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El Extraño Mental XLVI

Sin pensarlo dos veces, entré en los sanitarios y busqué aquel donde debía encontrarse Denis, o Akriza, mejor dicho. Ahí estaba, con el ano y la vagina más abiertos que nunca y todos batidos de esperma. Cuando me vio se puso hasta pálida y quiso hacer mil preguntas, quiso indagar cómo la había encontrado y cómo es que estaba en el momento exacto en aquella realidad, una que ahora ya no solo pertenecía a ella. Sin embargo, en lugar de un tropel de palabras sin sentido y de gritos cervales, fue el silencio el que imperó por completo. Lo único que hacíamos era mirarnos, y creo que, en mis ojos, ella podía presenciar que yo no era el mismo que conocía. Así es, yo ya no era el sujeto que tantas veces había rechazado porque sentía que amar era tan aburrido como existir. Y, ¿cómo olvidarme de Virgil?, cuyo cadáver seguramente seguiría descomponiéndose en el baño de mi departamento.

¿Acaso lo encontrarían pronto? ¿Acaso no era “eso” que yo contemplaba en el interior de Akriza la culminación de una existencia absurda? ¿No era lo mismo que experimentó la señora Faki cuando devoró a aquellos niños? ¿No era la misma situación que aquella tarde cuando vi a Jicari arrojarse al río y terminar con su miseria? ¿No era igual que esa noche donde Arik y Selen Blue me impulsaron a cometer toda clase de aberraciones sexuales para luego desaparecer por completo? ¿No era tan parecido todo a la tristeza infinita que había acabado por desquiciar al señor Volmta quien también se había ido de mis recuerdos hasta ahora? ¿Y no era todo aquello, al fin y al cabo, solo el resultado de un ser que jamás debería haber existido? ¿No era solo otro extraño sexual y suicida el que me había besado para liberarme de este mundo en mi actual estado de percepción? ¿No era el observador el que terminaba por determinar su realidad y deformarla tanto como su propia imaginación se lo permitiese? O ¿es que yo realmente nunca había vivido? ¿Es que acaso no había sido consciente jamás de que yo ya no podía morir eternamente? Y todo era tan solo porque yo…

Pero ya todas estas reflexiones sin sentido se desvanecían cuando me encontré con algo jugoso y delicioso. Era la vagina de Akriza totalmente abierta para que yo la lamiera hasta que se me pudriera la boca. Entonces besé a Akriza y ella no se opuso, al contrario. Parecía ser algo que deseaba desde hace eones, desde el primer día que nos conocimos ¿Cómo pude haberlo olvidado? Yo había soñado a Akriza, había sido la primera persona que había conocido fuera y dentro de mí. Y, sin embargo, hasta el día de hoy la había olvidado. Ella nació cuando Melisa murió, y comprendía que el suicidio había sido la llave, que la muerte podía ser la clave para desenvolver la esencia de la verdad. Yo había soñado a Akriza, la había amado más que a mí, y eso le había dado el poder de devorarme sin que lo notase. Lo había hecho con cada uno de los elementos que descubría en mi vida, con cada uno de los seres que habían rozado mi destino.

Así, la penetré y también supe que, luego de ello, no necesaria más mi miembro, que también se pudriría como mi boca. Y, posteriormente, todo en mí lo haría. Ya no me necesitaba, ya no requería de mí para existir. Ahora solo quedaba la nostalgia de una muerte que no me pertenecería, de una concepción sumamente suprema que jamás haría mía. Este era el clímax del orgasmo de mi existencia, la entrada en la puerta de los desolados, en la vagina que daba nacimiento a una infinidad de posibilidades de entre las cuáles el yo que se había impuesto había podido elegir solamente una. Sí, tan solo una era la verdad en la que había querido creer. Y es que realmente no tenía opción, nunca la tuve, de hecho. Si no hubiese hecho esa elección, la única posible para mí, entonces todo, verdaderamente todo habría sido consumido por el vacío. Y, cuando sentí cómo mi miembro arrojaba el esperma dentro de la vagina de Akriza, cómo casi depositaba en ella algo más que un simple fluido, comprendí que yo era dios en el poema suicida del cual nunca había aceptado ser autor ni mucho menos protagonista.

Tan solo unos segundos después de haberme corrido noté que Akriza me miraba con impaciencia. Era tan hermosa. Me encantaba saber que, al fin y al cabo, podía volver a hundirme en los brazos de Melisa, en la boca que una vez desgarró mi carne para liberar la deidad a través de cuyas alas tendría que volar eternamente hasta divagar en la noche de las penumbras idílicas, hasta la noche en la que estaba condenado a descubrir el sentido del sinsentido. Entonces, presa de una ira y una locura que ni yo mismo comprendía, busqué en mi bolsillo absolutamente seguro de que encontraría un cuchillo. Así fue, así era como yo debía matar mi origen y mi fin. Lo sostuve con fuerza y di la primera puñalada justo en el lugar donde acababa de derramar mi esperma. Luego vino otra y otra, y lo hacía de tal manera que también yo saliera lastimado.

Mi mano estaba toda cortada y esto me hacía mucho bien. Akriza solamente sonreía y no cesaba de repetir “te amo con todo mi ser, pero es la verdad la que lo tergiversa”. Decía lo mismo una y otra y otra vez. Y, en tanto lo comunicaba a mi mente, yo la besaba como jamás a nadie había besado. La besaba de la manera en que, minutos antes, la transexual con mi rostro me había enseñado. No había ninguna señal de dolor, ni el más leve síntoma de sufrimiento, pues todo era bueno, bonito y espiritual. Y. entre más tiernamente la besaba, más violentamente apuñalaba su vientre. Cuando al fin se calló despegué mis labios de los suyos y comencé a golpear con fuerza su rostro hasta que quedé satisfecho. Finalmente, me incliné y no me tomó tanto tiempo devorar gran parte de sus entrañas. ¡Era como darse un festín con la vida y la muerte combinadas en un solo punto! Además, como todavía faltaba un poquito para el nuevo mundo, aún no quería parar. Así que, para completar mi acto y sin dejar de sonreír, me corté el pene y me lo comí.

No había molestia alguna ni más dolor, sino que todo era paz y amor. Salí del sanitario y me miré en el espejo. Pensé que no tenía sentido ya engañarme, que todo había terminado sin haber comenzado nunca, no en el exterior. Esto me causó una increíble tristeza, así que lloré como jamás en mi vida. Sí, lloraba tan solo por hacerlo, sin requerir de un motivo que analizar, sin una realidad qué perseguir y sin un alma que conservar. Y, tras el amargo llanto, reí como un maldito alienado. Reí sin parar, desgarrándome la garganta y golpeando mi reflejo en el espejo como un poseído. Todo me sangraba, la existencia misma se despedazaba con cada golpe que daba en mí, con cada puñetazo que sentía rebotar en mi pecho. Comprendí que primero había llorado porque, en el fondo, nadie puede existir sin amarse por encima de todo. Y luego me reía porque, a su vez, también sabía ahora que el suicidio no era sino el comienzo de un nuevo sendero cuya iluminación era la sombra de mi corazón. Reía porque creía haber asimilado que una vida humana como la mía siempre tendería a la autodestrucción, pero que, irremediablemente, una fuerza desconocida impedía el último grado de la perfección. Y, por último, reía porque yo siempre había tenido razón. ¡Así es, siempre y por encima de todo! Ni un solo momento había dudado de la verdad que todos se negaban a aceptar, de la mentira que ahora se me mostraba como una afrodisiaca poesía en la demencia de un universo que ya debía colapsar.

Cuando dejé de reír como un trastornado, y cuando mis manos comenzaron a pudrirse también, cuando mi corazón suplicaba por dejar de latir y mi mente se arrodillaba ante la ilusión de morir, tomé el valor suficiente para abandonar la instancia final del gran viaje y unirme con el portal de la reflexión sublime. Había tantas cosas que siempre había ignorado, y que, aun ahora, desconocía, pero que poco a poco llegaban a mí como pequeños símbolos de un nuevo despertar, de un nuevo orden cósmico en mi nueva, etérea y efímera no-humanidad. Lo último que escuché al salir fue un ruido abismal, casi como un disparo acompañado de un zumbido sepulcral. Era casi como haber nacido de nuevo y aún seguir vivo en alguna especie de estúpido vómito que solía conocer como “mi realidad”. Creo que caí, pero no choqué con el piso, solo sentí la sangre fluyendo de mi cabeza y mi cerebro revoloteándose. ¿Realmente una bala había atravesado mi cráneo? ¿Era ese el momento final de tan extraño viaje sin sentido al lugar en el cual nunca deseé estar?

Me despertaron los constantes murmullos que no cesaban de penetrar mi cabeza. Era yo de nuevo, restaurado, más joven que nunca, con todas las facciones físicas y la perfección absoluta en cada aspecto de mi ser. Lo sabía sin siquiera mirarme, sin recurrir a los espejismos que había utilizado para olvidarme de quién era yo en realidad. Y creo que suspiré y me sentí feliz, pero… algo no andaba bien. Cuando levanté la mirada observé, sentados en un jurado frente a mí, a un grupo de personas. Me costó un poco recordarlos, pero aún conservaba gran parte de mis recuerdos. Donde sea que me encontrase seguía siendo, en gran medida, yo. Ya no podía postergarse más el encuentro, pues ante mí tenía a los misteriosos encapuchados que tanto me habían hostigado en los últimos días. Además, la música del sueño árabe era más avasallante que nunca. Y, por si fuera poco, en aquella cúpula de geometría no euclidiana pasaban, como si fuesen arrastradas por una fuerte corriente de viento, algunas de las frases tan extrañas que jamás había comprendido hasta entonces: “la sonrisa de la muerte”, “la marca de la dualidad”, “cuando la oscuridad haya devorado por completo a la luz”, entre algunas otras.

–Bienvenido, mi amigo. ¡Sí, tú! El que sirvió para la prueba inminente de la existencia simulada, ¿cómo te sientes ahora? –afirmó el encapuchado del centro, cuya voz reconocí de inmediato como la misma que la del sujeto quien me había entrevistado en el hospital.

–¿Yo? ¿Prueba de existencia qué…? No entiendo de qué me hablas –respondí, notando que tenía y a la vez no una esencia carnal.

–Eso es natural, mi amigo. Los humanos son seres cuyo entendimiento es demasiado limitado. Pero tú, ciertamente, has cumplido bien los planes. No cabe duda de que la agenda proseguirá, pues nos has mostrado el resultado inevitable de una desviación en la conducta ordinaria.

–Vaya, parece que ya nos conocíamos. ¿Ustedes son los que me han estado molestando todo este tiempo? Y tú eres ese sujeto en el hospital, ¿no es así?

–Dicen que la memoria puede perdurar aún después del último impacto, pero veo que incluso se extiende. Aunque, cabe resaltar, dentro de poco pasarás de ser “el observador” a ser “el observado”. De hecho, siempre lo has sido. Lo único que hicimos fue darte una ilusión de libertad, una breve y momentánea sensación de existencia, una pizca de realidad en la infinitud del todo. Y temo decirte que te equivocas, nosotros no te hemos molestado. Solo hicimos lo que nos atañía desde un principio: cuidar de ti. Eres un caso extraño, aunque no por eso superior. Nos llamó la atención el rechazo y el odio que emana de tu ser hacia aquello que debías amar. Por eso alteramos el proceso y suplantamos el nivel ordinario de consciencia por otro donde pudieras proyectar e interactuar con las imágenes de tu interior.

–Entonces ¿nada fue real?

–Yo no lo diría así. Todo es y no es al mismo tiempo. En realidad, no existe ninguna interrogante, ningún sentido, como bien lo habías supuesto antes. La idea de una respuesta absoluta no es sino una quimera que hace existir todo cuanto percibes. No obstante, solamente serás capaz de percibir lo que tú quieras, lo que vislumbres desde tu origen, mismo que jamás coincidirá con el de nadie más. Existen tantas realidades como formas de existencia, lo cual nosotros llamamos el equilibrio del vacío. Te estarás preguntando seguramente por qué estás aquí escuchándome hablar cosas que no pueden alterar el proceso. Bueno, no hay una razón en especial. Ya te lo dije, todo es energía. La tuya simplemente vibraba en un ritmo diferente, pero no por eso mejor o peor. Una variación mínima que alteraba la realidad común para el resto. Una anomalía que, si bien estaba presente en muchos otros, en ti era ligeramente más extraña. Y, cuanto más tiempo pasabas en la existencia, experimentabas mayor disgusto. Así que, como ves, nosotros solo aprovechamos las circunstancias. No podíamos permitir que alteraras la realidad de los otros, pues eso iría en contra de la gran ley. Un observador no puede cambiar sino su propia perspectiva. Sé que esto es confuso, pero creo que lo entenderás con el “tiempo”. Hay imposiciones en el mundo humano, adoctrinamiento y manipulación por parte de ciertas entidades, pero en el fondo solo pueden desconfigurar los aspectos más básicos de la compleja mente no-humana. No obstante, está dicho que las personas deben amar la vida, y lo hacen a tal grado que ni siquiera se cuestionan si la merecen o no. Es fácil solo vivir y ya, como un robot que no entiende nada de su origen ni de su fin, pero que se limita a cumplir órdenes. Así son los humanos, y sé que tú concordarás conmigo: son seres repugnantes y absurdos cuya existencia está condenada a ser miserable y opuesta al camino de la iluminación. Pero es difícil que ellos comprendan, casi imposible. No tienen lo que se necesita, han renunciado a la lucha por la verdad. Y es que, aunque esta no exista, no significa que no deba buscársele.

–Bien, creo que te sigo un poco. Sin embargo, aún no me queda claro qué papel es el que desempeño yo en todo esto. ¿Acaso soy solamente producto del azar?

–Te diré un secreto: el azar no existe. ¿Cómo puede ser posible? Estoy seguro de que ahora creerás que intento jugar contigo, pero no. El azar es solo otra entidad, otro fantástico e intrincado sostén para una endeble caterva de atemorizados seres. Tan irreal y real a la vez como dios y el paraíso, así se comporta también el azar. Todas esas palabras van de la mano: azar, destino, casualidad, coincidencia, tiempo… Y ninguna tiene el más mínimo sentido sino en una perspectiva tan limitada como la de ustedes. Si tú crees que existes, entonces así será. Si tú crees que eres producto del azar, ¿quién puede probarte que no? Mil verdades podrían ser tan ciertas como falsas, pero nunca terminarían por darle sentido al enfoque desde el que otros miran. Tanto a ti como a mí nos enferma existir, pero ¿acaso comprendemos qué es existir? ¿Crees que vivir es igual a existir? ¿Crees que la muerte es el símbolo de la salvación en un universo rechazado por enfermos como tú?

–Yo solo creo que jamás debí haber existido.

–No puedes probar que lo has hecho. No puedes probar nada más allá de ti, de lo que has elegido para transformarse en tus posibles ojos. Todo siempre dependerá del marco de referencia en este segmento de múltiples caras.

–Es curioso saberlo. ¿Cómo puedo confiar en ti entonces? ¿No se aplicaría un principio similar ante tus afirmaciones?

–Porque, ante todo, yo puedo saber lo que tú solo dudas. Yo tengo una respuesta más aproximada dentro de la total incertidumbre que impera en la existencia.

–Pero ¿quién eres tú?

–Eso es exactamente lo que tendrías que haber preguntado desde el inicio, porque así no habrías tenido que escucharme. Observa bien –y señaló hacia el techo.

–Y ahora ¿qué es eso?

El techo se abrió y mediante una especie de portal cuyo interior, por algún motivo, no me era desconocido, vi transcurrir la existencia misma. Me pareció bastante llamativo que en el comienzo todo fuera luz y no oscuridad como siempre decían los supuestos expertos en el tema. Luego, poco a poco y hasta nuestro días, la oscuridad parecía ir devorando a la luz. Entendí entonces, por una especie de rara telepatía, que la misión de aquella enigmática secta era evitar que desapareciese por completo la luz. Pero ¿cómo conseguirlo? ¿Cómo lograr la iluminación, no solo de la especie humana y de su mundo, sino de todos los que coexisten paralelamente en el eslabón perdido del tiempo y el espacio? Me daba cuenta también de que tal vez todo lo reducía a la forma de pensar que conocía. ¿Qué hacer sino? ¿Cómo expandir mis capacidades más allá de mi propia naturaleza? Vi tanto dentro de ese portal que ya ni siquiera podía saber el grado de locura en el que me hallaba. Sobre todo, observé la historia tal y como había ocurrido, sin ningún tipo de alteración, y me pareció que realmente la humanidad jamás debió haber existido. Al final, en la convergencia de todos los sucesos y los destinos de la infinita combinación de posibles mundos, se me mostró como en una etérea y sublime pintura la deidad hermafrodita que yo había visualizado en el espejo de Ilusiones Ataviadas. Tan divina era su contemplación que mis lágrimas y mis risas brotaron espontáneamente y al mismo tiempo. Me hallaba igual que después del suceso con Akriza: llorando y riendo como un demente, todo batido de sangre y vomitando.

–Bien, ha sido suficiente. Respecto a qué o quiénes somos, sería absurdo decírtelo, pues es algo que tú ya sabes, que es evidente para el ojo perspicaz de su propia verdad. ¿Acaso no está del todo claro? Yo pensaba que sí, ¿qué se le va a hacer?

–Creo saber por qué estoy aquí, pero quisiera entender si todo esto ocurre solo en mí.

–Sí y no. Ocurre y no al mismo tiempo. Y precisamente estás aquí porque tú eres uno de los que portan la marca, de los que pueden entenderlo… Si yo te dijera que todo lo que has experimentado desde que tienes consciencia de existir es falso, entonces ¿qué te quedaría? ¿No lo ves? La irrealidad te ha salvado, lo que siempre has repugnado es lo mismo que te ha permitido formular el juicio de tal repugnancia. Sin la ilusión de existir, ¿qué te quedaría por hacer?

–Pero entonces la existencia verdaderamente siempre será absurda.

–Jamás lo negué. Si así lo crees conveniente, así acéptalo.

–¿Qué le da sentido a la existencia? Quiero saberlo.

–Y ¿crees que yo puedo respondértelo? Nada, nada se lo da. Solamente se trata de un cambio de perspectiva para existir sin comprenderlo. Tú ya sabes la respuesta, ¿no es así? Siempre lo has entendido…

–Entonces era cierto… ¡el suicidio!

–Cuando más desesperado se encuentra un pobre espíritu agonizante es cuando se obtienen las mejores perspectivas del ser. El suicidio, si se consuma tras una palpitante y prolongada agonía y desesperación, puede iluminar un poco el lugar donde la luz ya ha sido completamente devorada por la oscuridad.

–Y ¿si me mato solo porque estoy fastidiado y aburrido de existir?

–Entonces tendrás posibilidades de evolucionar, el hastío de existir es una propiedad solo saboreada por muy pocos, y dentro de esos son menos los que pueden disfrutarlo por completo.

–No sé, solo me siento extraño. Quisiera existir, pero lejos de aquí, tal vez en otro universo, en otro ser que no fuese yo.

–Bueno, las lamentaciones ya han quedado atrás. Ahora es tiempo, mi amigo. Ha llegado a su fin esta obsesiva y dolorosa situación. Nosotros solamente somos guías del experimento, pues cuando lo supimos ya estaba iniciado. Esto es, nosotros no te introducimos en ti ni tampoco moldeamos tu esencia. Hay algo más que deberías saber: el suicidio no podrá acabar absolutamente con el odio que sientes hacia la existencia, mucho menos disipará la amargura de ser tú mismo.

–La existencia nunca fue más nauseabunda que ahora, pero creo que, después de todo, pude llegar a apreciar los contornos de aquellos labios que siempre me susurraron ideas raras de autodestrucción.

Cuando terminé de expresarme, el portal que centelleaba en el cielo se tornó apocalíptico y comenzó una auténtica lluvia de un líquido viscoso y negruzco que derretía las paredes del sitio donde me encontraba. Y luego, tan subrepticiamente que ni siquiera alcancé a defenderme, una vagina gigante y putrefacta, con llagas y pus, saltó sobre mí y me devoró. A través del agujero donde normalmente entraría el pene atisbé todavía cómo aquellos seres encapuchados se retiraban los mantos… Y ¡eran tan perturbadores! Su tamaño variaba, jamás se quedaba fijo. Se contraían y se alargaban como si fuesen unos resortes. Todo su cuerpo tenía la propiedad de palpitar constantemente y de hacer un sonido parecido al mugido de una vaca. Además, su piel era casi como un papel arrugado y de matices entre anaranjado y verdusco. Usaban unas máscaras muy peculiares y diseñadas con la silueta del más allá. Por fin, cuando se las quitaron, quedé tan asqueado que comencé a vomitar violentamente mis propios órganos, pues los seis seres ahí congregados tenían mi rostro, pero en un avanzado estado de descomposición y con excremento brotando de cada orificio. También poseían siete cuernos con lumbre en la frente y algo me indicaba que eran hermafroditas.

Eso fue lo último que miré en ese sitio. La vagina que se había abalanzado sobre mí crujió y se cerró. Todavía sentí cómo me elevaba e intenté sacudirme con todas mis fuerzas, pero era inútil. Al poco tiempo entré en un estado de insoportable sopor que terminó por casi ahogarme. Y ahí dentro aparecían las imágenes de mi vida, las personas que había creído tan reales como yo mismo, las palabras que alguna vez habían llenado mi ser de amor y dulzura, y que ahora solamente significaban dolor y destrucción. Apenas y me di cuenta cuando empecé a deshacerme, cuando todo en mí se derritió hasta quedar fundido con mi propio vómito, hasta convertirse en parte de un charco de sangre y podredumbre. Y de él emergió un colibrí violáceo, hermoso y muy llamativo, cuyo canto parecía decir “todo lo que existe es la membrana de una retorcida y lúgubre muerte estelar”. Finalmente, la vagina se abrió y yo, siendo ese líquido pestilente, me derramé en la boca de un gigantesco yo que esperaba sentado y con la mirada en blanco, como si acabase de fallecer. El colibrí se posó en el cerebro y comenzó a comerlo mientras yo atravesaba el interior de la vida y la muerte en un solo plano.

Cuando recobré la consciencia nuevamente me costó trabajo separarme de una masa de mierda entre la que me hallaba enterrado. Miré hacia arriba y vi el ano de mi yo gigante todavía batido, por lo cual deduje que me había cagado a mí mismo. De nuevo tenía una forma física, o al menos lo que yo suponía por ello. Todo se apagó y me hallé a oscuras, temblando y desnudo, pero con el pene castrado y los testículos en las manos. Aparecieron entonces múltiples imágenes mías que parecían ser producidas en masa por una mano santa con un anillo dorado y manchado de tristeza. Todos eran yo, pero ninguno parecía consciente de existir. Comenzaron a pelear entre sí para luego desvanecerse. Pero regresaron y esta vez estaban formados en una larga hilera que llegaba a hasta una pirámide iluminada por un ojo singularmente adornado con el silencio de los mundos. Los que eran yo comenzaron a penetrarse uno tras otro, hasta encadenarse y correrse entre un tumulto infernal de colores y sonidos abominables. Grité tan fuerte como pude y escuché los lloriqueos de un bebé al cual sostenía en mis brazos. Pero lo arrojé al vacío al descubrir que no se trataba sino de un cascarón, pues yo podía ver su interior y no tenía nada. Además, sostenerlo me quemaba y sus ojos estaban cubiertos de esperma.

Al fin, corrí sin rumbo hasta toparme con una enorme pared que decía suicidio del múltiple yo. Pero me arrojé contra ella y la golpeé hasta que mis manos se cayeron y, cuando quise recogerlas, me hallaba en la mano de un yo que parecía petrificado, más gigantesco que el anterior y más bello, pero sin vida. O eso creí hasta que abrí sus ojos y de su pecho brotaron cientos de larvas que cayeron sobre mí y se pegaron a mi piel. Por último, exploté, pero ya no me importaba nada. Pues mi consciencia se había trasladado a un observador que miraba todo con indiferencia desde un prisma triangulado encima de millones de galaxias que brotaban y morían al instante. El yo en el que ahora me encontraba poseía la habilidad de entender a los otros yo que seguían danzando y penetrándose, y también podía sonreír cuando volteaba la razón para repetir mi explosión una y otra vez hasta desternillarse y escupir pequeños trozos de corazón. El ciclo se repitió casi una eternidad, pero solo para mí, para el yo que no podía ser dueño de sus actos. Porque, y eso lo sabía muy bien, para el yo que solo observaba no había pasado ni un segundo. Es más, ni siquiera se veía afectado por el irreverente concepto del tiempo. Lo sabía porque yo también era él, yo era ellos, ¡yo era todo!

Entonces surgió un agujero en el suelo hacia el cual se resbaló aquella fantasía. Aunque, yo lo comprendía, lo único que había muerto era la realidad, una en la cual mi existencia había solamente divagado. Y cuando el agujero se cerró volví por completo al yo observador y me retiré. ¡Sí, crucé la puerta que siempre había permanecido abierta! Y un túnel me condujo hacia el lugar más elevado asequible para mí desde el cual me arrojé llorando y riendo, siempre sonriendo como si jamás hubiese sido infeliz. Al caer, solo fueron unas centésimas lo que vi antes de que todo culminase, pero fue bastante emotivo saber que podría repetir el mismo experimento por siempre. Sí, que la simulación no acabaría jamás, que llegaría el universo en el cual estaría destinado a amarme por encima de una existencia que jamás me había pertenecido realmente.

Pero me equivoqué, aún tenía consciencia, por desgracia. Me hallaba tirado y descompuesto en el suelo, pero todavía medianamente vivo. Vi a un joven que caminaba y que fruncía el ceño. Le molestaba el sol, las personas, la vida y se odiaba a sí mismo. Era incomprendido, temeroso y un potencial suicida, pero no se esperaba que todo fuese simplemente parte de un complot, de una existencia terrenal que era y no era real al mismo tiempo. Caminaba y balbucía frases ininteligibles, pero era obvio que le molestaba todo cuanto podía imaginar. Se dirigía hacia un lugar que yo conocía, que yo había creado, y donde había estado cientos de veces. Sí, se dirigía hacia la casa de Melisa, pero también ese camino conducía a muchas otras partes: la avenida Astraspheris, el condominio 11 en la calle Miraluz, la casa de mamá y papá, la parte boscosa de la ciudad, el río donde se suicidaban las personas en miseria extrema, la taberna Diablo Santo, el antro Ilusiones Ataviadas, y muchos otros.

Y también de su mente surgían cientos de formas que identificaba conmigo mismo, pero envuelto en trajes muy particulares cuya superficie eran todas las personas que había conocido. Me pareció entonces que estaba todo en orden. Sí, hasta ahora lo había entendido, tras una larga espera en el abismo. Al fin todo se acomodaba, todo resultaba tan espiritual como hermoso. Incluso lo más asqueroso y aberrante en la existencia era esencial y parte de aquella belleza. Tanto la vida como la muerte podían ser de infinitas formas diferentes, pero, al final, todo se reducía al equilibrio del vacío. Las posibilidades seguían siendo infinitas, y el tiempo continuaba su absurda y tonta marcha hacia el lugar donde sonreía preciosamente el olor a depravación y bondad. No existía bien ni mal, realidad ni imaginación, humano ni no-humano, mentira ni verdad. No existía nada, solo una profunda calma, un adormecimiento que hacía del fin una poesía perfecta para una extraña e inefable boca que jamás habría de volver a besar.

Y, en efecto, había sido un disparo lo que se escuchaba, no me había equivocado. Detrás del yo que podía haber recorrido todos los caminos estaba el yo quien yacía ahora inerte en el suelo. Y había algo, o mejor dicho alguien. Y ese alguien había osado levantar el arma y disparar. Hubiese podido no hacerlo, claro que sí. Hubiese podido contenerse, ahorrarse esa bala para un mejor momento, si es que lo había. Pero no, de nada hubiera servido. Una mano con la marca de un triángulo y un ojo en la punta, una mano izquierda, era la que había alcanzado la perfección. Y el yo que había recibido el impacto en la cabeza se desplomó sin llegar al comienzo del infinito cúmulo de posibilidades, de caminos que podría haber cruzado y que, el yo que yacía tirado, sí había atravesado. Pero el yo que había disparado no comprendía nada de lo que acontecía en aquel cruce, en aquel sibilino encuentro de existencias maltrechas y tergiversadas. Lo único que le pareció razonable fue disparar el arma y acabar con todo, incluyéndose a sí mismo. Cuando bajó el arma supe lo que siempre había sabido: era también yo el que había disparado, el mismo y a la vez otro distinto del que ahora observaba y del observado, del que yacía en el piso y del que se derrumbaba con el disparo. Entonces sonreí y me dije a mí mismo, con toda la fuerza de mi ser “te amo, por eso debes morir”. Y también ese ser, el yo que jamás había debido existir, se suicidó.

Así, comprendí finalmente que la perfección consistía no solo en aniquilar una faceta del ser, sino todas, hasta la que más se amaba y la que más impedía el suicidio, cuya resolución definitiva se tornaba en el instrumento más valioso para la máxima iluminación y aproximación de la verdad más inmanente. Así también entendí, como la última expresión en un multiverso que ahora ya no existiría jamás, que yo había sido solo un experimento, que mi realidad había sido una simulación como la de todos. Y sabía, con todo el amor del que ahora era víctima, que yo jamás había muerto puesto que jamás había nacido. Yo era lo más parecido a dios, incluso superior. Finalmente, un coro celestial cantaba vehementemente que el suicidio me había impedido existir, tal y como yo me había impedido, desde siempre, ser yo mismo. Y, al cerrar el sempiterno ciclo de mi onírica existencia definitivamente, supe que el último encuentro con lo que jamás imaginé ser fue incluso más sublime, inefable y acaso divino que cualquier pasada, presente y futura muerte.

* FIN *

El Extraño Mental


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