Lo mejor y lo más sensato que se puede hacer en esta malsana existencia es evitar reproducirse estúpidamente y, luego, suicidarse tan pronto como se tenga la más mínima oportunidad. Al menos así no empeoraremos aún más las cosas esparciendo nuestra execrable esencia humana sin ningún maldito sentido; tal y como lo hicieron nuestros aciagos progenitores y como lo hacen todos los funestos títeres a nuestro alrededor. La abyección que la horrible humanidad ha esparcido no tiene parangón, solamente puede compararse a la más infernal de todas las pesadillas. Me parece increíble que, de existir entidad superior alguna, permita cada una de las tragedias absurdas que diariamente acontecen en ingente cantidad y que hunden el mundo en una deprimente capa de miseria infinita. Un nuevo diluvio es lo que requiere la sociedad moderna, pues solo así se purificarán los atormentados corazones de las ominosas marionetas que divagan en el sinsentido más absoluto. Puede que yo desvaríe, puede que todo esto no signifique nada en absoluto y que las cosas prosigan tal y como hasta ahora: en las sombras. Puede que, en todo caso, lo mejor sea que un demente como yo se suicide y no vuelva a saber nada de lo que es la vida. ¿Qué me importa a mí la humanidad? Si se salva o no, si se condena o no; ¡que se vayan todos al diablo! Me importa mi propia salvación, mi evolución y trascendencia inmanente. Y es así porque considero que solo eso es lo único que me ha sido otorgado: la oportunidad de salvarme a mí mismo, con mis propias herramientas y formas. No perteneciendo a ninguna religión, gobierno ni organización; simplemente siendo yo mismo y purificándome desde el centro de mi controvertido abismo. No sé por qué alguien como yo tuvo que existir en este plano de irrelevancia máxima e ignorancia extrema, dado que cualquier interacción me fastidia y cualquier actividad me aburre. No sé lo que acontecerá de aquí en adelante, ni siquiera si llegaré a presenciar otro lamentable amanecer. Mi hermoso ocaso se aproxima y ya no quiero evitarlo, sino aferrarme a él y creer que, en sus sublimes aposentos, encontraré la razón de cada uno de mis lamentos y dolores. En soledad he reflexionado tanto, pero al final he encontrado un vacío aún más inmenso que el firmamento mismo; mi corazón anhela sentir y amar, pero algo me susurra que no es aún el momento ni el lugar para hacer explotar todas las emociones que se mantienen reprimidas y que esperan su inminente éxtasis suicida.
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Si hay algo que odio, es haber nacido; mucho más en este mundo, mucho más siendo humano, mucho más siendo yo. ¿Qué hay aquí para mí? ¿Qué se supone que debo descifrar, encontrar o sentir? Soy humano y eso ya es condena suficiente, eso ya es un motivo sumamente inmenso para deprimirme por el resto de mis días. Cada vez, además, me siento más solo, triste y confundido. No obstante, sé que no podría ser de otra manera. Sé que las marionetas de carne y hueso que me rodean no podrían entender mi miseria ni mucho menos mis sentimientos. Y la verdad es que ya no lo espero, ya no me preocupa vivir y morir en aislamiento. ¡Qué tragedia haber existido! ¡Cuánto sufrimiento impera en nosotros y en el mundo entero! La decepción, la desilusión y la desesperanza son las únicas cosas reales que he podido experimentar; son lo más inmediato y punzante que he conocido en mi efímero calvario. ¿Falta todavía mucho para desvanecerme en las sombras de todo aquello que nunca pude dejar de soñar? La bestia dorada ruge sin cesar en el abismo multicolor y el vacío en mi corazón no para de acrecentarse, como si no existiese un límite para la infernal agonía que viene y me devora el alma. No hay consuelo en nada, todo es un asco realmente. La muerte, si acaso, debe ser la única felicidad asequible. Mientras uno viva, no puede esperar sentirse relativamente bien. Todo placer terminará por hastiar demasiado pronto y todo sacrificio, asimismo, se tornará insulso a la brevedad. Los horrores que nos aguardan son lo único ilimitado y constante, la pezuña del averno que nos presionará hasta arrebatarnos el aliento. ¡Oh, divina melancolía de mi atormentada consciencia! Ojalá hubiera alguna manera de comprender lo incomprensible, de asimilar que me hallo aquí atrapado y que mi única posibilidad de ser salvado es el suicidio. Me cuestiono frecuentemente si cuando me mate todo el tormento cesará de inmediato o si todas mis lágrimas serán tan solo el preámbulo de algo mucho más vomitivo y atroz. Pienso que ya he conocido el infierno, que ya mis ojos no podrían derramar más lágrimas cuando creo ser plenamente consciente del cósmico cúmulo de podredumbre y abyección que conforman todo lo que soy y lo que es este humano universo. ¡Ojalá fuésemos evaporados de golpe, sin que existiese la más mínima posibilidad de volver a proferir una sola palabra sobre nuestra irrelevante esencia!
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Tanto escándalo hizo la caterva de infames monos a mi alrededor para que al final el hermoso eco del silencio fuera mi única compañía al momento de suicidarme. ¡Qué increíble no volver a existir siendo humano! Todo lo que tenga que ver con esta raza inferior no puede sino producirme una náusea infinita, pues denota la esencia de lo que ya no debería continuar existiendo. El mundo sigue en pie y eso no puede ser bueno, porque demasiado sufrimiento prosigue su anómalo curso y se filtra por cada recoveco de nuestros ensombrecidos cerebros. También nosotros somos cómplices de este martirio sin límites, de toda la extrema insustancialidad que se agita en el océano de siluetas carcomidas a las que imploramos piedad. La eternidad nos ha dejado atrás y los símbolos que creíamos importantes están ahora demasiado desgastados, tanto que hasta pareciera evidente su falsa fragancia. ¿En qué hemos de refugiarnos ahora? ¿Qué se inventará ahora la humanidad para compensar su inaudita falta de amor propio? Nuestras consciencias están más adormecidas que nunca y nos sentimos satisfechos de que así sea, prueba de ello es que ni siquiera podemos ya interesarnos por nuestro bienestar en un nivel que no sea el más superficial y estúpido. Cuerpo, mente y alma se atrofian rápidamente y sucumben ante la ilusión perene, ante la sangre de todo aquel iluso masacrado en éxtasis y tragedia. Hacia allá es donde se encaminan nuestros pasos, los de unos simios que creyeron demasiado en sus propias mentiras y se volvieron adictos al poder más efímero. Lo que lamento es yo pertenecer a esta especie y no poder hacer nada al respecto; no poder, ciertamente, desaparecer por completo en lugar de solo deprimirme con el anhelo del inefable y mortal suceso. Quizá no exista razón alguna para matarse, como puede que tampoco la haya para haber vivido. En todo caso, ¿no sería entonces igualmente absurdo creer en el destino o en el libre albedrío? Como siempre, la contradicción y la dualidad se mezclan tan perfectamente que mi limitada razón es incapaz de vislumbrar luz alguna donde las tinieblas se materializan y lo envuelven todo. ¿Para qué «ser»? Puede que solo esa sea la única pregunta que realmente valga la pena hacerse en nuestro lóbrego y siniestro sinsentido.
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Llorar… Sí, llorar tan abundante y desconsoladamente como fuera posible. Tan solo eso quedaba cuando la desesperación de existir en esta horrible pseudorealidad era demasiado fuerte. ¡Qué lamentable que aún esté yo aquí, que todavía no haya podido cortarme las venas o incrustar la navaja en mi garganta! Cada vez se torna mucho más insoportable la compañía de cualquier otro ser, incluso la mía. No sé qué haré si no cesa pronto aquel zumbido de agonía infausta proveniente de los rincones más sombríos en mi apesadumbrado calvario interno; espero que no vuelva pronto, al menos no esta madrugada en la que me siento tan estúpidamente encantado por el anhelo de muerte. Tal parece que no hay esperanza para mí, para un demente consumido por sus falacias exquisitas y su imperturbable melancolía. ¿En verdad existirá eso llamado «amor»? ¿No es solamente otro espejismo más idealmente confeccionado para mantenernos prisioneros? ¿No es todo color, sonido o momento carente de sentido sin tu magnificente silueta? A veces, cuando imagino estar entre tus alas resplandecientes y divinas, creo desfallecer… ¡No logro asimilar cómo un simple mortal como yo es digno de tu eterno y perfecto almizcle! Aunque ni siquiera puedo razonarlo, solo sentirlo en cada partícula de mi trágico corazón. Quizás ese siempre ha sido mi error: intentar encapsularlo todo en términos terrenales. ¡Oh, si pudieras alguna vez asomarte por una rendija de mi nostálgica mirada! Tal vez entonces dejaría de sentirme tan suicida si tuviera la certeza de que no eres solo un acertijo más en el laberinto de mi anómala existencia; si pudiera acariciarte y escucharte, ¿no sería mi lúgubre miseria solo un tétrico naufragio en el firmamento de los gritos mortales? ¡Ay, parece que ya nada puede evitar que se consume el gran suceso mediante el cual pienso no volver a saber nada de este mundo nauseabundo jamás! Al fin y al cabo, mis lágrimas fueron mi eviterno consuelo y alucinar contigo mi única y fantástica felicidad. Hoy lo sé mejor que nunca: no pertenezco aquí y nunca lo haré; soy un extraterrestre atrapado en una forma humana que no quiero preservar por más que me incites a ello… ¿No me escucharás más? ¡Deseo ser libre y volar hacia donde tú te encuentras, mi inmarcesible ángel de ojos tan azules como el cielo en su estado más acendrado y puro! ¡Ya no puedo ni quiero volver a relacionarme con la humanidad, ayúdame! ¿Por qué tuve que existir siendo uno de ellos? ¿Por qué debo seguirlo haciendo? ¿Para qué retornar a las patrañas gracias a las cuales los monos dicen sentirse «vivos» y que no son sino monumentos a la insignificancia que conforma su erróneo sistema? ¡Ya no puedo ni quiero volver! No me sueltes, no me abandones… ¡Llévame contigo, larguémonos muy lejos de aquí y sellemos este desvarío mundano con un misterioso réquiem capaz de desgarrar el espacio y el tiempo! Nuevamente, viene el aciago resplandor de otro triste día y yo abro mis deprimentes ojos tan solo para descubrir que sigo siendo todavía un grotesco prisionero más en esta repugnante telaraña de proporciones abismales que no debería soportar ni una milésima de segundo más. Morir es lo que mi espíritu humillado más quiere, lo que mi trágico divagar indica y es ya lo único que me hace sonreír muy de vez en cuando. Yo no fui hecho para la vida, yo nunca debí haber existido aquí. Esto para mí ha sido un castigo execrable, ¿habré aprendido la terrible lección lo suficientemente bien o aún debo autodestruirme hasta que en mi perplejo interior solo queden sombríos ecos de mi pasado sin amor?
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Te amé, lo que sea que eso signifique; lo que sea que tú entiendas por eso. Sí, te amé más de lo que debería haberme amado a mí mismo. Y quizás ese fue el problema, que no debí haberte amado y adorado de ese modo tan grotescamente suicida. No podía percatarme en ese entonces de todo el sufrimiento que nos ocasionábamos mutuamente, de todas las mentiras sobre las que solía edificarse aquello a lo que tan desesperadamente solíamos aferrarnos. ¿Qué fuimos sino una deprimente historia más devorada por la vorágine del tiempo más efímero? Todos aquellos fatales recuerdos ahora no significan nada para mí, o ¿sí? Y, aunque así fuera, ¿de qué serviría? De nada, tal como haberte amado no sirvió de nada; solo fue un deplorable espejismo más en el cual decidí creer tan ilusamente y del cual obtuve solo amargura incuantificable. ¿Por qué no puedo morir justo ahora? ¿Qué me lo impide? ¿Qué caso tiene continuar? Los humanos nunca lo entenderían, pero creo es normal que así sea. Están todos ciegos y enfrascados en su propia miseria, en su blasfema y arrogante sociedad. Quisiera destruirlo todo y que no quedara rastro de nadie, que las llamas doradas consumieran en su fulgor inmarcesible mis lágrimas de sangre y mi sempiterna nostalgia de muerte ofrecida. ¡Qué desperdicio ha sido cada instante en que he creído haber sido «feliz»! La felicidad humana, como tantas otras ilusiones, solo se trata de un estado de máximo autoengaño mediante el cual creemos que podemos evadir la horrible realidad que nos circunda y desgasta con ferocidad siniestra, con maldita ironía. Mi elocuencia se esfuma cuando el anochecer oprime mis entrañas y devora mi razón, cuando las letras solo imploran por el golpe final a mi consciencia afligida y ensombrecida por las tinieblas de lo irreal. Ya bastante he soportado, pero creo que no puedo más y que esta vez sí será el colapso de mi frágil cordura; ¡que así sea, pues! No sé si todavía temo lo suficiente a la dulce y embriagante esencia del encanto suicida, mas quiero intentarlo de nueva cuenta y conseguir la tan añorada separación del alma. Quizá simplemente soy un lóbrego demente que ha depositado sus últimas esperanzas en la muerte a falta de algo más sincero y justo, a falta de tus besos endemoniados y tus caricias, acaso fingidas, que me incendiaban la cabeza y me enloquecían sin parangón. ¡Haberte amado así, mi eterno e imposible amor, sin duda alguna ha sido mi más delirante obsesión! Pero todo terminará muy pronto, quizá tan pronto y en absoluto silencio como terminó aquel nostálgico enigma llamado nuestro fenecido amor.
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Lo deprimente que era mi absurda y lamentable existencia era algo a lo que, por desgracia, ya me había acostumbrado; en contraste, a lo que aún no me hacía a la idea era a vivir mucho más tiempo así… Sí, sonaba contradictorio y creo que lo era. Pero también creo que así era yo: un ser que no podía pasar un solo instante sin quebrarse la cabeza y torturarse el corazón con toda clase de dilemas y paradojas. Y eso precisamente hacía que casi todo el tiempo viviera en un constante e infernal estado de máxima desesperación existencial, en una especie de angustia espiritual que no podía ya ser apaciguada mediante ningún mecanismo o espejismo funesto. La realidad era algo horrible, algo demasiado enloquecedor para una consciencia tan curiosa como la mía. Cada vez entendía menos de la vida, del tiempo y de mí mismo; me aproximaba, ciertamente, a una vorágine de confusión sin parangón de la cual ya no era posible retornar. ¿Reiría o me mataría al tocar fondo? Simplemente quería estar a solas con mi soledad, con mi delirante melancolía; quería que todos me dejaran en paz y que nadie volviera a perturbar mi humana miseria. ¿Qué más daba si me salvaba o me destruía? Si me esfumaba o permanecía, ¿tenía importancia alguna en el infinito cúmulo de sonrientes marionetas del caos más blasfemo? La humanidad era un desperdicio, su mundo ya estaba perdido. No tenía caso intentar hacer algo por ellos, porque de antemano habían elegido las sombras. ¿Qué elegiría yo? ¿Acaso tendría la fortaleza y voluntad suficientes para atravesar la tormenta de sangre, dolor y desasosiego y alcanzar tus centelleantes ojos parapetados más allá de las estrellas? ¿Podría ir hacia ti y, en un telepático acto de locura iluminada, aferrarme a tus alas fulgurantes para jamás volver a habitar mi abyecta forma carnal? ¡Oh, si fuera posible algo así! Si fuera posible no volver a despertar y no volver a relacionarme con nadie más por el resto de mis nostálgicos amaneceres. Quizá solo así sería mínimamente feliz: en el absoluto aislamiento de mi alma rota y atormentada; sin más mentiras e ilusiones que las de mi propia agonía inmanente.
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Catarsis de Destrucción