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El Extraño Mental XVII

Noté que su conducta había cambiado drásticamente, estaba en trance y nada de lo que dijera la haría cambiar de opinión. Yo mismo no terminaba de explicarme y aceptar lo acontecido, pues era inverosímil creer que aquella señora, la cual afablemente llevaba los platos de comida hasta mi mesa, hubiera cometido tales actos impulsada por las voces en su interior. ¿Qué explicación tenía todo esto? ¿Por qué tenía yo que verme manchado de este trauma atroz? Hace unos momentos estaba divertido escuchando las disquisiciones de aquellos pensadores de taberna, y ahora esto venía a transfigurar mi pensamiento. Virgil me tomó de la mano y avanzamos de prisa entre los pestilentes callejones de la ciudad, donde ya anochecía y el ambiente estaba a reventar de placer. Había prostitutas, borrachos, pordioseros, niños mugrosos, vendedores ambiciosos, hombres infieles y libertinos sin remedio. Todo estaba perfectamente amalgamado con las doctrinas modernas de la supuesta libertad y evolución del ser. Percibí que a Virgil no le importaba en absoluto mezclarse en aquella atmósfera de depravación, lo cual me alarmó ligeramente, pues siempre había criticado aquello denotando un puritanismo exagerado. Mientras nos dirigíamos resueltamente hacia Diablo Santo, una idea se apoderó de mi mente: Virgil probablemente se embriagaría y luego intentaría matarse.

Después de mucho andar, penetramos en Diablo Santo con Virgil dispuesta a todo. Con cierta tristeza, percibí que los pensadores de taberna se habían ya marchado. Esto me decepcionó dado que mantenía el propósito de unirme a su plática y conocer más a fondo a ese tal Volmta, cuyo rostro me parecía descomunalmente familiar. Pregunté al calaca por estos sujetos, pero dijo que uno de ellos se había puesto mal y los otros dos lo habían conducido a un hospital; otra tragedia más. La enfermedad era lo único que en ocasiones podía detener la increíble sed de vicio que los asiduos asistentes a las tabernas no conseguían de ninguna manera obnubilar. Siendo así, dejé que Virgil decidiera qué tomar, pero al ser una recatada no supo qué elegir por no conocer ninguna bebida, así que yo ordené, de acuerdo con lo que ella me sugirió, una botella de vodka y otra de ron.

Virgil quería ahogar el conjunto de sentimientos encontrados y mezclados en su interior, eso era fehaciente. Esta era, también, la primera vez que asistía a una taberna, pero noté que el ambiente no la inquietaba demasiado. Asimismo, sería la primera vez que se embriagaría, cosa que me hizo dudar cuando ella me pidió lo más fuerte que yo tolerara para embotar tan pronto como fuera posible sus sentidos. Al fin, pensé que me daba igual si se mataba o si terminaba en el hospital, pues no podía experimentar por ella otra cosa que no fuera lástima y conmiseración. Si alguien como yo había sufrido para asimilar los hechos, ¿qué podía esperarse de Virgil, aquella pobre diabla entregada a la devoción y aduladora de los principios familiares? No sé si la afectaba más el suceso en sí o lo que implicaba en el fondo para su impertérrita moral cristiana. Apuré el primer trago, esperando que ella hiciera lo mismo y que fuese la primera en hablar, y así fue.

–Es raro. Entre más vueltas le doy al asunto, menos logro comprenderlo.

–Eso está bien, pero no debes saturar tu cabeza ahora. Es mejor que te despejes un poco, que intentes olvidar.

–Quisiera ser como tú, así no sufriría tanto.

–¿Cómo soy yo?

–Indiferente, frío y solitario. A veces, cuando te observo fijamente, me estremezco.

–Lo he notado, pero sin entender por qué.

–Tengo mis razones para mirarte con tal pasión, y creo que de sobra las sabes dado que tú mismo te has encargado de ridiculizarlas. El punto no es ese, sino que te miro y me aterra pensar que bien podrías ya no ser humano.

–¡Ja, ja! ¿Qué cosas son esas? Nunca colegí que tenías tales expectativas de mí.

–Eres un extraño, así es como te percibo. Y no solo yo, sino también el mundo entero.

–¿Cómo puedes estar tan segura? ¿Qué hay en mí de diferente al resto?

–Todo, solo tú no eres capaz de verlo. Tienes una marca, la cual muy pocos ostentan, y los que lo hacen suelen deshacerse de ella muy pronto, pero tú no.

–¿Qué marca es esa?

–No puedo decírtelo, pero es algo semejante a la marca de la dualidad.

–¿Qué dualidad? Te estás poniendo muy misteriosa.

–Sí, la dualidad que existe en este mundo y en cualquier otro. Sé que me tomas por una pobre idiota que solo te mira porque espera algún día poder rozar tus labios, aunque después la eches a patadas de tu vida, y tal vez así sea; no obstante, sé que tú eres especial. Perteneces a ese reducido grupo de personas cuyo espíritu alcanza ambos extremos de la dualidad. Eres capaz de realizar las más sublimes, poéticas y majestuosas acciones, pero, al mismo tiempo, eres también capaz de las más viles, sórdidas y decadentes prácticas. Eres la máxima representación de la entidad que es divinidad y demonio al mismo tiempo, hombre y mujer, amor y odio, tristeza y felicidad, decadencia y sublimidad. Además, los seres como tú requieren de ambos extremos, es imposible que puedan permanecer solo en uno de ellos o que se mantengan en el punto medio.

–¿Por qué es imposible? –cuestioné con viva curiosidad.

–Porque eso los haría parte del rebaño al que pertenezco yo. ¿Es que no lo ves? Las personas más geniales han tenido la marca que tú llevas sin percibirlo, se han paseado por los infiernos para conseguir la ascensión temporal a los cielos. Pienso que no puede ser de otra manera, pues la gente común, la que se encuentra en el punto medio, la que carece de talento y se conforma con una existencia miserable y rutinaria, la que añora casarse y tener hijos, trabajar para comprarse bienes materiales, viajar y divertirse, no podría nunca entender la naturaleza de los espíritus como el tuyo.

–Ya veo, supongo que lo he pensado alguna vez.

–Claro. Discúlpame, no sé por qué te cuento esto, solo quería decírtelo desde hace mucho. Me fascinaba verte llegar a la cocina, siempre con actitud solemne y arrogante, mirando al resto tan debajo de ti, ostentando la marca de la dualidad y diferenciándote naturalmente de la humanidad. Sé que tú, aunque lo niegues, sigues buscando, que estás en constante contradicción contigo mismo por esa dualidad de la que te hablé, que tu indiferencia total es solo la manera en que te cobijas de lo absurdo que te resulta la existencia en este mundo tan banal. Alguien como tú suele amar aquello que condena, así son los poetas de la verdad.

–Me sorprendes… Parece que lo ocurrido te ha hecho mucho daño –dije llenando su vaso y colocando algunos hielos–. Lamento que haya sido así, jamás lo hubiera creído de tu mamá.

–Ella era una estúpida, ¡ja, ja, ja! Sí, eso era, una bastarda.

–¿Por qué lo dices? ¡Vaya cosas!

–Porque es la verdad. Yo la quería tanto, pero eso jamás le importó, y mira en lo que acabó –musitó sin evitar caer en un amargo llanto, las lágrimas la consumían–. Nunca creyó en mí, especialmente cuando comencé a reprobar materias en el colegio, porque has de saber que yo estudiaba, pero es otra larga historia que no viene al caso. El hecho es que siempre me reprochaba por hacerme ilusiones contigo. Decía que yo, una pobre diabla lavatrastos, no podía ofrecerle nada a un hombre de tu altura. Le encantabas, y, pese a su ignorancia, creo que también podía ver la marca de la dualidad en ti. Yo le contaba todo a pesar de sus humillaciones, incluso eso me hacía sentir bien. Pasa que en ocasiones charlamos con una persona y nos da la sensación de que no nos pone atención, de que le importa un rábano lo que le digamos, pero mamá no era así. Ella escuchaba y replicaba, analizaba y era sincera en su opinión. Por eso, aunque me lastimaba, no podía evitar contarle cuantas cosas sentía en mi interior, porque al menos no recibía indiferencia. Supongo que así somos los humanos, preferimos a alguien que nos haga daño que alguien cuya atención no podamos conseguir. Por eso el amor debe doler, eso he pensado, porque parte de que alguien se fije en nosotros consiste en eso: aprender a recibir daño y hacer de él un placer. O ¿tú qué opinas del amor? Yo he aprendido… contigo he aceptado… ¡Menudas bagatelas las que estoy diciendo, perdóname! Creo que ya estoy algo ebria, ¡ji, ji, ji! No tengo nada de aguante, ¿tú sí?… Mira a ese cerdo de allá, deja que esa vieja le saque el paquete, y yo que creía más decentes a las prostitutas… ¡Que el diablo me lleve! ¡Sírveme otra, ahora de vodka! Pega más fuerte y rápido, ¿no? ¡Quiero embriagarme de manera legendaria, sin importar lo que pase conmigo mañana! ¿No viene la gente a este lugar para eso, para hundir su miseria y sentirse feliz un instante? Pues la vida es solo eso, un maldito instante que a veces parece una eternidad. ¿Qué necesidad tenemos realmente de vivir? Creo que ninguna, al carajo con la existencia… Que me cuelguen al amanecer, pero que me dejen beber en paz. ¡Necesito olvidar que mi madre está loca y que su hija se emborrachó para sacarla de su corazón! ¡Qué dolor siento al existir!

Miré asombrado su exclamación, y no solo yo, también el calaca y los demás presenciaron asombrados a aquella borracha de ocasión, estallando en risas y en murmullos de aprobación. Para esos impíos cualquier cosa recitada en aquella vasija de crápula donde iban a pudrirse cada fin de semana era una bendición. No había la menor duda, Virgil estaba más ebria que todos los ahí reunidos. Por sus venas fluía alcohol a racimos, lo cual embotaba su lúgubre y vacío corazón. Después de lo acontecido, presentía que, si no se mataba, se convertiría en un ser completamente distinto, tal vez se entregaría a la vida galante, la borrachera o algo todavía peor. Resolví dejarla hacer, no criticar ni juzgar sus actos. Era preferible que explayara su espíritu y que liberara todos esos sentimientos que amortajaban su interior. Por mí que se matara o que se prostituyera, que se envileciera en todo su ser. Ella para mí no era sino una lavatrastos, ¡ja, ja! ¡Vaya expresión! No obstante, el alcohol también comenzaba a hacer estragos con mi percepción, con lo cual Virgil ya no me parecía tan santa como de costumbre. Entonces una idea surgió en mi retorcida cabeza, ¿tendría el valor…?

–¡Oye Virgil, tranquila! No vale la pena que le des a esos cerdos y a esas rameras sermones que los diviertan, mira con qué morbo te han mirado.

–Sí, ya sé. Solo necesitaba hacerlo, ahora mismo me calmo. Me gusta que te preocupes por mí, me hace pensar que tengo tu atención y que el daño soportado ha valido la pena. Porque no creas que no te he visto con otras chicas, en la colonia todo se sabe, y tus aventuras y vida de soltero no son la excepción, especialmente para mí. Sé, por ejemplo, que cada viernes te vas a embriagar a algunos bares no tan lejos de este, donde te besas y terminas la noche con cualquier mujer vil y dispuesta a derrochar pasión. Llegas siempre el sábado a mediodía, a veces al atardecer, y duermes un poco. Casi a las seis vas a nuestro restaurante para intentar bajarte la cruda con un caldo que mamá preparaba solo para ti, aunque, de hecho, era yo quien lo hacía. Los domingos generalmente no sales, me imagino que los usas para descansar. Llegaron hasta mis oídos rumores de que empezarías a escribir, ¿es eso cierto? Porque sería genial, quiero ser la primera en leer todo lo que publiques, aunque los escritores suelen ser pobres ¡Ah, pero tú trabajas en una oficina, lo olvidaba! Perdón por vigilarte así, ya ves lo boba que soy.

–No hay problema, me sorprende que prestes tanta atención a mi vida, porque a mí me parece de lo más común. Ciertamente, es una tontería tal vez, una zarandaja, pero creo que la existencia de los humanos no tiene, desde ninguna perspectiva, el más mínimo sentido.

–Sabía que eras existencialista, ¡se lo repetía a mamá todo el tiempo!

–Puede ser, aunque no me clasifico dentro de un género.

–Pero no pongas mucha atención a lo que digo, porque estoy desvariando tremendamente con este vodka. Por cierto, lléname el vaso de nuevo, que hoy no llego a dormir, ¡menos con lo que pasó! Yo creo que serías muy bueno, tienes toda la facha y la vida de un escritor: desordenado y con la marca de la dualidad, ¿qué más quieres? Es más, yo puedo darte ideas…

–¡Je, je! Muchas gracias por todo, me parece que lo intentaré. Aún no me animo a escribir ni un bledo, pero, en verdad, trataré.

–Pero no hay tiempo. ¡Es mejor beber que platicar!

–Claro –asentí pasándole el séptimo trago, coligiendo que pronto colapsaría–. Aunque pensé que la gente religiosa no bebía.

–La gente religiosa como yo se engaña por propia voluntad, así no nos torturamos ni nos partimos la cabeza con tantas cavilaciones. Por eso elegí ser como el rebaño, también soy pecadora en el interior y santa en el exterior, para no perder la costumbre. Y es que resulta tan fácil adjudicarle todo a dios, desde lo más simple hasta lo más complejo. Los religiosos son la gente más despreocupada en el fondo, pues dios lo soluciona todo, les quita toda la responsabilidad. La vida es un juego para ellos, para mí lo es.

–Yo creía que eras una creyente verdadera, pero veo que estás más cerca de una hipócrita bendita.

–Naturalmente. Uno debe siempre asegurar su lugar en el cielo. La cosa va así: si dios existe, entonces puedo hacer lo que me plazca, al final pedir perdón y obtener la salvación eterna. Por otra parte, si dios no existe, no me arrepiento de nada, pues todo pecado era solo ficción y estoy salvada al morir.

–Si dios no existe, entonces todo está permitido.

–Exactamente. ¿Qué más da? Es igual de absurdo al final. Y sí, yo supe desde hace mucho que uno debe saber cómo sacarle provecho a dios. De otro modo, no ayuda en absoluto, mucho menos si se le reza, aunque sea con toda la fe del mundo.

–Me pregunto si esas mismas palabras las repetirías estando sobria.

–¿Acaso crees que estoy ebria? ¡Para nada, estoy de lo mejor! Mira de nuevo allá, la niña del fondo es una ramera, la he visto meter su manita debajo del pantalón de ese viejo tuerto –dijo señalando a la babel agazapada alrededor de las mesas de juego, la cual iba incrementando desproporcionadamente conforme transcurrían las horas–. Es una pena, aunque nada de qué espantarse. Dicen que para ser puta se debe nacer puta, de otro modo no se le toma gusto a la profesión, ni se es buena tampoco. ¿Qué dices tú? Aunque es increíble que desde pequeñas ya anden ofreciéndose con tal cinismo, ¡je, je, je! Ni siquiera les ha de entrar la mitad a las zorritas.

Virgil estaba desatada, mostraba su auténtica faceta. Esto era de lo más natural, según mi experiencia. Las personas más recatadas solían acumular en su alma las más oscuras y perversas tendencias, los más desenfrenados y cínicos espíritus. Y, cuando se les presentaba la oportunidad de liberar esa sombra que tanto pesaba sobre ellos, cuando acontecía un incidente trágico que sirviera como punto de partida y pretexto para arrojar todas las máscaras sociales, éticas, morales, religiosas o de cualquier procedencia, lo hacían sin vacilar, esforzándose por contrarrestar la falsa imagen que por tanto tiempo dominó su personalidad. Este era el caso de Virgil, aquella pelirroja pecosa más parecida a una tabla que a una mujer, aunque su verdadero encanto era la sinceridad con que se expresaba, lo liberal que podía llegar a ser bajo la influencia del licor. Yo, supe después de regresar del sanitario sosteniéndome de la pared, estaba igual o peor que ella. Otra vez estaba ebrio hasta las chanclas, y apenas el día anterior había sido una locura con Lary. Pero todo estaba permitido para aquellos a quienes dios ha olvidado, o viceversa, para quienes se han olvidado y han asesinado a cualquier dios, por eso me reía en lugar de reprocharme. Era yo un cerdo, un calavera, un decadente recalcitrante, y no me importaba un carajo. Me daba igual morir hoy o mañana, pues, de cualquier manera, sabía que continuaría igual o mucho peor todavía.

–Anda Lehnik, que todavía nos queda mucho por beber –afirmó Virgil con la voz golpeada–. Estás muy callado, ¿así eres siempre? Dime lo que piensas de dios, con confianza, ya ves que yo creo en él solo porque me conviene, no por esa estúpida convicción que mueve montones de dinero y mata racimos de pobres para recalcar su poder.

–Creo que no hay algo que le podría decir a alguien como tú. Considero, sin embargo, que dios es uno de los mejores inventos de toda la historia de la humanidad. Basta apegarse a una creencia para sentirse liberado, para eximirse de esa responsabilidad que es existir, para conferirle a la existencia un sentido. ¿Cuántas personas no viven con la esperanza de un reino celestial después de este infierno en el planeta de la hipocresía y la mentira? ¿Cuántos no buscan incansablemente la salvación, la redención, la elevación mística del alma? Y, sin embargo, pese a todo, las personas que más suplican son las más libertinas, ¿no lo crees? Suele ser así, puesto que confían tan ciegamente en dios que asumen el perdón al final del camino. Estos sujetos piensan algo así como: “soy un cerdo, un crápula y un miserable, pero, como creo en dios, entonces todo me será perdonado”. Esto es así puesto que dios no es un juez ni el encargado de castigar lo que se haga en la vida, sino solo un medio para purificar el alma, una especie de manantial donde se pueden ahogar los pecados cometidos y al que se recurre cuando no existe explicación alguna para los designios del azar. Desde este punto de vista, saber si dios existe o no ya no es relevante; el punto es definir para qué es útil dios, sea real o inventado. Personalmente, creo que dios no existe, y, si lo hace, es un dios inútil, o desinteresado por todo asunto humano. Tengo más fe en el diablo, o la imagen que se le ha atribuido, aunque siempre me he cuestionado si este ser sería bueno o malvado, ya que castiga a los malos y parecer ser más útil que dios en su papel. Es interesante analizar si este ser incita a los humanos al mal, sabiendo que por naturaleza el humano es un ser vil y susceptible a la corrupción en un grado bárbaro. Pero ese asunto de dios y el diablo es una bagatela, una minucia que, por ahora, no está a nuestro alcance entender. Y, como te digo, no creo ni en uno ni en otro. Es curioso que tantas personas pierdan su tiempo adorando dioses y elaborando rituales, solo una manera más de mostrar la debilidad de la mente. Como sea, en este mundo, aquí y ahora, se presenta la mayor libertad, que a la vez es también la mayor tentación: el humano puede hacer lo que sea. Si tenemos libre obrar, si el libre albedrío es parte intrínseca, entonces cada decisión es totalmente nuestra. Y, aunque el destino existiese, no sería sino un elemento sin sentido, puesto que nosotros seríamos incapaces de admitirlo o de entenderlo, asumiendo que cada acto fue nuestra elección, aunque haya sido este destino el que nos haya impelido a ello. ¿Acaso habría alguna diferencia entre hacer algo por libre albedrío o algo por destino? Al menos ahora, en nuestro actual estado evolutivo, ninguna habría, según veo. Por lo tanto, es una ilusión decir que tenemos una misión o que existimos por causas divinas o con algún propósito. Y esto es lo que conlleva al vacío, al absurdo en donde el humano teme a su libertad y debe encadenarla a un ser supremo que pueda rellenar cada hueco en el mundo. El hecho de que todo estuviera permitido, sin importar si existe o no dios, es una lápida que no hemos aprendido a cargar. Así, da lo mismo ser un bandido que un virtuoso, una prostituta que una mujer de clase, un obrero que un empresario, un mendigo que un político, un miserable que un rico, un sinvergüenza que un honrado, un escritor que un jugador, un poeta que un ser común. A los ojos de la nada, todos somos iguales; esto es, nuestros actos, por muy viles o nobles, mediocres o elevados que nos parezcan son, en última instancia, parte de lo mismo. Y la cosa se complica si asumimos que dios existe, pues tenemos un tercer factor que interviene en la relación humano-absurdo, pero que no la altera en su esencia. Si dios no existe, el humano hace lo que quiere y no hay nada más allá de lo terrenal. Si dios existe, el humano actúa igual y, al final, se arrepiente, lo cual también es, en cierta manera, una libertad condicionada. De cualquier modo, está asegurada la salvación y el paraíso, siendo un violador, pecador, pérfido, lujurioso, ambicioso o de la peor calaña. Todo es indiferente, dios acepta a todos por igual. De ser así, el diablo y el infierno quedan fuera de lugar, son exterminados por completo gracias al perdón universal. Y nuevamente tenemos libertad, la tan gloriosa e inútil libertad humana de hacer lo que sea y saber que es indiferente, que tendremos paz y gozo al morir. Por eso dios es un tema significativo, no tanto por lo que pueda hacer por nosotros en este mundo, sino por el papel que jugará cuando muramos. De más está decir que nadie ha vuelto de la muerte, y por ello las instituciones religiosas han usado durante milenios los mismos cuentos y mentiras para adoctrinar al rebaño y lavar mentes, para ofrecer una conmiseración a los miserables mientras por detrás se enriquecen en lugar de donar su oro. Dicen que la fe mueve montañas, pero no es capaz de mover las más diminutas cosas. La fe nunca le ha dado a alguien de comer, tampoco ha evitado que una mujer sea violada o que un niño sea asesinado; no ha evitado guerras, genocidios, vileza y depravación. Siendo así, prefiero ser un hombre de poca fe que ser uno de mucha y quebrantar aquello que predico. Por eso el mundo vive en la hipocresía y en la mentira, predicando leyes y normas para el control social que ellos mismos son los primeros en quebrantar. Aquellos que deberían ser los encargados de hacer valer la ley, sea del tipo que sea, política, económica o religiosa son quienes la usan para sus propios intereses. Esto es natural dada la predisposición que el humano guarda al egoísmo y lo banal. Tal vez incluso sea un factor genético querer dañar a otros y siempre tener más que el prójimo, envidiar y pelear. Pero la idea de dios sigue siendo divertida, y nadie puede desmentirla o afirmarla determinantemente, por ello tal disputa continuará hasta el fin de la humanidad, hasta que entendamos que nosotros mismos somos igual de absurdos que el dios en el que creemos se halla la verdad. Para mí, dios es un juego, un concepto que adormece mentes y donde se refugian las personas más comunes, aquellos quienes han dejado de razonar y buscan una salida fácil. Yo les llamaría “los despojados”, puesto que se han despojado de sí mismos para obtener la salvación. Han abandonado toda responsabilidad y han consagrado sus vidas a una entidad probablemente imaginaria, a la cual, por cierto, han rebajado a su propia condición terrenal. Si yo fuera dios, también me sentiría despojado de mi divinidad teniendo que atender siempre los problemas de los demás. Por eso a veces conviene ser creyente y a veces no, todo depende de qué tanto creamos en eso de que todo está permitido. Los despojados han establecido un régimen en el cual la libertad es rechazada debido al peso tan agobiante que genera en los corazones y en el actuar cotidiano. Es casi una ofensa tener que ser uno mismo sin alabar a un dios, sin tener un ficticio guía al cual atribuir cada logro y fracaso. Mientras tanto, las guerras continúan, la depravación y la avaricia se apoderan del mundo, las personas siguen muriendo de hambre, siguen siendo esclavizadas, violadas, torturadas, humilladas y asesinadas. Cosas peores ocurren frecuentemente, tan atroces que mencionarlas sería una blasfemia, y nosotros somos parte de todo este círculo absurdo de ignominia. Cada uno contribuye en cierto grado a preservar la putrefacción en que se hunde esta sociedad, teniendo a dios como un elemento imprescindible que debe ser tomado en cuenta si se quiere asegurar un poco de la escurridiza verdad. Dios no es ni el creador ni el destructor de los humanos, tampoco se mezcla en sus asuntos. Acaso solo observa, y creo que lo mejor que podría hacer sería olvidarse del mundo y, con un poco de suerte, tal vez se llegue a suicidar.

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El Extraño Mental


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