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Catarsis de Destrucción 65

Solemos creer que la muerte es el fin, pero, en realidad, no es así. Es más bien el comienzo de algo hermoso, poético y embriagante que contrarresta por completo con el absurdo de nuestra patética existencia: es el principio de la nada, del vacío, de la inexistencia absoluta. A ella estamos destinados a ir sin importar cuánto lo neguemos o tratemos de evadir esta gran verdad. Y la vida a la que tan desesperadamente nos aferramos es más bien una odiosa argucia muy bien confeccionada para cautivarnos del modo más anómalo y ruin. Querer suicidarse es el deseo más hermoso y puro que puede concebir un espíritu acendrado y víctima de la más lúgubre melancolía; querer seguir experimentado esta siniestra fantasía, por otro lado, es únicamente una vulgar necedad que, de cualquier manera, terminará sin importar nuestra arrogante terquedad. En el deseo de muerte no hay sino belleza y sutilidad extrema; en el de vida impera, opuestamente, un egoísmo incuantificable y una ineptitud sin precedentes.

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Tan solo espero que, con la muerte, pueda desaparecer para siempre todo y que jamás vuelva a existir nada después: ninguna humanidad, ninguna realidad, ningún maldito yo… Este vehemente y violento anhelo, aunque pareciera una locura, es lo que siento en mi interior con desconcertante sinceridad. Todas mis alucinaciones me muestran este conflicto sin resolver mediante una esfera de controvertido fulgor; ¿será esto una señal inequívoca de que el apocalipsis de mi mente está alcanzando su irremediable éxtasis? ¿Qué me queda por hacer o soñar sino aquello que no puedo alcanzar? Ni el bien ni el mal significan ya algo para mí y lo que más deseaba era vislumbrar el tercer encuentro acaecido lejos de mi memoria, en un tiempo donde yo aún no era yo y donde el tiempo tampoco era tan lineal.

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En los peores momentos de mi vida, siempre tuve un enorme consuelo que me impulsaba, paradójicamente, a seguir viviendo un día más, aunque realmente no tuviera ningún sentido. Este consuelo del que hablo no tenía nada que ver con personas o cosas, sino con una idea: la idea del suicidio y todo lo que ella pudiera inspirarme en su magnífica naturaleza. Probablemente era yo demasiado ingenuo, un esclavo de ensoñaciones sombrías que me habían trastornado la cabeza. Ocasionalmente, esto me parecía cierto; mas al volver en mis cabales no podía concebir mi proyecto como descabellado. Había resuelto quitarme la vida desde hace mucho y no había razón para cambiar de parecer. Me entretenía con borracheras, mujerzuelas y todo tipo de vicios; empero, esto era solo por aburrimiento. Siempre estuve solo, sin importar de cuántos crápulas o mujeres hermosas me viera rodeado. En el fondo, mi soledad era tan abismal que, aunque hubiera saltado hasta rozar el cielo, no habría logrado franquear su inmarcesible influencia.

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La fe no sirve para nada, es solo otro engaño más del absurdo ser humano para intentar atribuir un sentido a su miserable y errónea existencia. La fe, además, perpetúa la blasfemia de existir y le brinda al creyente una tonta esperanza para que continue esparciendo su infinita y atroz ignominia. En ocasiones, puede parecer beneficioso lo anterior; y realmente lo sería salvo por un pequeño detalle: la fe no puede mover ni una maldita montaña sin importar la intensidad con que se experimente.

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Una última palabra era susurrada por mis labios antes de vaciar la pistola en mi cien y disociarme para siempre de este cúmulo de nauseabundas contradicciones que era la existencia. Y es que realmente ya no hay nada, acaso nunca lo hubo, y solo me autoengañé tanto como pude en todas esas situaciones donde ya la muerte rondaba sigilosamente y yo la ignoraba torpemente. Pero hoy, al fin, es cuando llega a mí la salvación mediante un lóbrego susurro que dice catarsis de destrucción… A él me entregaré en breve y nada ni nadie podrá evitarlo. Sí, así es: me suicidaré y con ello habré de probar mi nueva y hermosa libertad. No a la manera de un creyente, sino a la de un filósofo. Porque quien cree espera todavía algo, pero quien se mata por amor a la esencia más profunda y a la sabiduría más inmanente ya lo ha conquistado todo mediante el inefable acto del desprendimiento sempiterno.

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Catarsis de Destrucción


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