Capítulo XVII (EIGS)

Desconocía cuánto tiempo había pasado desde que todo ocurrió, desde que perdí el conocimiento. Lo que ahora sabía era que me hallaba en una clínica, que alguien había llamado a la ambulancia y que me habían salvado la vida. Sí, había sido el accidente del automóvil. No supe cómo, pero antes de desfallecer supe lo que pasaba, que el auto me golpeaba y que el conductor iba ebrio. ¡Cómo hubiera querido desaparecer, haber muerto de forma inmediata, haberme librado de este dolor sin sentido! Pero no, yacía en aquella cama rodeado de imágenes que se transformaban en pinturas y que no lograba ya esfumar. Quería dormir por siempre, quería no ser yo mismo, quería la inexistencia y soñaba con nunca haber nacido.

Después de unas horas al fin llegaron mis padres, sumidos en el llanto y la desolación. Realmente no hubo mucho de qué platicar, salvo sus recriminaciones y hasta enojos por ser tan despistado. Me sentía muy mal, especialmente porque, si algo detestaba, era sentirme como una carga y dar problemas a otros. Mi columna estaba muy lastimada y existía una gran probabilidad de que no volviese a caminar nunca más. Qué irónico resultaba todo, pues había añorado morir y mi subconsciente había querido suicidarse, pero en verdad parecía que no era digno de ella, de mi muerte, pues, aunque me pertenecía, seguía siendo demasiado humano. Mis padres se retiraron totalmente destrozados y yo no estaba ya en mí. A partir de ese momento no supe quién fui, me había perdido para siempre. Lloré toda la noche sin poder olvidar lo que ahora conocía como pseudorealidad.

Pasé algunas semanas en el hospital hasta que conseguí irme a casa, a ese calabozo. Frustrado y desolado, casi al borde de un nuevo intento de suicidio, era conducido por mi madre, quien no podía contener el llanto. Estaría conminado a aquella silla de ruedas tal vez el resto de mis días. Más que tristeza sentía odio contra mis padres, contra mi suerte y contra la pseudorealidad. Sabía que el destino no existía, pero, aun así, lo maldecía una y otra vez. Tanto añoraba irme de aquel ignominioso lugar y ahora me hallaba peor que nunca. Entré en una fase crítica, creo que ese día murió lo que había sido yo y mi personalidad fue usurpada por una versión patética de un humano que jamás quiso existir. Me pasaba los días ido y a veces absorto en lecturas cuando mi depresión me lo permitía. Desconocía en absoluto lo fácilmente que puede desgarrarse la voluntad de un humano, lo putrefacto que su cuerpo puede tornarse y lo insulso de su mente.

Jamás había conocido la agonía de sentir cómo mi espíritu se despedazaba lentamente hasta ahora. Condenado a aquella silla ni siquiera sentía deseos de llorar tras unas cuantas semanas, pues estaba consumido por la tristeza y el odio, que se mezclaban perfectamente en mí. Recuerdo que arrojé al fuego todos los poemas que había escrito. Me sentía el más desdichado en la vida, una que jamás había sido de mi agrado y que ahora parecía darme una bofetada y carcajearse en mis narices. Nada podía hacer y en todo momento necesitaba de la ayuda, de la caridad de mi madre a la que insultaba y despreciaba. A mi padre también lo odiaba, pues ahora más que nunca me hallaba a su merced, dependía totalmente de él, comía de su sueldo y él solventaba mi existencia.

Muchas veces, durante ese lapso, pensé en suicidarme, pero siempre la idea se desvanecía ante lo absurdo de mi vida. Sabía que, para morir, había que ser digno de su abrazo, y yo ahora no era sino una piltrafa, un humano mucho más imbécil que cualquier otro. A escondidas conseguía beber algo de vodka diariamente, lo cual aliviaba un tanto mi dolor. Éste lo conseguía en una tienda donde mi madre compraba algo de despensa, pues el encargado era un dipsómano y me había ganado su aprecio dada mi condición, por lo cual me ofrecía una pequeña porción gratuita de las botellas que él devoraba. Desde luego, mis padres no sabían de esto, pues lo bebía e inmediatamente masticaba algún chicle para disimular el aliento alcohólico. Mi cordura era la que más golpes recibía, pues durante las noches apenas dormía, atormentado por recuerdos e imágenes que iban y venían con una rapidez descomunal. Adelgacé en demasía dado que mi alimentación era nula, no sentía deseos de comer bien, tan solo bebía agua y manoseaba los platillos que con tanto esmero mi madre me preparaba, tachándolos de asquerosos. Realmente me había convertido en una molestia, en un estorbo para mis padres, los cuáles, por lástima, supongo, no se deshacían de mí, pues los injuriaba y me justificaba sabiendo que no podían echarme a la calle dada mi condición de inválido.

No recibía visitas de nadie, y lo que más me jodía era un hecho que callaba y reservaba solo para mi dolor, que aumentaba día con día. Había recibido numerosas cartas de algunos amigos, entre ellos Brohsef, Heplomt y Gulphil, a la cuáles nunca respondía. Había cerrado todas mis cuentas de redes sociales y literalmente estaba semimuerto. Lo que llevaba no era vida, tan solo sobrevivía como podía. Además, y esto era lo importante, había recibido varias cartas de Isis, quien ignoraba mi condición y pedía verme, quería saber de mí y conversar. Jamás le contesté, decidí ignorar cada una de sus peticiones, sería mejor que se besara con cuanto idiota se le presentara, pues ahora yo no podía ofrecerle nada, quizá nunca pude. Sin embargo, a estas alturas me seguía afectando pensar en lo que me había hecho, en la forma en la que había roto mi interior en infinitud de pedazos. Me pasaba largas tardes elucubrando sobre mi vida pasada, especialmente mi relación Isis. Aquellas sensaciones que habían despertado, que se habían elevado tanto y que me habían hecho creer en un sentido más profundo, ¿no era todo eso también pseudorealidad?

Así con todo, reflexionaba y lo añoraba, pero luego me percataba de que nada escapaba de la pseudorealidad. Lo que más placer me causaba y mejor me hacía sentir no eran sino puras mentiras en las cuáles ya no podía creer desde aquella plática con ese extraño ser. Mi desprecio por el mundo creció en paralelo a mi nostalgia y melancolía. Era absurdo que los humanos sintiéramos de pronto tal torbellino de sentimientos y que experimentáramos tal incertidumbre y deseo de estar con alguien, que creyésemos amar y merecer ser amados, para que luego todo se fuese al carajo y nos dejase tan agujerados, tan destrozados en cuerpo, mente y alma. ¿Qué era el amor? Esa cuestión me perseguía día y noche, al igual que las imágenes. Había perdido el control, todo fluía y la mezcla de tantos matices dañaba mi percepción. El amor, ahora lo intuía, era quizá solo una forma en que escapábamos por unos instantes de la pseudorealidad, pero no podía durar por siempre, pues no había lugar ni tiempo donde esconderse de esa maquinaria opresiva que todo lo veía. ¡Vaya cosa! Yo, que tanto me detestaba y que odiaba la vida, me había enamorado como un idiota, había subido hasta el más glorioso y bello cielo para caer estrepitosamente en el abismo sin fin.

Me era imposible seguir con tanta tristeza, sabiendo que Isis me había lastimado de este modo. Quizás aquel suceso lo había desencadenado todo, aquel encuentro en la iglesia, tan raro y lejano ahora me parecía, pero sonreía ligeramente al recordarlo. Y también recordaba aquella noche bajo las estrellas cuando por primera vez nos besamos. Después de todo, tenía una historia de amor como la de cualquier otro humano. Había amado, había sido amado, había dañado y lo mismo había recibido. Ahora veía que, en realidad, era imposible que el amor fuese más allá de un periodo, de una estación que se disfrutaba como un elíxir único e irrepetible. ¡Qué triste era cuando todo terminaba, cuando el amor se sometía a la banalidad de la pseudorealidad! ¡Qué triste era cómo moría todo silenciosamente! Y sentía una nostalgia tremenda, sentía no poder seguir más.

¡Cuánto y con qué intensidad me había enamorado de Isis! Y después de tanto tiempo lo sabía. Quería regresar, lo hubiera dado todo, aunque en realidad nada poseía, por volver a ese primer beso, a ese instante donde la conocí. Y tal vez lo hubiese cambiado, tal vez hubiese preferido no conocerla para no experimentar ni alegría ni pena, solo seguir con mi absurda vida, pues ella hizo que mi infierno fuese más soportable, que se convirtiera en un cielo hecho solo para los dos. Luego todo acabó, todo se desgastó, se perdió y se acabó la locura, la magia y la intensidad. Ella cambió y yo también, y, aunque la seguía amando, no supe cómo enfrentar las vueltas que daba la ruleta, hasta que aconteció aquel momento cuando su infidelidad mató por siempre la mayor parte de mi ser.

Era extraño, pues contaba con ella como si fuese una madre, como si fuese mi interior mismo. Sabía que demasiada felicidad era dañina, pero no me importó. No entendía por qué o cómo es que sentía tantas cosas por ella, así como tampoco entendí cuando todo se esfumó. ¡Qué malnacido era el amor! ¿Por qué se iba así? ¿Con qué derecho se alejaba de nuestros corazones y nos dejaba en el olvido y la desdicha? O ¿es que el amor no era sino otra ilusión, una reacción química, pseudorealidad? Era lo mejor y lo peor que me había pasado, vida y muerte, bien y mal, todo lo podía y nada lograba. Y así, me hundía cada vez más, adolorido y atormentado por tantos recuerdos. A cada momento había algo que quería cambiar, que quería hacer diferente, que hubiese preferido no conocer o decir. La inmutabilidad del pasado me enfermaba, me producía un disgusto sin igual. Quería matarme tan pronto como pudiera, el suicidio debía ser mi salvación. Pero ¿qué tal si ni con ello lograba alejar de mí tantas imágenes y sucesos? Nada me era ya necesario, pero todo parecía enloquecerme. De hecho, la realidad me era indiferente y molesta, tan ilusoria como todo; nada era cierto mientras estuviera vivo, ni siquiera Isis lo era. Al final el amor sucumbía ante el deseo, la existencia lo hacía ante el mínimo anhelo de entender.

En uno de aquellos días, mientras mi madre, cansada y atormentada por mis conductas despectivas, me conducía por un bazar de antigüedades y libros inéditos, de inmediato mi atención se centró en un ejemplar cuyo título era Encanto Suicida. El señor nos contó que era un libro único, jamás publicado, nunca leído por nadie. Al revisarlo noté que tenía las páginas pegadas, gastadas solo en los bordes y con un olor a humedad que me atrajo en demasía. Desde el primero momento noté que en aquel libro se escondía un misterio insondable, una inquietud sin igual me invadía al intentar averiguar qué clase de cosas estarían escritas. Las pastas eran muy delgadas y se decía que el autor era desconocido, que había usado un pseudónimo para publicar y que había desaparecido poco tiempo después de la publicación del libro. Me aferré a poseer aquel libro, cuyo precio se me antojó excesivo para un ejemplar desgastado.

Según el vendedor, los demás ejemplares habían sido quemados por considerárseles profanos y por alentar a las masas a la destrucción inmanente. Como sea, insistí tanto a mi madre que terminó cediendo ante el exuberante precio y yo obtuve lo que tanto deseaba. Extrañamente, sentía como si estuviera destinado a la lectura de aquel libro único, como si algo me llamase y me lo sugiriese desde un lejano limbo. Sin embargo, pasé el resto de la tarde en depresión, me fastidiaba la idea de no poder ser el mismo de antes. Quería leer el libro hasta que pudiese caminar de nuevo, si es que era posible. Sabía que necesitaría mis piernas para ejecutar los efectos de la causa que en sus inexploradas páginas descansaban. Pasé así una semana, concentrándome para poder usar mis piernas, no obtuve éxito y caí en una amargura irremediable.

Pasó entonces que las cartas de Isis aumentaron, rogándome por verme y suplicando que le perdonara por todo lo ocurrido. Desde luego, no era eso lo que me alejaba de ella, sino mi lamentable estado. Varias veces me caí sin lograr sostenerme lo más mínimo, me negaba a asistir a las terapias de rehabilitación y terminé por perder la esperanza de volver a caminar. Mis padres eran los más afectados por todo esto, tanto que hubiera preferido ser huérfano. Fue así como las semanas transcurrieron hasta que mi padre realizó una acción que jamás elucubré. Resultó que, en una fría noche donde mis pesadillas me mantenían atormentado, me despertó y me indicó que me visitera y me calzara. No capté su intención en esos momentos hasta que salimos y, cargándome entre sus brazos, me incitó a caminar. La nostalgia que sentí fue incomparable, comprendí que el pasado vivía en mí más que el presente decadente que me lastimaba. Había culpado a todos por lo ocurrido, había maldecido cualquier clase de escenario y el menos probable se había hecho patente.

Mi padre, al que detestaba por no poderme dar un hogar digno y que, pese a todo, siempre había estado a mi lado, ahora en su desesperación había decidido ignorar todo cuanto le habían dicho los médicos. Parecía como si nuevamente fuera yo un niño de pocos años al que se le alienta a dar sus primeros pasos. Mi padre me sostenía y me alentaba, aunque yo nada decía y lo consideraba una locura, era imposible que algo así funcionase. Sin embargo, curiosamente, tras unas cuántas noches ahítas de fracaso, de improperios y de amargura, pasó que pude dar unos pasos. Mi padre no perdía la paciencia y le escuchaba pronunciar algunas oraciones de índole religiosa, también su cara presentaba un semblante solemne y sus ojos estaban decididos a lograr lo que fuese. Y, lo que en un comienzo fue la mayor tristeza, terminó siendo una proeza. El milagro, o así lo creo yo, se consumó. Paulatinamente pude dar más y más pasos, cada vez necesitando menos del soporte que era mi padre y que jamás dudó ni se alejó por un momento.

Recuerdo que, en ese entonces, mi padre trabajaba demasiado y llegaba muy cansado, aunque esto no le impedía seguir rehabilitándome a escondidas durante las noches. Sabíamos de los peligros y de los riesgos, pero jamás ocurrió nada malo. Así prosiguió el asunto hasta que un día me animé y me sentí con la energía suficiente para correr como antes lo hiciera, y así fue. Corrí y corrí como un demente, atravesé la calle y crucé al otro extremo del cerro donde vivíamos. Ahora, ciertamente, ni siquiera me parecía molesto habitar en aquel lugar. Desde luego que era desagradable y, durante los últimos años, había añorado irme lo más pronto posible, pero jamás valoré que, al menos, había tenido un refugio, un lugar donde meterme y comida, compañía y alguien que me apoyara en todo momento. Sentía deseos de llorar, de arrancarme el traje de humano y liberarme del mundo de los sentimientos, pues bien sabía que, incluso tantas emociones, eran pseudorealidad, nada estaba exento. Ya en las últimas noches mi padre y yo jugamos con un balón, todo marchaba a la perfección y, cuando menos lo esperaba, pude recuperar la habilidad de caminar, correr y estirarme, como si nunca hubiese pasado nada.

Pese a lo anterior, y al hecho de haber recuperado mis piernas, no podía decir lo mismo de mi cabeza. Las pesadillas proseguían cada vez con más intensidad y siempre terminaba en la locura, despertaba gritando como un poseído y en un estado impropio. Así, la vida también me era molesta e innecesaria, pues sabía que la pseudorealidad estaba en todo y nada dejaba al humano alejarse de ella, nada sino quizá solo la muerte. Tantas reflexiones pasaron por mi cabeza en esos días lúgubres y aburridos, tantas lecturas y escritos fueron los que quemé hasta encontrarme con mis primeros poemas y recordar cómo era todo en ese entonces. Lloraba y me lamentaba, todos mis actos me parecían incorrectos e indignos, y mi vida era un chiste, una pésima broma y un calvario sin propósito. Agradecía volver a caminar, pero pasaba los días recostado, en depresión y con una melancolía enfermiza. Esperaba los exámenes finales, pues se me había permitido validar los trabajos que llevaba antes de mi accidente. Éste era el último periodo, después vendría la vida común y corriente, sería uno más de esos oficinistas ávidos de borracheras y dinero, tal como lo fui hace algunos meses.

Seguramente volvería a fijarme en alguna mujer cualquiera, tendría hijos, me casaría, trabajaría de lunes a viernes, me embriagaría los fines de semana o iría a visitar a mis padres, miraría el fútbol, compraría cosas en el supermercado, ahorraría para un automóvil, me endeudaría para adquirir una bonita casa y viajaría. Tal vez hasta tendría amantes, habría discusiones, problemas con vecinos, estudiaría un posgrado en una universidad famosa y jugaría fútbol. El pensar en todo esto me entristecía demasiado, rechazaba absolutamente esa vida tan asquerosa y absurda, tan humana y común. No entendía cómo las personas podían seguir esos patrones, ¡era la pseudorealidad seguramente! A los humanos les era imposible ver la estupidez, la ignorancia y el sinsentido de sus vidas, eso debía ser. Volvían a mí las conversaciones con aquellos seres que tanto me influenciaron, aunque quizá solo fueran medianamente ellos y más yo el autor de sus reflejos. Como sea, desde la plática con el misterioso joven y el accidente, jamás volví a ser el mismo.

Aunado al rompimiento mental en que me hallaba y paralelamente a los estudios que efectuaba para aprobar los exámenes del último semestre que dejé inconcluso, también me enfrasqué en la lectura del libro Encanto Suicida, que no había abierto desde que lo compré. Me interesaron los temas sobremanera, tanto que los leí repetidamente y cada vez podía hallar algo nuevo y tan cierto, que reducía en gran medida mis pocas ganas de vivir. No platicaba con nadie, era como un autómata al que le aborrecía la vida cotidiana. Me causaba disgusto la respiración de las personas, sus miradas y sus actos, todo en ellos era odioso y execrable, peor que sentirme vivo. Pensaba en Isis más que de costumbre y de forma idiota, pues ya hacía mucho desde que su última carta había llegado a mis manos. Colegía que estaba condenado a existir, si es que lo hacía, siendo un títere de la pseudorealidad, padeciendo una absurda tristeza, atrapado en el pasado, añorando a cada instante cambiar la forma en que las cosas sucedían y, sobre todo, hacía demasiado que no cambiaba palabra alguna con alguien más.

Entre más meditaba aquel raro libro, más de acuerdo estaba con el misterioso escritor desaparecido. Por desgracia, abandoné un tanto mis reflexiones dado que los exámenes finales llegaron. Naturalmente, aprobé de forma sencilla todas las asignaturas y mi graduación la adelantaron para que se juntara con la del grupo que ya había pagado todo. Sería dentro de una semana, ni más ni menos. Hablé con mis padres, quienes se alegraron bastante y parecía que aquello representase lo máximo. Por mi parte, sentía como si nada de lo que hubiera hecho hasta ahora valiera la pena. ¿Qué era entonces la vida y para qué servía si estaba preñada de un matiz absurdo y enfermizo? ¿Cómo explicar que al humano solo le interesara justamente lo menos relevante? Infinita cantidad de preguntas bombardeaban mi cabeza, alejando mi concentración y suprimiendo cualquier imagen. Terminé por creer que había enloquecido y que la cordura era la debilidad del mundo, pues en todo caso eran los locos quienes se atrevían a mostrar una fabulosa luz que, aunque efímera, iluminaba la oscuridad en que el mundo tan plácidamente reposaba. Al mirar mi rostro en el espejo notaba que no era para nada el mismo de antes, o tal vez sí, pero con tintes delirantes y decadentes. La inmutabilidad no era un concepto claro y no sabía a quién conferirla. Y me preguntaba si era el humano, en su interior, el que cambiaba constantemente e influenciaba su exterior, o si era la vida la que cambiaba e infundía en el interior tanta nostalgia y tristeza.

En esos días me sentía más tímido que de costumbre. Seguía sin hablar con nadie, me la pasaba recostado, ni siquiera me molestaba ya vivir en aquel calabozo. Incluso nada sentí cuando mi padre dijo que, después de la graduación, era casi un hecho que nos retiraríamos a vivir a otra parte, lejana de la ciudad, pero en sus posibilidades era lo único que podía pagar. A mí me daba igual, pues desde hace un tiempo había abandonado los deseos de vivir. Cada palabra del libro Encanto Suicida parecía escrita por alguien cuyo sentir era el mío, alguien que detestaba al mundo tanto como yo y que no lograba encontrarse, alguien que estaba tan loco como para pensar que el suicidio era superior a la vida. Pero eso mismo pensaba yo ahora, la pseudorealidad me había cegado haciéndome creer que la existencia tenía algún sentido; sin embargo, finalmente había comenzado a despertar y sabía que no podía ni quería seguir viviendo así, tan absurdamente como todos los humanos.

Un extraño impulso se apoderó de mí y pensé en visitar a Isis. Ella era el único factor del que no lograba desprenderme, no sabía por qué. Tanto tiempo y seguía pensando en su sonrisa, en sus ojos y sus labios, en sus cabellos y sus senos, en su piel y sus anteojos, en su voz y su carisma. ¿Qué sería de ella ahora? ¿Acaso se habría besado con muchos más? Oficialmente nunca dimos por terminada nuestra relación, así que… ¿A quién demonios quería engañar? En verdad la seguía amando, aunque no supiera qué era el amor. Los humanos, tan vacíos, no podíamos sostener la magia del amor, pero nos acostumbrábamos a las personas y el apego se enraizaba hasta el fondo del alma. Debía buscarla y zanjar de una vez por todas esta situación, esta incertidumbre que desde hace tanto me perseguía; tal vez así lograría arrancarla de mí. Lo haría con el pretexto de invitarla a mi graduación, la cual se celebraría en el auditorio y en donde vestiría con traje y corbata, pues ella siempre quiso verme así. Esperaba que el no haber respondido sus cartas durante tanto tiempo no hubiese levantado algún rencor entre nosotros.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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