y gritos mientras todos la observaban indiferentemente. Pero ya nada se podía hacer, ahora sencillamente desaparecería para siempre de un mundo ignoto y aberrante, y quizás hasta así fuese como él lo quería.

–Bueno, y ahora ¿qué hacemos? ¿Nos vamos ya? –preguntó uno de los estudiantes con suma indiferencia a otro.

–Pues no lo sé, lo mejor será retirarnos de aquí.

–Sí, además ya casi comienza la hora de los videojuegos. ¡Vámonos, amigos! Esto no nos compete.

Los miserables se retiraban como si nada hubiese pasado. En parte, era culpa del director aquella conducta. Se les había ordenado ser indiferentes ante cualquier cosa que alterara el nuevo orden, especialmente si se trataba de incidentes que tuvieran algo que ver con la música, la poesía, el arte, la magia o la literatura. En cambio, si ocurría algo que atentase contra la ideología que los había educado, inmediatamente surgía en ellos un sentido imbécil de la responsabilidad hacia aquello que los destruía. Se les había enseñado a proteger y cuidar lo que los entretenía y los mantenía en ese estado de sopor prolongado, donde sus pensamientos ya no eran propios ni su razonamiento adecuado. Todo lo que se pedía a cambio de los vicios que se les otorgaban era una fidelidad irremediable hacia la punta de la pirámide, la cual no podían atisbar, pero admiraban con estúpido delirio.

Más tarde, cuando las llamas habían menguado, las autoridades pertinentes acudieron al lugar e hicieron lo propio. Ya todos habían regresado a sus clases, excepto Paladyx. Ella estaba ahí, como en trance tras lo ocurrido. Su mente no paraba de formular teorías inconexas y a su alrededor todo le era anómalo. Tal parecía que esa realidad fuese una impostora ataviada de verdad, nada le era necesario de aquella existencia y, aun así, se hallaba ahí, con una certeza fútil de que en verdad no era un espejismo como el mundo se lo figuraba. No habían cesado sus reflexiones cuando, a lo lejos, percibió cómo, tras el ramaje, una criatura verdosa se movía y parecía espiar la situación. Decidió no darle importancia, esas cosas siempre las alucinaba. Se retiró hasta que las autoridades terminaron su labor, tan solo para ir a su hogar con el espíritu totalmente pisoteado. Por cierto, del profesor Irkiewl no se supo nada aquella tarde.

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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