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El Color de la Nada 31

No pude evitarlo, pero lo hice. No sé por qué, pero no podía sentir culpa, remordimiento o algo parecido. No me importaba en lo más mínimo lo que ella (la mujer con la que me había casado y formado una familia) pudiera pensar, hacer o sentir. Su existencia me era absolutamente indiferente y hasta podría matarla esta misma noche. Lo único que quería en esos momentos era tomar a esa hermosa prostituta drogadicta entre mis brazos y follarla tan duro como jamás follé a mi mujer. Ella despertaba algo en mí que me trastornaba, que me hundía en un éxtasis sexual y suicida difícil de describir. Sabía que tal vez eso me alejaba de lo divino, pero no me importaba. ¡Quería saborear por unos momentos la extravagante miel de lo demoniaco para luego torturarme el resto de mi vida por cada intento fallido de superar mi execrable naturaleza humana!

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¡Qué complicado resulta pretender que amas a tus semejantes cuando lo que en verdad quisieras es asesinarlos de las formas más violentas posibles y luego orinarte sobre sus cadáveres! ¡Que perezcan cuanto antes todos esos adoradores de la trivialidad y de la decadencia! ¡Que sucumban ante sus propias mentiras y que ardan en sus ridículos desvaríos! No tengo intención de escuchar sus súplicas ni de contrarrestar la náusea que me producen sus vidas; solo puedo detestarlos una y otra vez por ser tan humanos y por dejarse arrastrar tan fácilmente por los mismos vicios y pasiones que en otros tan hipócritamente condenan.

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Aferrarse a la vida es como aferrarse a un amor imposible: sabemos de antemano que no terminará bien, que solo nos hará sufrir y que, al final, terminaremos peor que al inicio. Sin embargo, de alguna forma extraña y sin saber por qué o para qué, decidimos continuar luchando por ello. ¡Qué idiotas y necios somos! O tal vez es simplemente que estamos demasiado solos, rotos y vacíos como para intentar amarnos a nosotros mismos…

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La única solución posible para todos los males de la humanidad es la extinción, solo así se podrá purificar este infinito conglomerado de podredumbre, miseria y banalidad. No se me ocurre otro modo de salvarnos y de salvar al mundo más que con un nuevo diluvio universal… ¡Que perezca todo lo humano, que nos ahogamos todos en nuestra propia inmundicia! Más vale esto antes que proseguir como ahora, antes de que sea demasiado tarde para el sublime resplandor del renacimiento.

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Después de todo, no tenemos ningún lugar a dónde ir ni tampoco ninguna compañía que nos haga más amena esta tenebrosa existencia. Pero no estamos tan solos, aún nos quedan la soga y la navaja para consolarnos esta noche de recalcitrante melancolía. Y su compañía es mucho más afable que la de cualquier otro ser, pues son mensajeros de aquellos que siempre será nuestro destino: el aroma de ese misterioso más allá al que tanto tememos en nuestra humana ignorancia.

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El Color de la Nada


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