Capítulo XXI (EEM)

En fin, ¡al carajo con dios! Muchas cosas me hacía pensar Volmta con su extraña sonrisa y su jovialidad tan familiar. Él, aunque no era partidario del sinsentido, comprendía perfectamente el absurdo en que la monotonía nos sumergía día con día. Esto lo barruntaba al hundirme en su mirada, tan melancólica y agitada, tan triste y lúgubre, como si fuese la mirada de un hombre que ya no esperaba nada en la vida, que lo había perdido todo y a quien solo le restaba continuar viviendo por cobardía al suicidio. Esto es natural, pues todos los humanos temen a la muerte estúpidamente, y se aferran a la vida con inaudita porfía, aunque sean unos idiotas intrascendentes. Pero ¿qué se le va a hacer? Jamás entendí por qué las personas querían vivir, nunca dilucidé qué impulso de terquedad hacía que repugnaran la gloriosa muerte y se ufanaran con necedad innecesaria a un sinsentido, a un torbellino de mediocridad y miseria en el cual se hallaban enclaustrados plácidamente.

El humano estaba ya demasiado corrompido y atado al infierno terrenal donde se arrastraba, pues, en su ignorancia y blasfemia, solo concebía como un logro el adquirir bienes materiales, poseer un cargo de importancia en alguna compañía o presumir los logros de sus hijos. Además, su pequeña burbuja de ignominia estaba basada en trabajar como esclavo y pasarse el resto del tiempo mirando televisión, interesándose por el fútbol y el espectáculo, preocupándose por las vidas de humanos tan absurdos y estúpidos como ellos a los cuáles admiraban como dioses, educando a sus inútiles hijos para que formaran parte de la misma basura con que ellos se idiotizaban diariamente y, sobre todo, buscando como cerdos desesperados el placer carnal o la juerga. Si el humano pudiera envilecerse cada día, hora, minuto y segundo de su intrascendente existencia, no tendría el menor reparo en hacerlo. Y yo mismo, preso en este traje humano y repugnándolo todo, era parte fundamental de aquella babel insulsa.

Yo era un engrane más del sistema opresor y destructor de sueños, pues vivía como un suicida y me entregaba sin cavilación a la depravación que condenaba en extrañas disertaciones. La humanidad estaba acabada, no había ningún motivo para que prosiguiese existiendo un mundo como este al que sentía aborrecer en todo su absurdismo. Si cada humano debía desaparecer para que este sacrilegio terminase y la realidad se purificara, yo aceptaría gustoso mi extermino. Sin embargo, ¿cuántos humanos aceptarían también su desaparición? Sería sublime aquel que pusiera el ejemplo pegándose un tiro en la cien, pero era preocupante saber que la mayoría de los humanos no estarían dispuestos a suicidarse, aun sabiendo que esta era la única forma para salvar lo poco de poético que restaba a una vida tan flagelada por la imbecilidad. El mundo, tal como era ahora, ya no era funcional. La existencia de nuestra especie representaba más una injuria que una necesidad, y es que acaso jamás lo fue.

Eso era, supongo, lo que elevaba mi repugnancia por la existencia y la humanidad al infinito. Sí, eso debía ser aquello por lo cual me hundía en la amargura y la depresión al pensar días enteros tirado en mi cama, sin comer ni dormir y marchitándome en un rincón con aspecto de un infeliz vagabundo. Era simple: yo tampoco luchaba por evolucionar. De hecho, era tal vez uno de los más torpes monos, y, aun así, me atrevía a plasmar tantas reflexiones en mi mente. ¿De qué servía saberlo? ¿En qué progresaba yo embriagándome, yéndome a las tabernas, revolcándome con las prostitutas, viviendo como un maldito suicida? Era gracioso y contradictorio todo mi ser, pero me importaba un rábano. ¿Acaso sería esa la dualidad de la que hablaba Virgil? No lo sabía, pero me era indiferente.

Comprendí entonces que, conforme mi corazón se secaba y se extinguía la flama de mi vida, más me había refugiado en aquello que era considerado el fondo del abismo, la perversión y la decadencia del humano al máximo. Yo era un cerdo que ya no podía sentir nada cuando sus padres lo abrazaban, tampoco cuando una carta había llegado a mis manos informándome del suicidio de la mujer que creía haber amado. ¿Qué era eso de sentir? ¿Cómo y desde cuándo me había olvidado de tales sensaciones? ¿Por qué era yo así? ¿Qué hacer para volver a ser como el resto, como el rebaño? ¿Era yo acaso diferente? Todas mis elucubraciones no eran sino producto del absurdo que fraguaba cada paso en el oscuro y cerval sendero que sería mi sino. Solo no comprendía por qué detestaba tanto a la humanidad, especialmente la que moldeaba mi propio ser.

–Veo que te atormentas de más –exclamó subrepticiamente Volmta, mirándome con frialdad–. Basta una sola inspección a tu rostro, particularmente a tus ojos tristes, para discernir que estás a punto de matarte.

–Sí, eso creo –asentí–. La mayoría de las personas hablan mucho, hacen demasiado ruido y sus voces asquean mis oídos. A veces he deseado que todo cese, que todo el mundo se calle por unos instantes, pero es imposible.

–Desde luego. Eso se debe a que ellos no saben apreciar el poder del silencio. Debo confesarte que a mí tampoco me agrada el ruido, y que son pocas las personas que llegan a agradarme. Y tú eres una de ellas, mi amigo.

Entonces lo miré a la cara fijamente por última vez, pues sabía que aquella sonrisa no podía ser una casualidad. Si aquel sujeto formaba parte de los espejismos que se yuxtaponían ante mi propia miseria, debía hallarlo más adelante, sin aquel ridículo y obsoleto traje de humano, sino fundido conmigo mismo. Quizá todos teníamos variadas formas que se proyectaban más allá de la alucinación, más allá de la trivialidad de esta insípida realidad. Pero ¿cómo diferenciar las imágenes ilusorias de los malgastados espejismos materializados? ¿Cómo tener certeza de que aquello que únicamente yo podía observar era falso y producto de cierta locura inefable? ¿Cómo negar que esta supuesta vida no era sino una alucinación colectiva que todos creíamos cierta por complacer a nuestros sentidos terrenales y brindarnos una ficticia seguridad mental? Probablemente eso era estar loco, algo que no degustaba cualquier miembro del rebaño.

–Nadie vive conforme a lo que cree, porque es peligroso hacerlo, y las personas somos demasiado cobardes para cargar con un peso tal. Dime, ¿qué te molesta más que cualquier otra cosa?

–Me molesta que exista este mundo, pues no hallo sentido en ello –afirmé bostezando, pues había dormido muy mal en brazos de Virgil–. Y me molesta aún más estar yo en él.

–Y ¿por qué no te matas? ¿Qué te impide hacerlo? ¿Para qué seguir?

–No sé, tan solo porque aún soy demasiado humano. Creo que todavía no soy digno de morir.

–Siempre serás humano, quién sabe si la muerte pueda deslindarte de ello.

–Al menos tengo más esperanzas ahí que en mi actual condición.

–Tú ya lo sabes, ¿no? A veces se necesita contemplar ambos extremos, tanto la sublimidad como el abismo de la depravación más sórdida. En fin, para qué hablarle de eso a quien lleva la marca…

–¿Marca? ¿Qué marca es esa?

–Se nota a simple vista: la marca de la dualidad.

–No puede ser… –balbuceé convencido de que yo mismo se lo había comentado.

Pero Volmta no dijo nada, solo se limitó a sonreír y vació su último trago. Lo noté más melancólico de lo normal y no pude evitar cierta compasión por su agitada vida. Empecé entonces a recordar cosas de mi vida cotidiana… Me molestaba levantarme de la cama y tener que salir, detestaba ver a todas esas personas inundando las avenidas, riendo, conversando, siendo absurdos y sintiéndose complacidos con su miseria y su estupidez. Y, sin embargo, yo era igual que aquello que detestaba, razón por la cual vivía en constante contraste. Tal vez la indiferencia absoluta no era sino el resultado de una relación enfermiza y sofocante conmigo mismo, de una necesidad imperante por liberarme de lo que me mantenía preso y atado a las mismas concepciones de los demás. Sabía que era trivial intentar sopesar algo como bueno o malo, pues esta comprensión yacía en la manera en que el sistema nos hubiera trabajado. Nuestros juicios no eran sino el reflejo de un acondicionamiento, de lo que otros seres habían inculcado a nuestros antepasados para preservar el dominio sobre la sociedad y mantener dormidas a millones de ovejas.

Todo era una farsa, una máscara, una vil y cruenta hipocresía consagrada y matizada de intrascendencia. Las personas vivían rechazando lo que en su interior adoraban, siendo esclavas de sus impulsos, mismos que negaban con ahínco y de los cuáles se avergonzaban. Claro que nada de esto justificaba el asco que sentía por mis semejantes, desde niños hasta ancianos, pues todos me parecían tan imbéciles y carentes de sentido. No importaba si se trataba de un doctor, un profesor, un albañil, un rico, un mendigo, un cocinero o un haragán, pues yo detestaba a todos por igual. Y precisamente los repugnaba porque en cada uno de ellos atisbaba una desesperante similitud con mi propio ser, una humanidad de la cual no podía ni me quería, acaso, deshacer. ¿Eso me hacía diferente? ¿Qué restaba por hacer para subsanar la monotonía que trastornaba mi ser? ¿Desde cuándo no sentía? O ¿acaso sentía de más y por eso todo me atormentaba? ¿Cómo tolerar la existencia tan insulsa y ridícula de cada nuevo día? Abundaban personas tan comunes, con aspiraciones terrenales y deseosas de vivir estúpidamente, de tener hijos, de casarse y viajar, de adquirir carros y casas, de ostentar ropa de marca o tener buenos puestos laborales. Pero ¿significaba realmente algo aquella basura? Desde luego que no, nada de eso valía la pena, absolutamente nada hacía valiosa la vida.

Tampoco las putas y la bebida eran algo diferente, pero poseían cierta belleza, una magia que elevaba al mismo tiempo que degradaba. Sentía que las prostitutas eran las mujeres más bonitas y sinceras que pudieran existir, pues habían renunciado a todo derecho sobre ellas mismas para poder entregarse y sobrevivir en una sociedad nauseabunda y decadente como la nuestra, donde tantos hombres fingían amar a sus esposas y pasaban las noches en brazos de una sexoservidora. Para mí, era indiferente follar a una puta o a una mujer de la alta sociedad. No existía diferencia alguna entre una mujer que hubiera estado con una babel de cerdos y otra que solo se entregara a mí, porque sabía que aquella pureza estaba extinta y era una cómica ficción. El humano, por naturaleza, no era fiel, no podía serlo, no debía comportarse así. La naturaleza humana estaba diseñada, graciosamente, para ser mentirosa e hipócrita hasta el límite, para aparentar y sentir apego hacia lo banal.

Y también estaba en nuestro diseño desear a más de una persona, era algo absolutamente aceptable y hasta precioso. Sin embargo, la sociedad había obturado y conminado a la timidez estas conductas por considerarlas irrespetuosas e impúdicas, haciendo que, en la sombra, germinarán deseos que terminaban en tragedias aún peores. Por eso era indiferente hacer el amor con una ramera o con una mujer que solo a uno se entregara, porque, aunque fuera fiel en la carne, es obvio que no lo sería en el pensamiento. Al menos una vez en toda su existencia el humano, en su mente, deseaba estar con alguien que no fuera el ser amado. Entonces ¿para qué engañarse ridículamente con aquella cantaleta del amor eterno, del matrimonio, de la fidelidad, la monogamia y las promesas absurdas? Ningún ser podía ser fiel, era solo una ilusión que se nos implantaba para negar los impulsos sexuales que no iban de acuerdo con los atavismos sociales, pero que representaban mucho mejor nuestro interior.

Mi vida entonces era un absurdo, una contradicción, una bipolaridad entre el cambio y el odio. Rechazaba lo que hacía y me hundía en la misma miseria que me asqueaba, pero ¿había algo más que pudiera hacerse? Si tan solo fueran ciertas algunas de las creencias místicas o espirituales, si pudiera hoy dios presentarse y mostrar el camino a seguir, si se anunciara la manera supuestamente correcta de vivir. Sin embargo, no había nada correcto o incorrecto, nada bueno o malo, pues todo eran solo facetas y representaciones mentales de nuestra percepción. Lo que hoy era tachado de pecaminoso mañana podría ser alabado si eso convenía a los intereses de las personas que dominaban al rebaño.

Entonces ¿para qué llevar una vida correcta dentro de lo socialmente aceptable? ¿Qué beneficio tenía asistir a misa los domingos y dar el diezmo, practicar la monogamia, ayudar al prójimo, ser buen ciudadano y vivir en paz con dios? ¿No eran solo tonterías que muchos otros humanos habían creído dignas de ser practicadas? ¿Qué se obtenía al final? ¿Acaso unos iban al cielo y otros al infierno por sus actos en este lugar de podredumbre y banalidad? Desgraciadamente, nada podía comprobarse al respecto, nada tenía sentido en este mundo, pues todo estaba permitido. Los dioses eran inventos para lavar el cerebro, los paraísos eran promesas para que los miserables no armaran la próxima revolución, y cada uno podía vivir como se le viniera en gana. ¿Y qué si amaba a las prostitutas? ¿Y qué si me embriagaba diario? ¿Y qué si me importaba un bledo ayudar a los demás? ¿Y qué si me odiaba a mí mismo y me quería destruir a cada instante? ¿No era mejor vivir en los excesos y hacer refulgir este suspiro al máximo que llevar una aburrida vida sumergida en el cuidado de los hijos y la cotidianidad del trabajo? ¡Que el diablo cargara conmigo y con el resto del mundo!

Si tan solo pudiera hallar el modo de apaciguar el aborrecimiento que sentía por la existencia, si pudiera hacer desaparecer todo a mí alrededor. ¡Sí, esa era la solución, esa era la respuesta! ¡Que todo se fuera al infierno! Sería lo más hermoso alguna vez ocurrido, la desaparición de todo lo humano y una nueva era sin ningún mono apestando la esfera. No había de otra, se necesitaba exterminar a toda la humanidad, derruir todas las construcciones, monumentos, templos, torres, edificios y demás; extirpar el virus social que había infectado las mentes de cada ser concebido. Quizás el destino de la dualidad era purificar el cosmos de una existencia sin sentido como la humana.

–¿Te encuentras bien? Llevo más de un cuarto de hora observándote, tu mirada parece perdida en algún lugar de tu alma –dijo Volmta sonriendo, atormentándome con esa maldita familiaridad.

–Sí, no es nada –repliqué, apurando el vodka–. A veces pasa que me voy de la realidad, o de lo que creemos que es real, pero nunca puedo abstraerme mucho.

–Veo que crees ser indiferente, pero no podrías ser más antípoda de lo que proclamas.

–¿Por qué lo dices? ¿A qué te refieres?

–Ningún humano puede mostrar a otro el camino. Cada quién debe iluminarse por su cuenta, pues la luz ajena nunca es suficiente para la oscuridad propia.

–Cierto, pero eso no responde mi pregunta.

–Nada lo hará, buscas algo que la vida no puede responderte. Tal vez solo la muerte pueda ilustrarte, quizás halles lo que sentencie tu destino.

Decidí no hacer más preguntas y Volmta tampoco indagó. Me sentía raro, así que me retiré bastante mareado, dejando a Volmta embriagarse en aquella taberna de podredumbre. Indudablemente había desarrollado una resistencia anómala al alcohol, ¡vaya cosa! Después de todo, me había agrado su forma de ser, aunque no había sido capaz de averiguar por qué su sonrisa me era tan familiar. Tal vez lo había conocido en alguna parte antes, pero no lograba recordar con claridad. Todo daba vueltas y no sé cómo fue que volví a mi departamento en el segundo piso del condominio 11. Mi cuerpo necesitaba descansar después de tantos días de juerga continua y sensaciones extrañas. Por primera vez dudé de verdad acerca de mi realidad, pues las personas con quienes había convivido últimamente emanaban un halo de algo misterioso que parecía vibrar en la misma sintonía que mi mente.

Era ya lunes cuando desperté, pero decidí no ir a la oficina porque me sentía muy mal. Creo que nunca había sido presa de tan cerval resaca, o tal vez el maldito calaca alteró la bebida, pues lo miré desternillarse maliciosamente cuando recogió la cuenta. Como sea, avisé en el trabajo que realizaría mis labores desde casa, cosa absolutamente falsa. Por suerte, no me molestaron en todo el día y pude aprovecharlo para descansar y dormir con una profundidad endemoniada. Tuve sueños variados, raros como siempre, pero igual de intrascendentes que la existencia. Me preguntaba si los sueños tendrían más sentido que la vida, seguramente sí. Era bueno ser solitario, así nadie interrumpía el sueño.

Extrañamente, dormir era lo único que me alejaba de la tragedia que representaba estar vivo, pero no dedicaba suficientes horas a este momentáneo refugio. Tuve deseos de salir y dar una caminata bajo la lluvia, en un pasaje boscoso al borde de la ciudad, al cual se llegaba después de atravesar todo un laberinto de calles de mala reputación. Tomé la llave y salí, pasando la chapa del departamento solo por hábito, pues me era indiferente si alguien entraba. Cargaba mi billetera conmigo y no tenía nada que perder si desaparecían los objetos que otras personas me habían regalado creyendo que me alegraría, cuando en realidad me molestaba la posesión de nuevos objetos, sobre todo si tenían algo que ver con algún recuerdo de Melisa.

Curiosamente, antes de abandonar el condominio en el cual me refugiaba de una civilización impertinente en todas sus facetas, me encontré cara a cara con Akriza. Venía de prisa, nerviosa y demacrada, aunque jamás se maquillaba. En vano esperé que la odiosa Jicari subiera, nadie más pasó. En los días previos le había insinuado, mediante algunas breves cartas, el interés que tenía por conocerla, por saber más de ella y por invitarla a salir. Ponía como pretexto interesarme por Jicari y su bienestar, pues, según mis convicciones, me parecía lamentable que una niña con su talento y potencial no asistiera a la escuela. Este anzuelo no me había servido de mucho, pues Akriza apenas y me miraba; a veces, ni siquiera me daba los buenos días. Ella conocía de antemano mi relación con Jicari, pues, cuando me la encontraba en la escalera, conversábamos y me parecía, sinceramente, que era la única persona en el mundo que entendía lo que era ser un suicida.

El caso es que Akriza continuaba rechazando mi ayuda. Y, lo que es peor, no había contestado ninguna de mis cartas. Estoy seguro de que intuía que yo era el autor de aquellas esquelas atrevidas, pues una señora madura que vive en la miseria difícilmente tiene aficionados. Y, aunque tenía bastantes amantes, a los cuáles se entregaba para poder mínimamente atascarle el hocico de pan a su pringosa hija y tragar las migajas ella misma, sabía que no los tomaba en serio. Mi duda era ¿por qué se entregaba a esos bastardos y no a mí? ¿Qué objeción tenía conmigo? ¿No era yo más joven y apuesto que el carnicero, el cerrajero, el pollero o ese anciano de la tienda de reliquias? Tal vez necesitaba que me le declarara explícitamente, forzándola a aceptar mi ayuda.

Esta ocasión, después de todo, ocurrió lo mismo. Akriza me miró y me fulminó, probablemente intentando asociar aquellas misivas de ayuda para su hija y sus estudios con un sujeto libertino y absurdo que se embriagaba y se divertía en las tabernas con las prostitutas. Pero la conexión, aunque sospechada, no era completa. Por lo tanto, Akriza continúo su apresurado camino hacia el tercer piso, quizás ansiosa por encerrarse y olvidarse de las aberrantes acciones que cometía con cualquiera que le ofreciera recursos en el vecindario. Algo en su semblante, sin embargo, llamó mi atención. La miraba más aprehensiva de lo normal, como si ocultase un dolor mayor que ser partícipe de las cochinadas de su marido. En aquel momento rememoré con frescura implacable lo que Jicari me contara, y no pude evitar sentir lástima por Akriza. La pobre debía hallarse en una situación más que desquiciante, tal vez pronto sería ella y no yo de quien se hallaría el cadáver flotando en el río.

¿Qué clase de pensamientos extraños divagarían en la cabeza de una mujer madura y despreciada por su marido, quien, no obstante, cometía canalladas innombrables? Veía con claridad al señor Golpin, ebrio y drogado hasta el rábano, entrando acompañado de dos rameras con obesidad mórbida y toda clase de enfermedades venéreas. Posteriormente venía todo el espectáculo, donde Akriza debía obedecer cada orden al pie de la letra, mientras observaba cómo su esposo, ese hombre al que se había entregado en una forma más allá de lo carnal y a quien alguna vez creía haber amado, fornicaba con aquellas puercas. Pero el asunto no terminaba ahí, sino que era forzada a participar en aquellos aquelarres. Según Jicari, su padre nunca penetraba ni osaba tocar a su madre, solo le excitaba ver cómo las dos putas asquerosas golpeaban, escupían y se cagaban en la boca de Akriza. En alguna ocasión, incluso terminaron vomitándola después de que el señor Golpin ordenase a la víctima que lamiera sin parar las vaginas ulceradas e infectas de sus golfas favoritas. Esto despejó las dudas que tenía acerca de aquellas marcas y formas misteriosas que se habían aglomerado alrededor de los labios de Akriza, pues debía tratarse de un chancro o algo por el estilo, tal vez herpes o algo mucho peor. Esto, sin embargo, lejos de desanimarme, me excitaba sin saber exactamente por qué.

Akriza se esfumó y yo abandoné el condominio, intentando borrar su imagen y su rostro de mi cabeza, que solo acertaba a imaginarla en aquellas asquerosidades cometidas noches tras noche por su marido. Entre más lástima sentía por ella, más ardía en deseos de poseerla al recordar su cara y saber que era humillada y rebajada hasta los niveles más bajos de inmoralidad posibles. La gran pregunta permanecía irresoluble: ¿por qué no escapaba? Ciertamente, no comprendía qué demonios la ataba al señor Golpin, a ese maldito enfermo mental que debía ser encerrado en un manicomio y ser tratado de inmediato por un especialista, si es que existía manera alguna de curarlo. Luego pensé que no solo él, sino también yo debía seguir el mismo destino. Verdaderamente una cosa era sentir excitación por algo y otra, muy distinta desde toda perspectiva, era llevarla a cabo uno mismo. Yo solo deseaba tirarme a Akriza por una sensación que me provocaba en una región inexplorada de mi psique.

Tenía un extraño deseo de estrecharla entre mis brazos y comerle la boca, sin importarme su chancro. Y no solo era el deseo sexual el que me vinculaba a ella, no se trataba de imaginarla destruida bajo el reflejo de la noche por las depravaciones de su marido. No, no era solo eso. ¿Qué era entonces este supuesto sentimiento que odiaba en mi interior y que despertaba cuando la encontraba tan hermosa en su madurez? Lo más probable es que estuviera equivocado, que fuera superstición mía, pero creo que Akriza había removido en mí ciertos escombros y me había mostrado lo indefensa que es una mujer ante la brutalidad del mundo. Quizá por eso sentía en mi corazón la imperante necesidad de calmar su dolor, de complacerla en la cama, pero también de mostrarle que yo podía amarla siendo solo un pecador. Porque, en efecto, Akriza me atraía con esa bella y delicada esencia que sentía tambalearse bajo los influjos de una cerval fantasía.

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Libro: El Extraño Mental


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