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El Color de la Nada 52

¡Qué horrible era ser yo! En verdad, ¡demasiado horrible! Pero, si había un consuelo para tan insoportable condición, era pensar en lo infinitamente más horrible que resultaría ser alguien más; sobre todo, uno de esos tantos monos blasfemos e ignorantes con los que por desgracia debía compartir esta anodina pseudorealidad. Solamente confusión implacable y miseria ilimitada había allá fuera, en la supuesta civilización moderna. Todos ellos eran unos imbéciles, unos cazadores de fantasías y esclavos de impulsos aciagos. Mi profecía es que todos ellos carecen de alma, que son fantasmas que divagan inútilmente por temor a la muerte; solo eso y nada más. ¡Qué vomitivo es pertenecer a la lamentable humanidad! Aquí no hay verdades, quizá tampoco mentiras; ¿qué hay entonces? Sufrimiento y angustia, guiados por una insoportable sensación de incertidumbre existencial. Tal vez ya todos estamos acabados, pero algunos todavía nos negamos a aceptarlo y padecemos los devastadores efectos de la única batalla imposible de ganar: la que se libra todos los días contra uno mismo. Tan solo necesitaba una manera auténtica de conectar con aquello que va más allá de la razón, con aquello que jamás podría ser percibido mediante los sentidos ni las teorías; tan solo conectar una vez más para jamás mirar atrás otra vez…

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Otro día más sin haberse suicidado es, de hecho, otro día más desperdiciado.

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Ciertamente, para aquellos pobres diablos que no tienen nada de qué jactarse en sus miserables vidas (tal y como la gran mayoría de la triste humanidad) el absurdo hecho de procrear y, con ello, traer más esclavos abyectos a esta deplorable existencia, pareciera un regocijo; más aún, y en el colmo de la infinita estupidez, pareciera lo máximo de lo pudieran enorgullecerse esos ominosos peones. Tal vez porque tienen la patética esperanza de que sus repugnantes descendientes trasciendan más que ellos, cuando la realidad es que ni ellos ni sus infames engendros significarán nada en el caos universal y supremo; nada más allá, claro, de meros títeres de la todopoderosa pseudorealidad. Entiendo, sin embargo, que ellos jamás podrán alcanzar tal percepción; han nacido para ser peones funestos y morirán en las mismas condiciones. No vale la pena preocuparse por lo que pasará con ellos, puesto que seres así podrían extinguirse ahora mismo y el mundo seguiría como si nada.

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Cada día odiaba más a todos, sobre todo a mí mismo… Cada día me lamentaba más el no poder suicidarme; especialmente cuando, tras haber tenido que soportar la horrible realidad y encerrarme en mi cuarto a llorar, paladeaba en todo su esplendor el absurdo, ridículo, estúpido, patético, caótico y deleznable fluir de esta vomitiva existencia donde me hallaba preso y sin ninguna maldita esperanza más allá de la muerte. ¡Ay! ¿Cuándo me colgaría al fin? ¿Cuándo la navaja cortaría mis venas y me liberaría de esta prisión que es mi cuerpo? ¿Cuándo podría escapar y volar muy lejos de esta inaudita e incomparable miseria? Me siento en el infierno mismo, atormentado por toda clase de espejismos nefandos y añorando la hermosa sinfonía del inframundo en todo momento. ¡Cuánto detesto relacionarme con otras personas, con esos monos parlantes! Ni siquiera puedo soportarme a mí mismo, mucho menos soportaré a esas triviales marionetas que no hacen sino fastidiarme cada maldito segundo de mi patética y mísera vida. No importa ya de qué o quién se trate, para mí ya nada tiene ningún sentido. Lo que pueda considerarse lo más valioso en este plano para mí es algo sumamente inferior y carente de toda importancia; para mí, solo la muerte encierra los símbolos divinos y los misterios ensangrentados que tanto añoro conocer.

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¡Todo lo que las personas hacen, dicen o piensan ya no me importa un carajo! Ahora tan solo quisiera que me pudiera importar lo que yo hago, digo o pienso; pero creo que ya ni siquiera eso es posible, pues mi esencia se ha corrompido ya con las estratagemas de la pseudorealidad y ahora lo único que anhelo desde lo más profundo de mi retorcido ego es no volver a saber nada de esta vida nunca más. ¿Por qué yo tuve que existir aquí? ¿No pudo mi esencia haber permanecido en el color de la nada por la eternidad? Y que jamás hubiera conocido nada de esto, que jamás hubiera experimentado nada de lo humano. La auténtica tragedia, no obstante, es saber que mi existencia ya no se puede evitar ni borrar del orden universal. Ya no puedo volver en el tiempo y evadir la máscara del nacimiento mediante la cual he sido encapsulado en esta forma orgánica que tanto me limita y me deprime. Así es: existir siendo humano para mí es la mayor de todas las humillaciones.

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Al final, es interesante saber que nada es realmente relevante. Nada sino quizás solo el increíble error que cometimos al postergar por tanto tiempo nuestro suicidio antes de que la muerte viniera a sacudirnos el alma y terminarlo todo por nosotros; esto dada nuestra inmanente cobardía y estupidez para haberlo hecho por nosotros mismos sabiendo que nada nunca tuvo ningún maldito sentido. ¡Qué aburrimiento experimento todos los días! Es increíble cómo no he podido matarme, cómo he evadido la puerta que ofrece la luz y la libertad. No puedo imaginarme una existencia donde la posibilidad del suicidio no exista, porque entonces creo que el horror cósmico sería absoluto. Ahora solamente debo enfocarme en lo que tanto añoro; debo aislarme de todo y de todos, refugiarme en mi melancólica soledad hasta reunir la repugnancia inmanente suficiente para pegarme un tiro. De cualquier manera, ¿qué espero aquí? No tengo ninguna esperanza, no podría tenerla. ¿Cómo tener esperanza en un mundo como este donde el amor y la bondad han fenecido desde hace eones? Simplemente, me he cansado de contarme las mismas mentiras y autoengaños durante todo este tiempo; es hora de mirar mi rostro marchito en el espejo y permitir que la náusea me consuma lentamente hasta que las sombras terminen de devorar mi corazón roto y carcomido.

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El Color de la Nada


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