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El Extraño Mental V

Tal era la canción que Jicari, aquella niña pringosa de nueve años solía cantar a unos cuántos pasos de mi puerta. Los sucesos siempre ocurrían en el mismo orden: el señor Golpin llegaba borracho, drogado y con dos gordas aparentemente sacadas de algún burdel barato. Luego, entraban al departamento como a la 1 am y la fiesta comenzaba. Como yo dormía poco, en nada me incomodaban sus gritos execrables. Ciertamente, tenía algunas ideas con respecto a lo que ocurría en aquel departamento lamentable, pero nada concreto. Tras una media hora, las gordas cabareteras se retiraban entre vómito y eructos, pero el martirio de la señora Akriza recién comenzaba. En tanto, la pequeña Jicari se acercaba con su canción a mi puerta. Acto seguido, se escuchaban unos golpes espantosos, propinados seguramente con un cinturón o algún cable. Entonces los sollozos de la señora Akriza se propagaban, con la evidente intención de ser contenidos, pero sin tener éxito. Había ofensas, maldiciones, injurias y toda clase de palabras vulgares e hirientes eran lanzadas sobre la desdichada, quien jamás respondía para defenderse.

La pringosa Jicari, por su parte, parecía ya acostumbrada a esto. A veces permanecía dormida en las escaleras, puesto que, cuando me dirigía a la oficina, la veía con un peluche en forma de puerco, igual de desgastado y maloliente que ella. Debo decir que, extrañamente, nunca sentía lástima por esta pobre miserable, pues, en todo caso, no era yo el culpable de sus penas. Además, nada podía hacerse para evitar que su padre, el señor Golpin, maltratara tan brutalmente a Akriza, pues era su mujer. En resumidas cuentas, aquella familia era un ejemplo más de las mucha que abundaban en toda la ciudad. En verdad parecía que las personas siempre hacían su mejor esfuerzo por ser aún más estúpidas de lo que ya eran. ¡Bueno, supongo que habría que felicitar a la humanidad por eso!

No obstante, pensaba que no me gustaría estar en la situación de aquella famélica niña y su grotesca madre, quien, por alguna razón, soportaba todos los desvaríos de su desquiciado marido. Debo confesar que me masturbaba pensando en la señora Akriza e imaginando sus gestos, movimientos y palabras obscenas, alcanzando altos grados de un placer mayor al de la masturbación normal. Y ni hablar de sus tetas enormes y ligeramente caídas, pues me enloquecían a tal punto que, en los ocasionales encuentros que solíamos tener donde nos limitábamos a mirarnos, mis ojos siempre se posaban directamente en el lugar donde imaginaba se hallaban sus pezones. Me fascinaba cuando usaba escotes y yo, desde mi ventana, me asomaba impaciente al escuchar a Jicari con su griterío absurdo y horrible. Esto ocurría siempre por las tardes, donde ambas se dirigían al parque, y, mientras Jicari se solazaba en los columpios con aquellas ropas pringosas y cabellos desgreñados, su madre se sentaba en las bancas y conversaba con la señora Faki, algunas veces llorando y suplicando por ayuda. Pero nunca parecía hablar en serio, pues cada tarde retornaba a su departamento en el piso tres de aquel condominio malsano para ser golpeada por su bestial esposo, quien debía tener extrañas y grotescas prácticas sexuales.

Ciertamente, Akriza era una mujer madura y sumamente atractiva, razón por la cual me resultaba inconcebible creer que permaneciera atada a tan ominosa relación con su deplorable esposo, golpeador y fetichista. Pero no eran mis problemas y, además, lo único que deseaba era follármela, pues tenía el presentimiento de que su bestial esposo, el repugnante señor Golpin, no la tocaba hacía ya bastante tiempo. A final de cuentas, ambos teníamos nuestras necesidades carnales y, aunque fuese la mujer de otro hombre, esto en nada me importaba. Así como tampoco influía el hecho de que ya tuviese una mugrosa hija, dado que parecía serle un estorbo.

En ocasiones fantaseaba con cometer una locura e irme muy lejos con Akriza, ella parecía suplicármelo cada vez que nos mirábamos y yo ardía en deseos de complacerla en todo sentido. Se había equivocado al aceptar el yugo de aquel golpeador, pero a leguas se notaba que buscaba un escape, que no le interesaba en lo absoluto lo que podría ocurrirle a la desaliñada y miserable Jicari, y que todo cuanto añoraba era un nuevo comienzo, al igual que la mayor parte de las personas que absurdamente se colocan las cadenas de aquel absurdo tormento llamado matrimonio.

Pensaba que todos merecíamos una segunda y hasta una tercera oportunidad; es más, ni siquiera debía existir un límite. La vida era tan patética e irrisoria que de nada servía hacer promesas ni juramentos, pues evidentemente el humano no estaba capacitado para llevar a cabo tales empresas. Por otra parte, al igual que las personas promedio, Akriza se había dejado llevar por la entelequia del matrimonio y por las habladurías de la gente banal, que consideran como sagrado tal concepto. Todo esto, sin embargo, para mí no era sino pura superchería y otra de las casi infinitas formas en que el humano renunciaba a su libertad.

Tampoco creía, por supuesto, que desear la mujer de otro hombre estuviera condenado. En nuestros pensamientos podíamos desear a todas las mujeres habidas y por haber, podíamos follarlas y masturbarnos pensando en ellas, y esto en nada afectaba el caos cósmico ni ocasionaba que se enfureciera alguna entidad divina, puesto que era inexistente. Por lo tanto, me sentía en pleno derecho de desear mujeres casadas, separadas, viudas y en cualquier estado que se me ocurriera, pues, si esto era otro factor de la decadencia y carencia de valores impuestos, también lo aceptaba como lo hacía con la pornografía y la prostitución. ¿Qué diferencia había entre ser decadente o no? ¿En qué afectaban mis actos el irremediable absurdo y banal ciclo de la existencia humana? ¿Cómo atribuir una enfermiza y obsoleta importancia a una casualidad desproporcionada que, en todo caso, se acercaría a un experimento fallido? Me incomodaba y me asqueaba la excesiva importancia que el ser adjudicaba a toda clase de normas y maneras aceptables de vivir en sociedad.

En múltiples ocasiones había intentado entablar conversación con Akriza de alguna manera, al menos pasar de los buenos días y corroborar que deseaba ser penetrada por mí. Tenía ciertos indicios de que así era, pero seguía dudando. Para nada me preocupaba lo que el desquiciado señor Golpin pudiera hacer en venganza por haberme tirado a su esposa, pues, si algo así acontecía, siempre saldría yo ganando. Necesitaba idear la manera de solicitar algo más allá de meras formalidades y saludos, de llamar su atención y de inmiscuirme en sus pensamientos. Probablemente podría hacerlo a través del dinero, ya que ella y su mugrosa hija parecían sufrir siempre por ello. Esto no me extrañaba dado que el señor Golpin debía malgastar su quincena en los burdeles y las gordas taiboleras con las que cometía quién sabe qué actos sexuales tan exóticos. En fin, era cuestión de animarme y hacerlo.

Decidí dejarme de tonterías y regresar a mi departamento en aquel condominio nauseabundo. Antes de ir a mi habitación y recostarme par leer alguno de los últimos libros que había comprado en la semana, pasé a la tienda para comprar unas golosinas. Casualmente, cuando estaba a punto de entrar al vomitivo condominio, alguien abrió la puerta y me sobresalté al percibir que eran Akriza y su raquítica y maloliente hija. Me miraron y, tras haber intercambiado un forzado saludo de buena noche, salieron en dirección a la panadería. Me quedé ahí y pensé que, si hoy no conseguía hablarle, nunca lo haría. No sé qué especie de convicción insana fue la que se apoderó de mi cordura en aquellos momentos, pero retiré la llave de la puerta y decidí seguir a la mujer que con tanto fervor deseaba.

Decidí proseguir y seguirlas hasta la plaza de la colonia, donde fueron a sentarse y la funesta niña se abalanzó de inmediato sobre unas palomas torpes que picoteaban insensatamente el suelo, en busca de migajas o cualquier cosa. Jicari no dejaba de gritar como una maldita aberración y saltaba demencialmente de un lado a otro con su putrefacta dentadura, esparciendo su mugre y contaminando el aire. Noté que había pocas personas realmente en aquella plaza a la cual rara vez asistía porque precisamente era el lugar donde los padres iban para que sus asquerosas criaturas perdieran el tiempo y conversar sobre chismes y bagatelas. Pero la concurrencia, a pesar de ser domingo, no era tanta como yo esperaba, en parte pensé que esto se debía a la latente posibilidad de lluvia.

Colegí que sería el momento idóneo para acercarme y conversar con Akriza. Si la sucia Jicari se acercaba, podría otorgarle alguna golosina para que nos dejara en paz y se largara a molestar a las palomas. El único problema era si algún conocido del condominio nos miraba juntos, pues la gente realmente se inventa chismes y habladurías de cualquier calaña con tal de apaciguar su tediosa vida. Es una lástima que los humanos vivan más preocupados por enterarse de la vida de otros que por la propia, pero qué se le va a hacer. Cuando ya me había decidido, y cuando casualmente la pestilente Jicari se había largado a recoger piedras con otros niños vagabundos, mi plan fracasó. Ya había yo salido de la pared donde me escondía y caminado unos cuántos pasos hasta quedar de espaladas a Akriza cuando, inesperadamente, una sombra se me adelantó y se colocó junto a ella. Era la señora Faki, madre de Virgil y dueña de la cocina barata donde a veces comía.

No tuve más opción que rendirme y hacer como si estuviese recogiendo un objeto del suelo, puesto que las dos mujeres viraron y creo que sospecharon algo, pero me alejé raudamente y sin dar muestras de mis intenciones. Lo único que me faltaba era que aquella cerda, la señora Faki, se apareciera para platicar con Akriza, como lo hacían en el parquecito frente al condominio. Mi plan estaba momentáneamente arruinado, pero no renunciaría tan fácilmente al coloquio con la inspiradora de todas mis fantasías. Por lo tanto, reflexioné y me parapeté nuevamente, a la espera de que la charla culminara pronto. Me pareció, no obstante, que transcurrió una eternidad hasta que, al fin, Akriza se levantó y llamó a Jicari, tras lo cual se despidió de la señora Faki y partieron de vuelta al condominio. Al menos así lo creía yo hasta que se detuvo en una tienda de antigüedades donde se rumoraba que el encargado, un viejo exguerrillero y depravado senil contaminado con sida, vendía LSD.

La lluvia se avecinaba y las gotas, aunque ligeras, comenzaban a incrementar en intensidad. Esperé un poco, pero me desesperé de inmediato. Tenía un extraño presentimiento y, tras veinte minutos parado en medio de la lluvia, que por momentos arreciaba, decidí entrar a la tienda de antigüedades para enterarme de lo que ocurría. Si Akriza o Jicari lograban reconocerme, no sería extraño pensar que, de nuevo, la casualidad nos había colocado en el mismo sitio por tercera vez en menos de una hora. Además, existía la posibilidad de voltearme precisamente cuando ellas salieran y así evitar cualquier sospecha.

Entré sin más dilación y quedé cautivado por las reliquias que aquel decrépito sujeto mantenía con tanto cuidado en sus vitrinas. Había toda clase de curiosos objetos y de instrumentos bonitos y vetustos. Indudablemente se debía tratar de un coleccionista sin igual que, durante todos los años de su absurda existencia, había conseguido amalgamar tan curiosos elementos. La oscuridad era evidente y me costó trabajo dilucidar la pequeña silueta que se mantenía recargada en lo que parecía ser la mesa de cobro, era Jicari. Al mirarme, sonrió con sus putrefactos dientes y me indicó que guardara silencio. Me acerqué un poco más para interrogarla.

–Hola, pequeña. ¿Cómo estás? ¿Qué haces por aquí? –pregunté en voz baja y con una curiosidad incipiente.

–¡No hagas ruido o nos escucharán! Podríamos interrumpirlos en su juego –replicó con un temor excesivo.

–¿Juego? ¿Escuchar? No entiendo de qué hablas, explícame –solicité, asomándome un poco para intentar ver.

–¡No! ¿Qué crees que haces? –chilló mientras me jalaba para retroceder–. Veo que no sabes que a momi no le gusta cuando alguien la espía mientras juega.

–Sigo sin comprender, ¿en dónde está tu mamá? ¿Es que acaso…? –inquirí sin completar mi pregunta, pues una sola idea fulminó mi mente.

–Bueno, yo nunca veo a momi jugar, pero sé que se divierte bastante, o eso siempre dice. También me ha comentado que, cuando yo sea mayor, deberé ser muy buena jugando si es que no quiero terminar como ella.

No estaba plenamente seguro de que mi idea fuese cierta, pero ya había llegado hasta allí y no me detendría. De manera automática mi mente trazó un plan macabro que podría seguir para conseguir mis objetivos a pesar de lo que estuviese ocurriendo ahí dentro. A como veía las cosas, lo primero sería convencer a la pringosa Jicari de que yo debía ver a su momi jugando, pues solo así permanecería tranquila sin alertar de mi presencia a su madre y a aquel viejo aprovechado. Colegí que sería suficiente con un ligero sermón y unos cuántos caramelos que, por suerte, todavía traía en mis bolsillos.

–Escúchame. Te llamas Jicari, ¿cierto? –le dije calmadamente, colocando una paleta de fresa entre sus callosas manos–, pues necesito urgentemente comprar algo de la tienda y debo hacerlo ya. De otro modo, ¡alguien en mi familia podría morir!

–¿Qué es lo que está diciendo, señor? ¿Alguien podría morir? Pero ¿cómo?

–Sí, tal como lo escuchas –asentí mostrándome afligido sobremanera y sosteniendo su mano huesuda y sucia–. En caso de no adquirir hoy cierto artefacto que solo en este lugar venden, una persona muy cercana a mí morirá…

–¡Qué terrible! Yo no quiero que nadie muera ni sufra. Entonces intentaré llamar a momi para que deje de jugar y usted pueda comprar lo que tanto requiere.

–Entonces ¿momi juega con el encargado de este lugar? –pregunté solo para corroborar mi funesta teoría sobre lo que “jugar” significaba verdaderamente.

–Así es, momi siempre necesita jugar, pues, de otro modo, tiene un carácter de los mil diablos, y se la pasa encerrada en el baño haciendo ¡quién sabe qué cosas!

–Ya veo, es eso –balbucí, pensativo–. Pero tú no debes molestar a momi, yo personalmente me encargaré de llamar al viejo para que me consiga lo que deseo.

–¡No! ¡Usted no debe entrar! ¡Nadie debe molestar a momi o sino…! –expresó aterrada.

–Si no, ¿qué? ¿Acaso pasará algo tan terrible? O ¿por qué te pones así?

–Es que momi siempre me encarga que nadie la moleste mientras ella juega y yo…, temo desobedecerle, porque, de ser así…

–No te preocupes, en verdad yo me encargo –comenté con más confianza y notando que Jicari temblaba con la misma intensidad con que apestaba–. Te haré una promesa, solo entraré y tomaré lo que necesito sin molestar a momi con sus juegos, ¿qué te parece?

–Yo… no estoy segura –contestó tras elucubrar unos segundos, luego pareció asentir con la cabeza–, pero, si es así como usted lo plantea, entonces momi no se enojará y todo estará bien.

–Bueno, entonces ya está decidido, entraré y tú esperarás aquí sin gritar ni realizar algún movimiento, ¿cómo ves?

–Me parece que no hay inconveniente, solo tenga cuidado. A momi usualmente le disgustaría si usted la ve mientras juega… –susurró en un tono extraño con su vocecita odiosa.

–Déjamelo a mí, verás que saldré de ahí en menos tiempo de lo que piensas. Solo necesito aquello, y luego me iré.

–¡Espere un momento, por favor! –gritó de pronto, incomodándome al imaginar que se había arrepentido y que podría delatarme–. Si usted tuviera otra de esas deliciosas paletas de fresa, se lo agradecería tanto.

–Desde luego. Aquí tienes, tómala –contesté extendiendo mi mano para otorgarle la última de las paletas en mi bolsillo–. Ahora vuelvo, mantente quieta.

Me escabullí silenciosamente a través de la entrecerrada puerta hacia unos escalones pestilentes que subían en espiral y terminaban en un pasillo igual de fétido. El lugar era de una antigüedad bárbara, haciendo honor al local de la planta baja. ¡Quién sabe cuánto tiempo tenía desde la última remodelación! Me centré en hallar a Akriza y contemplar sus supuestos juegos, y, aunque esto me excitaba, también hacía que mi corazón palpitara tremendamente.

Si en aquellos instantes el viejo me encontraba, era hombre muerto, pues no iba armado y él interpretaría mi intromisión como un robo. Por suerte, me era indiferente seguir vivo o estar muerto, y abandoné tan insulsas reflexiones para luego avanzar sigilosamente por el asqueroso pasillo hasta que comencé a escuchar un sonido proveniente del último cuarto. Sabía, gracias a los chismes locales, que el viejo rabo verde siempre molestaba a las jovencitas o a las señoras maduras con proposiciones indecorosas y que vivía solo desde hacía algún tiempo, por lo cual no corría peligro de ser molestado por alguien más, con lo cual mi huida también se vería bastante beneficiada.

Conforme me acercaba al último cuarto, mi teoría se confirmaba cada vez más. Y, cuando al fin estuve a unos cuántos metros, noté que la puerta estaba cerrada y que una ligera abertura me permitiría fisgar todo lo que en el interior estuviese ocurriendo. Al principio dudé, aunque me convencí de que no podía flaquear ahora. ¿Qué era, de cualquier manera, lo peor que podría ocurrir? Sin saber por qué, mi corazón parecía estallar, pero me controlé. Cansado de mi inutilidad, me lancé hacia la abertura y, aunque tenía una vaga idea de lo que vería, la escena me sorprendió mucho más de lo que debería. Ahí, sentado en un sillón de aspecto bastante incómodo y pringoso, se encontraba sentado el viejo asqueroso, con su cosa erecto y una expresión de placer delirante en su rostro, mientras se contorsionaba repugnantemente. Y junto a él yacía Akriza, con sus enormes tetas fuera del vestido y rebotando de un lado a otro, en tanto se inclinaba para succionar el miembro de aquel viejo ominoso.

Permanecí como hipnotizado mucho más de lo que hubiera deseado, pues mis ojos solo podían mirar aquellas monstruosas y descomunales tetas con sus pezones mucho más puntiagudos de lo que hubiera imaginado. Además, Akriza saboreaba la cosa de aquel viejo como si verdaderamente lo disfrutara, pues miraba su rostro y no parecía haber ni un solo rastro de asco o algo parecido, sino únicamente el vivo reflejo del delirio y la complacencia.

Dado que ellos estaban de lado, logré atisbar cada detalle de la increíble e inefable succión que Akriza le proporcionaba al infame anciano. Lamía ambas bolas con majestuosidad y después, con la punta de su lengua, rozaba la cabeza y la abertura. Luego se alocaba y lo introducía todo de golpe, incluyendo las bolas, tras lo cual parecía vomitar y tosía demasiado. En determinadas ocasiones, el miembro del viejo debía entrarle hasta lo más profundo de la garganta, pues en sus cachetes atisbaba las bolas mismas. El viejo, colegí, debía haberse tomado algunas pastillas azules antes del acto, pues no era concebible que su cosa estuviese tan erecta a esa edad. No importaba, no podía dejar de mirar las divinas tetas y los cósmicos pezones de Akriza, que se revoloteaban de un lado a otro hasta que entre ellos se incrustó el miembro del asqueroso senil.

En esos precisos instantes sentí una explosión en mi interior, un calor como ningún otro fluía por todo mi cuero y mi sangre hervía como nunca. Noté que mi cosa estaba también erecta y pensé que podría entrar ahí y follarme a Akriza si no fuese por aquel viejo, pero ahora él había ganado y yo debía esperar una mejor oportunidad, la cual seguramente tendría dadas todas las preguntas que ahora flotaban en mi cabeza. Pero esto fue interrumpido por una especie de diálogo que no logré escuchar dado que solamente musitaban, pero inferí que algo había acontecido para suscitar una posible disputa.

Akriza parecía reclamar algo al viejo mientras se alzaba el vestido, con lo cual noté que no usaba nada debajo, sencillamente su vagina se hallaba desprotegida y esperando ser cogida bajo aquella sedosa tela rojiza. Se había colocado en cuatro y no entendía por qué maldita razón aquel viejo estúpido no la follaba como a una vil perra, hasta que miré detenidamente y noté que su inservible cosa estaba flácida y caída como un espagueti cocido. No pude evitar desternillarme y casi se me escapa una carcajada diabólica, pero me contuve recordando mi situación. Era simplemente una burla, un sacrilegio que aquel viejo ridículo no pudiese penetrar a Akriza, quien estaba absolutamente puesta para que le destrozara el rabo. Y yo ahí afuera, tan solo mirando y masturbándome al contemplar el inigualable y magnificente culo de aquella madura ansiosa de fornicar. No podía resistir las ganas de patear la puerta y arremeter con violencia hasta correrme como un demente adentro aquella zorra.

Pero no, debía tranquilizarme y ponderar de mejor manera mis posibilidades. Todavía no era el momento adecuado para desflorar el magnífico rabo y el jugoso coño de Akriza, necesitaba un plan. Decidí esperar, puesto que no parecía que fuesen a salir pronto, aunque no dejaba de masturbarme tan violentamente como podía. Observé que el ridículo e impotente viejo entraba al sanitario con una caja de medicina, posiblemente más viagra. Entonces la mujer de mis fantasías comenzó a tocarse como una auténtica loca, gimiendo de tal manera que todos en la calle debían escucharla. Pensé entonces en la asquerosa Jicari y su odiosa cara de simio, en cómo debía haber palidecido en aquel momento tras escuchar cómo su madre supuestamente era cogida como la vil perra malparida que era, aunque la realidad fuese otra. Sin embargo, también barrunté que aquella blasfema pringosa debía ya estar consciente de lo que su golfa momi hacía, y por ello lucía tan espantada y hablaba de un juego y no sé qué otras tantas babosadas.

Como sea, me concentré en Akriza y en sus diabólicas tetas, que me parecían las más divinas y exquisitas de entre todas las tetas naturales, pues debían serlo. Y ¡ni qué decir de sus caderas tan anchas, su cintura reducida, sus piernas gordas y ese rabo inenarrable que añoraba lamer y destrozar! En mi alienación y lujurioso delirio, pensaba que Akriza debía haber sido una diosa en otros reinos o al menos una reencarnación de la mismísima Afrodita, pues era absolutamente innatural que una mujer poseyera tan perfectas curvas y proporciones, pero lo era. Y, entre más la observaba, más descaradamente se tocaba aquella zorra caliente, y con mayor intensidad sus gemidos resonaban, seguramente desconcertando a cuantos infortunados pasaban a aquella hora por la calle, aunque no serían tantos considerando que la lluvia había arreciado un poco durante los últimos minutos.

Al fin, Akriza experimentaba múltiples orgasmos, y un chorro, como fuente, brotó de su enorme coño peludo, pero luego vino otro y así hasta que perdí la cuenta. Debía estar al borde del delirio aquella perra, y nuevamente mis deseos absurdos de entrar y hacerla mía, de correrme en su interior y preñarla, se hicieron latentes. Pero me resistí, no sé cómo ni por qué. A aquel viejo ridículo lo hubiera vapuleado de haber intentado detenerme. Lo que más risa me daba, además de su importancia, eran sus ojillos y su barba que parecía de chivo. En fin, decidí esperar hasta que alguno de los dos se dirigiese a la puerta.

Entonces el viejo estúpido salió del baño, tal vez envalentonado por la pastilla azul o verdaderamente excitado milagrosamente gracias a Akriza, pues su cosa estaba erecta y su rostro ansioso de penetrar. Para mi sorpresa, la ardiente zorra no permitió que esto sucediera y se arrojó sobre su cosa para chuparlo y jalarlo de manera precipitada, como si quisiera arrancárselo. Yo sentía no resistir más y, cuando miré cómo el inútil anciano se corría abundantemente en la boca, rostro, tetas y abdomen de Akriza, me corrí también manchando el suelo y, dado lo apretado de aquel pasillo, arrojando un poco de semen hacia la calle mediante una ventana abierta.

No pude evitar seguir con la cosa erecta cuando vislumbré cómo Akriza se tragaba y saboreaba con majestuoso deleite el rancio esperma de aquel viejo, procediendo a lamer lo que le había quedado embarrado en la punta del miembro. La imagen de Akriza, con su vestido rojo levantado y sus tetas salidas, toda bañada de semen y gimiendo como una maldita e invariable zorra, era algo con lo que podría jalármela de por vida, pero deseaba más. Comprendí que el acto no terminaría ahí, pues el viejo entró de nuevo al baño con otra pastilla azul. Y, cuando salió, se inclinó de tal manera que Akriza comenzó a chuparle el ano mientras se metía el mango de un sartén en el suyo.

Medité si quedarme a contemplar lo que acontecería después, pero decidí que no, sería mejor aprovechar la oportunidad y largarme mientras ellos continuaban “jugando”. Además, mis planes eran otros, e inevitablemente terminaría cogiéndome a Akriza tarde o temprano. En verdad me resultaba imposible no desearla y ahora mucho más, quería poseerla cuanto antes y eyacular en su vagina para preñarla, pero debía esperar. Todo marcharía mejor si me iba de aquel pestilente lugar y me llevaba conmigo a la deplorable Jicari, pues aprovecharía para interrogarla y averiguar más detalles sobre su momi y su siniestra forma de “jugar”.

Además, no fracasaría en absoluto, pues cuando Akriza regresara tendría el pretexto perfecto para entablar diálogo con ella usando a Jicari como intermediario, argumentando que la había hallado caminando en solitario bajo la lluvia y la había guiado hacia el condominio donde sabía que vivía en un piso más arriba que yo. Aquel cuento sería ideal para ganarme la confianza y la gratitud de Akriza, y, en adelante, podría resultarme más fácil indagar y discernir ciertos aspectos hasta llegar a follármela.

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El Extraño Mental


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