Capítulo XXVIII (LCA)

Los colores del lugar se tornaban cada vez más refulgentes. Ahora ya ni siquiera era distinguible combinación alguna, pues la mezcolanza era tremenda. Incluso los matices se encimaban, se devoraban y se escupían entre sí. Toda una gama inmensa de sensaciones parecía resultar de aquellos giros matizados y adornados que impregnaban el lugar. Los árboles, las rocas, las plantas y absolutamente todo se bañaba con esa peculiar e inefable mezcla. Lezhtik sentía como si su mente estuviese muy por encima del universo, como divagando por rincones infinitamente lejanos y donde el tiempo era solo un suspiro.

–Supongo que son muchas cosas las que me incomodan del mundo. Sería imposible intentar explicarlas todas, de nada serviría. Estar inconforme conlleva a la infelicidad y al posterior suicidio. Al menos ahí, en la muerte, guardo más esperanzas de empezar a vivir.

–Nadie ha dicho que esta vida sea la única, ni tampoco que sea en verdad la vida. Todo son conceptos y percepciones. Pero podría ser que en algún lugar se escondiese una magia solo atisbada por los corazones más puros.

–¿A qué te refieres? ¿Acaso sería posible que este mundo humano fuese solo una etapa?

–Eso tú lo sabrás pronto, muy pronto… El gran misterio reside en la muerte, pero todo llegará a su determinado tiempo. Veo que eres un ser triste y atormentado, todo te será dado cuando sueltes las riendas de tu carruaje, cuando el cordón de plata sea al fin cortado.

–Es solo que vivir resulta demasiado frustrante, si es que esto es la vida. Si se trata de un holograma, entonces no tenemos remedio alguno. Estamos atrapados en una jaula cuyos límites no podemos dilucidar, cuya forma de absorbernos no queremos contrarrestar.

–¿Qué te hace infeliz? –preguntó la sabia voz en tono solemne.

–Todo, vivir es mi infelicidad. No entiendo a los humanos y no quiero ser parte de ellos. Hay demasiado conformismo y materialismo, aunque se opina que vamos mejorando. La verdad es que yo creo lo contrario, pues las mejoras son solo para aquellos que pueden pagar por ellas. El mundo es triste, cruel y estresante; todo parece ser en vano. Cada vez hay más pobreza, desigualdad, enfermedades, muertes, violaciones, escases de recursos, control de mentes, exterminio de talento, inconsciencia, deshonestidad, etc. No comprendo cómo se puede destinar tanto dinero a las exploraciones espaciales y al descubrimiento de vida extraterrestre mientras aquí en la Tierra mueren millones de personas diariamente. Hay grandes corporaciones, personas que tienen demasiado; mientras otras buscan en basureros. Nadie tiene aquí lo que se merece, todo es dinero. Los valores y los sentimientos son opacados por factores económicos y materiales. Ya no hay amor, sinceridad ni empatía; ahora solo quedan la envidia, la lascivia y el odio. Se financian guerras para enriquecer a los políticos, se esparcen mentiras religiosas para recaudar recursos innecesarios, se crean enfermedades y se explota la naturaleza. ¡El humano ha hecho de su existencia una auténtica miseria!

–¿Qué te podría yo decir? Todo es duda, eso es lo único. Nunca abandones tu incertidumbre, pase lo que pase. Jamás aceptes alguna clase de creencia, costumbre o principio que haya sido transmitido y en el que las personas se sientan cómodas. Cuestiona todo, hasta lo más nimio. Tú puedes ver un poco más de lo que tus ojos te muestran, no debes ignorar la intuición que te rodea. El mundo es triste, la vida es decadente, todo parece estar podrido; sin embargo, algo de esperanza debe haber, al menos en la muerte, como crees tú. La incertidumbre conducirá tu mente a otro nivel de existencia, a un plano donde te será revelada la verdad en una analogía esplendorosa. Solo no dejes de cuestionarte, no intentes vivir como ellos; sigue siendo tú, aunque seas el último de tu especie. Ya sabes que la vida es triste, pero más triste es vivirla de ese modo. Nunca lo olvides: ¡tú eres tú! ¡Tú eres dios! Y, finalmente: ¡tú eres vida y muerte!

La voz desapareció y solo un eco profundo quedó. En el arroyo, un pescado de cromatismo iridiscente apareció y pegó algunos brincos en el aire, de manera intermitente. Era muy bello, como sacado de un lienzo majestuoso, expiraba cierta tristeza y también una hermosura divina. Parecía representar la pureza de los mundos en su absoluta magnificencia, una oposición a la ignorancia y la estulticia malsana de las razas inferiores. No obstante, su aparición fue fugaz, pues, al poco tiempo de haber salido del límpido flujo de aquel susurrante arroyo, comenzó a desvanecerse entre supernovas inefables, y, antes de hacerlo por completo, dijo lo siguiente con una voz demasiado bella para ser real:

–Perfección: principio de lo eterno y convergencia de lo infinito. La esencia magnificente descansa en la sincronía de la perfección… –fue lo último que se escuchó, pues luego la voz tan apolínea desapareció junto con toda la mescolanza de fulgurantes matices.

Lezhtik permaneció inmóvil hasta que todos los colores desaparecieron por completo; pudo así visualizar una cabaña pequeña y derruida que era azotada por un viento furioso. Se acercaba cada vez más y más, algo místico emergía de aquella humilde choza. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se detuvo y, al mirar atrás, solo estaba la vil nada, todo lo demás había desaparecido. Cayó en cuenta de que quizá todo había sido una ilusión, ya no podía distinguir entre lo real y lo quimérico. Había estado dando vueltas en el mismo sitio, posiblemente solo su mente había despegado el diálogo con el misterioso pescado iridiscente y su sabia voz. Ya nada podía ser más extraño, se acercó a la puerta y, al ver que estaba entreabierta, decidió entrar.

Al penetrar en aquella cabaña humilde, una sensación extraña y única invadió a Lezhtik. Se sintió perturbado e invadido de algo que jamás antes había experimentado; incluso esta nueva y peculiar sensación superaba a la anterior, la que tuviese al sentirse inmerso en los cromatismos de aquel singular paisaje. Y ¡qué irremediable era ese sentimiento de contradicción en el cual divagaban sus humanos pensamientos! Tratando de entender lo que le ocurría, empezó por percatarse de lo inútil que era todo en su vida, en su mente y en su mísera existencia. Todo eran cuentos y entelequias, todo convergía a distraerlo de los auténticos propósitos que en ocasiones creía tener. Nada en los pocos años de su joven estancia en el mundo le parecía correcto, pero estaba condenado a habitar entre esos humanos corrompidos. El mal que imperaba no era distinto del bien que pudiera haber. Pensar en los cambios y en las personas, en los sucesos y los lugares. Pero ¡qué cansado se sentía ahora de sí mismo!

Era una asquerosidad todo lo que había vivido, era un asco irremediable el que sentía hacia su persona. Tantas conversaciones, ciencias y teorías superfluamente diseñadas. ¡Con qué seriedad se tomaba el ser su vida! Y ¡qué fútil terminaba por ser cada aspecto de ella! Siempre se había preguntado el sentido de la existencia y había cuestionado ferozmente todos los principios que los seres a su alrededor sostenían. Había discutido, humillado, callado y desdeñado diversas creencias, costumbres y personas. Se había olvidado de los detalles más efímeros, de esa bondad reducida a su mínima expresión, de aquello por lo que posiblemente valiera la pena el sufrimiento eterno de la existencia infinitamente suspendida en un maremágnum de tedio inverosímil y de una carencia de sentido megalítica. La muerte parecía serlo todo, la única justicia divina, la única cosa que el estúpido humano aún no había podido corromper.

La libertad y la justicia eran los elementos que había perseguido en los últimos años, y lo único que había conseguido era amargura, molestia, aburrimiento y una insoportable sensación de estupidez e inutilidad. Estaba como extraviado en un mundo que jamás le comprendería, porque jamás lo escucharía; no querían escucharlo ni darle la oportunidad de expresarse. Para esos llamados seres humanos, la vida ni siquiera era cuestionable, se daba por naturaleza propia. Todos los inconvenientes y las erratas eran meros accidentes de los cuáles siempre podían apartarse con su dinero y presunción. Tanto incomodaba esto a Lezhtik, tanto detestaba estar perdido y extraviado. Había vivido así su vida, siempre pensando en un suicidio lógico e innegable, en una irrefutable verdad más allá del dolor que le parecía el vivir. Y todo eso lo hundió hasta el punto actual, hasta sentirse tan malditamente absurdo que ahora era incapaz de sentir el más mínimo aprecio por algo que naturalmente debía ser apreciado. Era solo una fantasía la historia de los reptiles, solo una excelente novela, interesantes personajes, incluyéndose. Había despreciado a su propia familia, detestaba el lugar donde estaba, el mundo que lo rodeaba y al cuál era incapaz de atesorar en modo alguno. Su miserable existencia no podía producirle otra cosa que no fuera hartazgo y un asco indecible.

Estaba amargado, asqueado de pertenecer a un conjunto de seres perdidos y ciegos en un universo inmenso. Sabía que nadie lo comprendería ni querría creer que un conjunto de reptiles intentaba dominar el mundo, pero al menos era algo distinto. Sí, algo que les gustaría a las personas leer y que distraería sus mentes esbozando teorías idiotas. Ya no diferenciaba entre la verdad y la mentira, lo real y lo irreal, lo auténtico y lo fantástico, lo bueno y lo malo, lo valioso y lo aborrecible. De cualquier forma, no importaba, nada interesaba ya en una existencia absurda y asquerosa, en una sociedad totalmente destrozada y explotada al límite en sus valores ahora extintos. ¡Qué lejos estaba el mundo de ser una divina creación de dios, en ser aquel paraíso que tanto se añora! Y ¡qué lejos estaba el humano de merecer tal cielo! Las personas vivían siempre preocupadas por nimiedades, por problemas que ni siquiera eran suyos. Había una constante en ello, en adoptar el sufrimiento ajeno tanto como se pudiera, en hacer las querellas ajenas propias, en preocuparse por las inquietudes de los demás que, siendo tan miserables, necesitaban de una caridad extraña para compartir el vacío de sus vidas. Era nauseabundo pensar en seres así, solo traídos al mundo por accidente, por terquedad, por un egoísmo vil y estúpido. Sin duda, el humano había convertido su existencia en algo aún más indeseable y repugnante de lo que y naturalmente era.

Tantas veces se sintió Lezhtik inclinado a tales cuestiones. Libros y estudios enfocados a un pensamiento común; y, sin embargo, entre más vivía, menos sensata le parecía la continuidad de una raza tal, menos se sentía parte del mundo. Se había convencido de que no pertenecía a la humanidad, pues, desde hace algún tiempo, incluso antes del nuevo orden y la supuesta invasión reptiliana, todo lo relacionado con el tropel de monos parlantes, morbosos, absurdos y estúpidos ignorantes de lo sublime le era molesto y le resultaba repugnante y vomitivo. La vida misma era un enigmático e ingente sufrimiento del cuál quería escapar cuanto antes. Tanta injusticia y desigualdad habían terminado por convencerlo de la necesidad imperante que había de exterminar al humano cuánto antes. Y ahora estaba aquí, en un momento de locura, sometido a los influjos de una historia sin sentido que escribía para sentirse menos muerto. ¡Cuán irrelevante ya le era todo! ¡Con qué desprecio observaba a las personas que decían adorar la vida!  ¿Cómo era posible que existiera una criatura como el humano? Supuestamente provista de espíritu y raciocinio, de intuición y de tan complejos procesos biológicos y mentales. Y que, sin embargo, pese a todo, esta odiosa criatura pasaba sus días peleando, consumiendo y fornicando. ¿Solo para eso existía el ser?

Indudablemente, las guerras constituían el elemento principal del ser vil que era el mono pendenciero para extender su poderío. Había muertes, hambruna, enfermedades y miseria; también había religiones y gobiernos, corporaciones e industrias. La vida era totalmente manipulada, moldeada y acomodada de acuerdo con los propósitos de los títeres antes mencionados. Y todo sin que ese supuesto dios pudiera hacer algo para frenar tal raza enfermiza y pusilánime. ¡Qué triste era la vida, la existencia de un ser tan ahíto de imperfección y estupidez! ¡Qué miserable tener que pertenecer a un mundo en decadencia y donde el bien era, paradójicamente, algo malo si se quería sobrevivir! Maldita sea la hora en que la vida fue concedida a una raza sin el más mínimo sentido, que destruía todos sus valores y se contentaba con entretenimiento sexual, monetario, deportivo y de cualquier clase que llenara su hueca mentira donde creían ser reales. La pseudorealidad, al fin y al cabo, había terminado por conquistarlo todo.

–Ahora veo tus pensamientos –exclamó el monje que levitaba en total armonía cuando Lezhtik entró a la humilde cabaña.

Su voz era de lo más tranquila, una casi imposible de soportar debido a su extrema armonía y quietud; sin embargo, también denotaba una profunda sapiencia y una impresionante vastedad, como si al fin hubiese conseguido ese algo que tanto faltaba en el mundo y en cualquier universo absurdo. Sonreía con una mezcolanza de ironía y solemnidad, de sarcasmo y compasión; era una sonrisa sumamente anonadante y avasalladoramente hermosa. La mueca en el rostro de aquel monje, cuya etérea y amorfa esencia deslumbraba a aquel joven suicida, parecía aún más elevada que el infinito y la eternidad, que cualquier otro estado sublime en el mortal que amalgamaba todas las perspectivas de sus ángulos.

–Yo también he podido verlos, pero no entiendo cómo lo haces –farfulló Lezhtik, sorprendido ante las habilidades de aquel amorfo y fantasmal ser supremo–. ¿Tú eres el monje legendario del que se habla en la universidad?

–Eso no importa, no te preocupes por la universidad. Has llegado aquí y eso es lo interesante. Con todas tus limitaciones, puedes aún soñar con libertad y justicia. Sabes, eso es escaso en el mundo y me hace feliz que en tu interior logres mantenerlo vivo.

–Y ¿qué pasará ahora que te he encontrado? –inquirió Lezhtik, pensativo.

–Nada, absolutamente nada. ¿Esperabas algo distinto? ¡Ya lo sabes tú! –dijo el monje mientras abandonaba su meditación–. La respuesta yace solo en ti. No importa cuántos libros, pensamientos o creencias sigas, no hallarás la respuesta ahí. Busca la paz, la armonía con el uno y el todo. Unifica tu pasado con tu presente para hacer de tu futuro una infinita fuente de sabiduría; los tres son uno, que nada ciegue jamás tu visión ni empañe tu única forma de plenitud. Esa es la más básica de las enseñanzas en el comienzo del fin y en la proyección del ínterin dorado en el laberinto de los retorcidos retazos de polvo cósmico que en el caos y el destino se funden con la materia, la energía y la existencia.

–Del algún modo, comprendo parte de lo que dices, pero solo quiero saber algo más antes de que te esto se termine, por favor –suplicó Lezhtik temeroso de que la visión de aquel improbable ser se esfumase de forma vertiginosa–. Quisiera que me contestaras esto: ¿qué hay del sufrimiento, el dolor y la maldad que gobiernan el mundo?

–Tu pregunta es absurda, pero entiendo a qué te refieres –dijo el monje esbozando una sonrisa absolutamente pacificadora–. Por desgracia, siempre es complicado querer entender esa clase de cuestiones. Y no estoy evadiéndote, solo siendo sincero. A través de mis meditaciones, aún es difícil discernirlo. Seguramente te ha pasado así, pues todo parece funcionar de un modo anómalo. La frustración e impaciencia se apoderan de ti, sintiendo esa intrínseca necesidad de ayudar a los demás, de no conseguir disfrutar los más ínfimos detalles de la vida, las más simples sonrisas o los momentos en que deberías de poder calmar tu agobiado espíritu. Y luego te resignas y te destruyes sabiendo que eres parte del problema, pues de nada te sirve el poder ser consciente de todo ese sufrimiento y agonía por la que pasan otros mientras tú te diviertes, comes, duermes o pasas un rato agradable. Pero tú ya no eres así, has perdido la capacidad de sentirte bien, y esa sensación de inutilidad se mezcla con un extraño deber hacia los oprimidos, la injusticia y la represión. Nada puedes hacer para calmar el dolor del mundo, aunque igual te atormenta. Y, de cualquier modo, sigues con tu vida, cargando con el dolor que tanto te lacera y del que no puedes librarte ni hacer algo por aliviarlo.

–Entonces ¿qué queda por hacer? ¿Debemos permitirnos tener todo este resentimiento hacia lo injusto que es el mundo? ¿Acaso no debería dios intervenir y hacer algo por los miserables? ¿Qué hay del amor y del propósito divino? ¿Qué hay de todo lo bueno en los humanos? ¿Por qué hemos de vivir así tan ciegos? Por favor, no te vayas así nada más…

–No debes perderte entre aquello que quieres encontrar. No dejes que tu búsqueda te pierda más, solo hallarás dolor entre esas cumbres. Todo empieza en ti, en tu interior y en tu mente. Y luego eso se proyecta hacia las fases de tu espíritu, algún día lo entenderás, ya sea vivo o muerto.

Viendo que el monje comenzaba a desvanecerse, Lezhtik intentó detenerlo, pero fue en vano; sin embargo, antes de marcharse, viró y sonrió. Entonces el joven pudo reconocer una familiaridad extraña, hasta el punto de identificar los patrones del rostro del monje con el suyo. Tal idea no tuvo tiempo de germinar lo suficiente en su mente, pues sintió que él también se desvanecía y todo terminaba, todo fundía a negro.

Cuando despertó, Lezhtik se hallaba en medio de un denso bosque, parecía haber pasado demasiado tiempo desde que se desmayase, o así lo sentía. Se puso de pie y caminó, ocultándose entre los robustos troncos y los espesos arbustos, pero se detuvo cuando escuchó un estridente sonido. Al observar con detenimiento la escena, se aterrorizó. Unos seres que no logró asociar sino con reptiles, manteniéndose en dos patas, con ojos amarillos y rasgados, ordenaban y sometían a los humanos. Éstos últimos ni siquiera parecían incómodos con sus cadenas, se diría que hasta lo añoraban.

Dos cosas llamaron particularmente la atención de Lezhtik. Por una parte, estaba una especie de campo donde se les permitía a los esclavos conectar el lugar donde otrora estuviese su cerebro. Ahora ya no había nada ahí, tan solo una manguera conectada a una incisión hecha a un costado de la oreja izquierda, donde eran transmitidas imágenes y sonidos emitidos por enormes pantallas. Cada esclavo se conectaba a una de estas pantallas durante algunos minutos, lo cual parecía ocasionar un indecible placer en todos sin excepción. En las pantallas había principalmente pornografía, fútbol, espectáculos, chismes, vidas de personajes supuestamente exitosos, telenovelas, muertes, disparos, guerras, armas, droga, racismo y demás. En resumen, un conjunto muy selecto de contenido era el que pasaba mediante la manguera hacia la cavidad de los esclavos, los cuáles parecían tan hipnotizados con aquel sistema.

La otra cosa que impresionó a Lezhtik fue un ingente agujero en el cielo, como una puerta a otra dimensión. A través de ella y después de un elaborado ritual exótico, se tomaba a alguno de los esclavos, se le despellejaba y se le preparaba con presteza. Luego, mediante cánticos y una magia rara, era extraída una esencia de cromatismos inidentificables que se suponía era el alma, la cual era ofrecida a cambio de una deidad. Esto es, el cuerpo se vaciaba y era ocupado por una de aquella sombras que atravesaban el portal. Previamente, se fragmentaba la personalidad del individuo, consiguiendo así que la sombra se apoderase del cuerpo plenamente, con lo cual se producía una metamorfosis y el nuevo individuo se elevaba, le surgían alas, pico, garras y un aura tremendamente poderosa lo envolvía. Al parecer, era una clase de deidad, pues se colocaba en un jurado donde había otros como él, los cuáles se alimentaban de almas medianamente trabajadas. O sea, de aquellas que estaban preñadas de miedo, odio y energía negativa de cualquier clase. Las pantallas y todos los entretenimientos y diversiones, así como los anhelos y las concepciones de los que antes se habían hecho llamar humanos, estaban sumergidas en una nauseabunda pestilencia imposible de purificar.

–Será mejor que vengas con nosotros cuanto antes –exclamó una voz que le fue familiar a Lezhtik–. Si permaneces ahí, te atraparán y correrás la misma suerte.

–Pero si tú eres… –expresó Lezhtik boquiabierto por el parecido de aquel sujeto con su antiguo y mejor amigo Filruex.

–¿Acaso me conoces? Yo nunca te había visto antes, pero me alegra encontrar un sobreviviente –replicó el humano que cargaba con un corazón iridiscente, cuyo fulgor era bastante parecido al que imperaba en el mundo donde Lezhtik se hallase hace apenas unos segundos.

–¿Sobreviviente? ¿Acaso eso significa que…? ¿No eres Filruex?

–No sé de qué hables, amigo. Será mejor que nos demos prisa y huyamos. En la montaña tenemos una guarida bien oculta. Además, ahí hay otros cuatro como nosotros. Podría decirse que somos la última resistencia de la humanidad.

–Y ¿qué le ocurrió al resto? ¿En qué año estamos? –inquirió Lezhtik absolutamente confundido.

–¿El resto? ¿Te refieres a los seres humanos? Pues mira allá –espetó el supuesto Filruex señalando los campos de acondicionamiento mediante pantallas y demás formas de esclavitud–. Todos han caído bajo el dominio de la raza reptiliana y las sectas aliadas. Llevamos años resistiendo y rechazando esas pantallas con su contenido que le ha llenado la cabeza de basura a todos sin excepción. Solo nosotros quedamos, por eso es extraño verte. Me parece que han pasado treinta y tres mil años desde que todo aconteció. Mis ancestros han guardado el registro desde entonces, se dice que aquí fue una antigua escuela, o eso descubrimos en los ensayos de un tal Lezhtik…

–¡Imposible…! –susurró Lezhtik, pues tal era su nombre, al menos en el mundo que recordaba someramente– Y ¿qué es lo que hacen ahora? ¿Solo ocultarse?

–Por desgracia sí, no conocemos otra forma de ser libres. La profecía habla de un monje y de una iridiscencia como la de este corazón. Se dice que, cuando ambos se junten, entonces el secreto será revelado y los antiguos y falsos dioses expulsados. También dice que el portal colapsará y un nuevo imperio reinará. La serpiente del abismo será derrotada por aquel que posea la esencia magnificente.

–Suena algo apocalíptico. Me parece que iré contigo, pues no tengo elección, según veo. Creo que dormí bastante, pero desperté en una era infame sobremanera.

–¿Qué dices? ¿Acaso crees que vienes de otra dimensión?

–No estoy seguro –respondió atolondrado Lezhtik–. Solo sé que, en donde sea que esté, la desgracia es inminente.

Y así, Lezhtik siguió a aquel misterioso ser, con la esperanza de parapetarse en ese escondite supremo y encontrar ahí a otros cuatro sobrevivientes. El resto era historia, solo unos cuántos reptiles queriendo fundir todo en un solo universo y ser amos de los miserables, como fuese en tiempos milenarios. Solo truenos abominables preñaban el cielo, que no era tal, sino una inmersión de una blasfema oscuridad azul y de hilos colgantes en cuyas puntos se retorcían sombras amorfas y cuyas emanaciones parecían modificar los destinos del multiverso. Aquello no podía ser el mundo, al menos no como Lezhtik lo conocía, o quién sabe. ¿Desde hace cuánto tiempo la sociedad humana había estado viviendo de tal modo, en tal decadencia? ¿Hace cuántos eones todavía el mono pensaba en ser libre y fundirse con el todo?

¿Qué era ahora de la poesía, el arte, la música y la literatura? ¿Dónde estaba la supuesta ciencia, la magia, el misticismo y el ocultismo? ¿Acaso al fin el humano se había vencido a sí mismo? Entre todas las preguntas que atormentaban a Lezhtik, la principal seguía siendo cuál era el maldito sentido de todo esto. Sí, ¿cuál era el propósito, el fin, la convergencia de una raza tan mísera y estúpida cuya esencia era el caos y la destrucción? ¿Al fin se habían extinguido los humanos sublimes y el mundo entero había sucumbido ante la falta de oposición? Sin importar la época, los resultados parecían ser los mismos. Mientras existieran humanos, existirían corrupción y estupidez.

No podía ser posible tal percepción, pues al menos él seguía con vida, al menos él continuaría luchando, aunque solo se tratase de una minoría de uno. No importaba si eran reptiles, humanoides, sectas o sencillamente humanos hambrientos de poder y maldad, él no renunciaría jamás a la libertad y a esa esperanza de sublimidad. Y, si no quedaba otra opción, si en verdad el mundo estaba ya jodido y el humano en cualquier época era vil y malvado, propiciador de una asquerosa y repugnante sombra de energía ignominiosa, entonces siempre quedaba algo por ejecutar. Sí, le gustaba pensar que todavía restaba la gran y única madre, el origen y el fin de todo, aquello que se mantenía inmutable e incorruptible ante cualquier ser de cualquier dimensión. Y, aunque no lo comprendiera, se sentía todavía impelido por considerar aquello como la única y verdadera vida, como lo que se debe merecer y que solo puede consolar a los auténticos poetas sublimes. Sí, aún podía correr muy lejos de su propia humanidad y tener esperanzas de comenzar a existir en la poesía de dios: en la muerte.

En algún otro tiempo y espacio alterno, la pluma se deslizó, estaba prohibido usar alguna máquina. Al salir de su tremenda abstracción, el sujeto responsable se colocó frente a los muros, imaginó una libertad inexistente y esperó a que los rayos del sol iluminaran la estancia para que un nuevo día comenzara. Nada cambiaría para él ni para el resto, conminados a ese sitio ominoso; tan solo a un tremebundo aislamiento y una comida insípida. Era tratado como un loco entre la anormal y enfermiza cordura que imperaba en la civilización. Cerró el libro y se conformó con repasar su plan. Ya estaba decidido: tomaría a escondidas alguna navaja y se rasgaría la garganta, terminando así con su patética existencia. Además, siempre había considerado al suicidio como el acto más sublime de amor propio que pudiera realizarse.

Y, en fin, cualquier cosa era mejor que continuar en una existencia cuya realidad lo enfermaba cuando recordaba que algún día, uno no muy lejano, tendría que torturarse de nuevo con su inutilidad. Pero no, esa noche se tenía que matar costase lo que costase, pues ya ninguna medicina podía atenuar la depresión psicótica que lo taladraba desde hace tanto tiempo cuando recién lo habían encerrado en aquel manicomio tras haber contado aquella historia sin sentido de unos reptiles que dominaban el mundo. Bueno, después de todo, tan solo su locura y su soledad podían consolarlo en aquella habitación de muros blancos. En fin, como siempre, mantenía aún la estúpida esperanza de desaparecer misteriosamente, de visitar y migrar hacia la epopeya de los sueños infinitos donde reina únicamente un sempiterno y místico silencio.

FIN

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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